El origen de todos los males

Martín Márquez Miranda* 

La reforma Constitucional de 1994 es el origen de todos los males que Argentina sufre en la actualidad. Pudiendo haber sido la cura de enfermedades preexistentes se transformó en el virus que infectó todas las instituciones de nuestra Nación.

El Pacto de Olivos, de título grandilocuente, pretendió rememorar los viejos acuerdos preexistentes a la Constitución de 1853. La Constitución Fundacional exaltaba el poder de los representantes de las provincias y de los representantes del pueblo de cada provincia. Los firmantes del Pacto de Olivos trastornaron este criterio. Así, los partidos políticos adquirieron protagonismo constitucional; son mencionados 7 veces en los 129 artículos del cuerpo principal, y 8 más en las 17 disposiciones transitorias de la última reforma. Hay que destacar que desde la Constitución de 1853 pasando por todas las reformas, en 1860, 1866, 1898, 1949, 1957 y 1972, jamás habían sido mencionados en la Carta Magna.

Portentoso entuerto en el que nos han metido. Hoy estamos en una encrucijada; 30 años de tanta diversidad en la representatividad nos han traído fácticamente al punto sin retorno en el que es muy difícil acordar políticas públicas, e imposible definir políticas de estado.

La falla no está en la diversidad, sino en su forma de representación. Dos senadores por la mayoría y uno por la minoría dejan de ser representantes de los intereses de cada provincia y se convierten en representantes de los partidos, en la cámara que define el tratamiento de las políticas de estado; mientras, las listas sábanas de diputados eliminan la representación territorial y local de los habitantes en favor de unos pocos bendecidos, para sesionar en lo relativo a políticas públicas nacionales.

Los partidos políticos se han convertido en fascinantes emprendimientos privados que, avalados por la justicia electoral, viven de la teta del estado proponiéndole espejismos a los ciudadanos. En este negocio, cuando un partido agarra alguna sortija del poder, hace lo inimaginable para no perderla cueste lo que cueste, y pague quien pague.

Revisando daños, se puede decir que la sociedad argentina ha sido entregada atada de pies y manos. La reforma abrió el camino al individualismo globalista y al globalismo individualista, atascando todos los planes de una sociedad mancomunada representada por sus autoridades que pudiera ir detrás de intereses bien expresados en el preámbulo de la Constitución de 1853. Todos los días pagamos con pobreza, inflación, desempleo, etc. por el vínculo pasional que nos une a nuestros captores, los políticos de cada partido, sufriendo el Síndrome de Estocolmo.

Los constituyentes no fueron mezquinos en la entrega. Acuerdos internacionales que ya habían sido aprobados por leyes nacionales, junto a nuevos acuerdos, fueron incorporados a la Carta Magna en el artículo número 75, inciso 22. Estos reconocimientos a poderes externos no pueden ser modificados por ley, requieren de una reforma constitucional. Prodigiosa maniobra que agrega complejidad a la resolución del problema.

La última reforma incorpora términos de la mundialización, como “organizaciones internacionales” y “supraestatales”, desvirtuando el sentido del artículo 27, nunca modificado desde 1853, que enfatiza el afán por “sostener relaciones de paz y comercio con potencias extranjeras a través de tratados que estén de acuerdo con los principios del derecho público reconocidos” en nuestra Constitución. En nuestra Constitución originaria, primero estaba nuestro derecho público y luego las pretensiones extranjeras. Este principio ha sido modificado aun cuando una atribución de la soberanía es la aplicación territorial de las leyes y la jurisdicción de sus tribunales. En cada uno de esos tratados se reconoce alguna dependencia de lo nacional respecto a jurisdicciones exteriores.

Con estos pivotes constitucionales, el derecho público ha sido sometido a las necesidades de algunos; no hay más que ver cómo, luego de medio siglo, la herida de los años más duros de la Argentina, todavía no termina de curar. La verdad completa sigue ahogada por las preferencias de los que, convirtiendo la memoria, verdad y justicia en venganza, no hacen más que afianzar la entrega de nuestra soberanía acudiendo en última instancia a

los tratados internacionales que los constituyentes incluyeron en nuestra Ley Fundamental; un callejón sin salida.

A tantas desventuras plasmadas en la Carta Magna, se suman los incumplimientos de los mandatos que establece. Tres ejemplos:

1. La reforma del régimen de coparticipación federal dispuesta en la disposición transitoria sexta, nunca realizada.

2. La no alteración por parte del Poder Ejecutivo del espíritu de las leyes en sus reglamentaciones, artículo 99, inciso 2; su incumplimiento se ha visto por ejemplo en la aplicación de la ley de Defensa Nacional.

3. La ausencia de aprobación por parte del Congreso de tratados internacionales según el artículo 75, inciso 22, como los dos Acuerdos de Madrid.

La política, con suma habilidad, convierte en legal lo dudoso; ante una interpretación dispar del artículo 30 de la Constitución Nacional, nunca modificado desde 1853, la Ley 24.309/93, tal como fue sancionada, dispuso qué partes de la Constitución debía reformar la Convención Constituyente, cuando dicho artículo establece que la Constitución se puede reformar en el todo o en cualquiera de sus partes, refiriendo que, quien se encarga de hacer la reforma, es la Convención Constituyente y no el Congreso a través de una ley.

El agregado de complejidad a la Carta Magna, en sus contradicciones, y a las leyes en general, incorpora nueva complejidad a su cumplimiento y abre espacios para devaluarlas, incumplirlas y realizar reclamos irresolubles. Recuperar la simplicidad necesaria en la ley suprema de la Nación implicará realizar una profunda reforma, que difícilmente pueda encararse en un sistema político encapsulado en partidos, con intereses particulares casi siempre contrapuestos, en una inmensa diversidad representativa. Quizás una necesidad superior así termine imponiéndolo, porque la excesiva complejidad de los sistemas políticos-socioeconómicos también es el inicio de las revoluciones de los pueblos.

Paradójicamente, la misma Constitución infectada en 1994 contiene el antídoto en su texto original. El artículo 75, inciso 15, jamás modificado desde 1853, habilita crear nuevos Territorios Nacionales y “determinar por una legislación especial la organización, administración y gobierno” de los mismos. Este hallazgo a la vista de todos ofrece una salida al laberinto partidocrático: crear un nuevo Territorio Nacional donde aplicar un sistema normativo simple, libre de las distorsiones introducidas por la reforma de 1994.

Ese nuevo Territorio Nacional debe ser un espacio vacío, como lo fueron todos los creados en nuestra historia entre 1884 y 1955, los cuales luego se convirtieron en las últimas nueve provincias sumadas a las catorce originarias de 1853-1860: La Pampa (1951), Chaco (1951), Misiones (1953), Formosa (1955), Neuquén (1955), Río Negro (1955), Chubut (1955), Santa Cruz (1955) y Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur (1990).

Dicho espacio vacío que constituye el territorio ideal para este laboratorio institucional es nuestra plataforma submarina en el Atlántico Sur, que se encuentra fuera de los límites de las provincias, y por ende puede regirse por una nueva legislación no contaminada por tres décadas de partidocracia. Son territorios que hay debajo del agua, incluidos en el mapa bicontinental de Argentina, en la Ley 26.651/2010, y ciertamente en la ley 27.757/23 que establece el límite exterior de la Plataforma Continental Argentina.

En el nuevo Territorio Nacional del Mar Argentino sería posible implementar un sistema que recupere la simplicidad del diseño de 1853: representación territorial genuina e instituciones pre-partidocráticas. Desde el punto de vista económico, este nuevo marco permitiría establecer un sistema regulatorio que elimine las trabas que ahogan la competitividad, liberando nuestra capacidad para producir y competir en el mundo.

Las provincias que comprueben la superior eficacia de este nuevo marco podrían adherir voluntariamente al sistema, coexistiendo dos modelos, tal como hicieron los países que se integraron progresivamente a la Unión Europea.

En el libro “El Plan A es el Plan B”, editado por Editorial Kanon, están los fundamentos jurídicos y los mecanismos institucionales necesarios para poner en ejecución esta propuesta que permitiría superar, de un golpe, la complejidad estructural que nos atrasa.

Solo así será posible quebrar el círculo vicioso generado por la partidocracia. Solo así podremos demostrar que Argentina puede funcionar con las instituciones que sus fundadores diseñaron, antes del momento en que los reformadores de 1994 las desfiguraran. El camino de regreso al futuro está escrito en un artículo de la Constitución Nacional de 1853.

* Martín Márquez Miranda es profesor, académico y analista. Licenciado en Economía de la UBA. Magister en Estrategia y Geopolítica de la Escuela Superior de Guerra del Ejército Argentino. Miembro fundador del Foro Argentino de la Defensa.