TEATRO. ‘La monja judía’, de Lázaro Droznes
El nazismo en una obra que no reconstruye sino que interroga
‘La monja judía’, de Lázaro Droznes. Dirección: Eduardo Lamoglia. Escenografía y vestuario: Sabrina López Hovhannessian. Iluminación: Manuel Mazza. Musicalización: Sergio Klanfer. Fotografía y diseño gráfico: Nahuel Lamoglia. Utilería: Rina Gabe. Actores: Ana María Cores, Gustavo Rey. Los viernes a las 22 en El Tinglado (Mario Bravo 948).
El punto de partida de esta obra es una hipótesis teatral, no un hecho documentado: en Auschwitz, donde Edith Stein fue asesinada en agosto de 1942, un hombre se presenta ante ella. No es un desconocido. Se trata de Hans Lipps, filósofo y antiguo compañero de estudios en la Universidad de Gotinga. La escena imagina que, ya alineado con el nazismo y miembro formal de las SS, Lipps llega hasta ella con una propuesta: que participe en la redacción de un texto doctrinario, una suerte de catecismo adaptado al nuevo orden. El diálogo es cortés, pero su trasfondo es inequívoco: lo que se le ofrece a Stein no es solo una salida personal sino una renuncia a todo aquello en lo que cree.
Sobre esa hipótesis mínima, la puesta en escena construye un espacio despojado y cargado de tensión. Una celda austera, un reclinatorio, dos bancos enfrentados. Dos cuerpos que se reconocen y que ahora están separados por algo más que sus trayectorias biográficas. En el centro de la escena, una conversación que no busca consenso ni reconciliación: expone, bajo la forma de un diálogo tenso y contenido, el abismo que se ha abierto entre ellos.
CONTRADICCION
La pieza no reconstruye sino que interroga. Y lo hace bien. No convierte a Edith en un personaje ejemplar ni en una figura abstracta. La muestra en su contradicción, en su lucidez, en su perplejidad. Ana María Cores trabaja desde la contención exacta. Su cuerpo se mueve dentro de un espacio de escasos desplazamientos, con gestos mínimos, casi imperceptibles: una contracción leve en el rostro, un cierre de ojos, una pausa sostenida. Hay en su presencia una fuerza que no requiere volumen. Lejos de la teatralidad enfática, su actuación parece afinada por la precisión de lo no dicho. Más aún porque equilibra el peso de un vestuario que, con un hábito de monja y un uniforme de oficial marcado con la esvástica, introduce un subrayado dramático tal vez innecesario.
Gustavo Rey compone un Lipps que sostiene con acierto un doble registro: el de quien todavía cree en el poder del argumento y el de quien ya representa, en el fondo, una maquinaria. Se trata de una Stein que evita el estereotipo de la santa. Lo que aparece es una mujer formada, consciente de su historia, y atenta a la grieta entre lo que piensa y lo que le dicen que debería pensar. No está allí como un personaje histórico congelado. La obra no explica su vida, pero la requiere: sus gestos, sus silencios, su negativa solo adquieren espesor a partir de su recorrido vital y de las condiciones históricas que lo atraviesan. Nacida en 1891 en una familia judía de Breslau, creció en un ambiente religioso tradicional. Durante la adolescencia, su fidelidad a la razón crítica la llevó a declararse atea, más como exigencia interior que como ruptura escandalosa. Se doctoró en Filosofía bajo la dirección de Edmund Husserl y trabajó como su asistente, aunque su condición de mujer y de judía limitó su reconocimiento en el ámbito académico.
La conversión al cristianismo de Stein no fue un giro repentino sino el desenlace de una serie de experiencias existenciales y filosóficas. Dos episodios resultaron decisivos. El primero fue la muerte del filósofo Adolf Reinach, su amigo y colega. Lo que impactó a Stein no fue sólo la pérdida, sino la actitud serena de la viuda de Reinach, sostenida por una fe que no era consigna ni consuelo superficial sino (parece) convicción interior.
El segundo episodio ocurrió en 1921, cuando, en la casa de la filósofa Hedwig Conrad-Martius, Stein encontró y leyó de un tirón la autobiografía de Santa Teresa de Avila. Al terminar la lectura, dijo: “Esto es la verdad”. Al año siguiente se bautizó en la Iglesia católica. Su conversión no implicó un abandono de su origen judío sino una forma de continuidad transformada.
RESPUESTAS
Stein no fue una excepción aislada. Otros pensadores de origen judío también buscaron en el cristianismo respuestas a las tensiones de su tiempo. Simone Weil, filósofa francesa de origen judío, abordó el cristianismo desde una radicalidad inusual: trabajó como obrera en fábricas para experimentar directamente la alienación industrial y, en su ensayo sobre la Ilíada, interpretó el poema como revelación del sufrimiento como ley universal. En Weil, como en Stein, el cristianismo aparece como respuesta a la experiencia directa del dolor y a la necesidad de no traicionar al otro en su exposición más desnuda. Desde otra perspectiva, Jacques Maritain, también de origen judío, concibió el cristianismo como un instrumento de intervención crítica en lo político frente al avance de nuevas formas de barbarie. Su trayectoria muestra otra manera de asumir la fe en diálogo con las tensiones del siglo XX. En todos ellos, como en Stein, la conversión es una búsqueda previa que se radicaliza: la fe emerge como respuesta a las fracturas de su tiempo y no como repliegue ante ellas.
En 1933, ante la persecución nazi, ingresó en el Carmelo de Colonia, siguiendo la espiritualidad de Teresa de Avila. Ese mismo año escribió una carta al cardenal Pacelli, entonces nuncio en Alemania, pidiéndole una condena pública de la violencia contra los judíos. No obtuvo respuesta. Más tarde fue trasladada a los Países Bajos, donde en 1942 fue arrestada junto a su hermana Rosa tras la condena pública de la Iglesia holandesa a las deportaciones de judíos. Llevada a Auschwitz, Stein rechazó toda posibilidad de salvarse y asumió su destino diciendo: "Debo compartir el destino de mi pueblo". Murió en la cámara de gas el 9 de agosto de 1942.
NUEVO CATECISMO
La obra no narra los hechos de manera directa. Deja que respiren en los gestos, en las pausas, en los desplazamientos mínimos. El oficial que interroga a Edith Stein no formula amenazas abiertas: propone. Insinúa una colaboración en la redacción de un catecismo nuevo, capaz de amalgamar el cristianismo con el espíritu de un tiempo que exalta la fuerza y la obediencia. Para sostener su propuesta invoca de manera algo simplificada ecos de Nietzsche y menciona que algunos filósofos, como Heidegger, habrían comprendido la necesidad de una refundación de los valores tradicionales. Pero la escena no problematiza esa apropiación: condensa fragmentos de una tradición cultural compleja en un argumento de poder, reduciendo los matices filosóficos a consignas de legitimación. Se percibe, como trasfondo, algo del drama cultural alemán del siglo XIX, donde el arte, el mito y la filosofía fueron pensados como fuerzas de construcción de sentido. En efecto, la colaboración inicial entre Wagner y Nietzsche, antes de su ruptura, elaboró una visión del arte como instancia capaz de regenerar los valores y la identidad cultural en tiempos de crisis. Ese proyecto, tensionado entre la afirmación vital y la crítica a la tradición, dejó huellas profundas en el imaginario alemán. En la escena, sin embargo, esas tensiones aparecen reducidas a meros instrumento de dominación: no es Nietzsche en su complejidad, ni Heidegger en su ambivalencia, sino un eco torcido, puesto al servicio de una voluntad de sometimiento. Edith no entra en ese terreno. No discute, pero tampoco concede. Pregunta qué lugar tendrían Jesús y María en ese orden nuevo, señala que otro dios ha sido entronizado, constata que el idioma dominante es el de la destrucción, que hasta la música de Beethoven ha sido arrastrada en esa caída. Su negativa es un gesto de resistencia, afirmación de una fidelidad que no negocia. El oficial, cada vez más apurado, ofrece la salvación como contrapartida. Pero ella, sin necesidad de declamarlo, ya ha respondido.
Sin rigidez ni gestualidad enfática, Cores actúa también en el silencio: su cuerpo respira la tensión de la escena. El interrogatorio no tiene gritos ni súplicas: tiene, en cambio, un contrapunto de velocidades distintas. El oficial de las SS no se impone solo como autoridad política: su incomodidad sugiere, sin necesidad de explicitarlo, la huella de un vínculo previo. La distancia no es sólo ideológica: es también afectiva. Entre ambos persiste un resto, una sombra que no puede ser dicha, pero que atraviesa la escena.
La actuación de Gustavo Rey construye un personaje que evita el cliché del mal absoluto. Su oficial no es un fanático vociferante sino un engranaje de una maquinaria que racionaliza el exterminio. Pero también un hombre resignado, incapaz de conciliar lo que siente con lo que representa.
La elección de Cores y Rey para estos papeles no es un dato menor. Ambos provienen de una escena cultural marcada por la televisión y el teatro popular de los años ochenta, donde sus presencias estuvieron asociadas a géneros como la telenovela y el musical. Esa memoria actoral, que podría parecer ajena a un drama sobre Auschwitz, se vuelve significativa precisamente por contraste: los cuerpos que alguna vez encarnaron relatos de ascenso, de redención o de reconciliación, hoy son puestos a habitar un espacio sin salida, donde esas posibilidades ya no existen.
MELODRAMA
La obra recoge deliberadamente ciertas inflexiones del melodrama popular, por ejemplo, el cruce entre destino personal y catástrofe colectiva o el peso de la fidelidad amorosa enfrentada al deber moral, para intensificar el conflicto. La figura de Stein no se plantea solo como la religiosa que elige ser fiel a Dios y a su pueblo, sino también como un sujeto escindido, que en ese diálogo con su antiguo colega enfrenta las fisuras íntimas de una elección que no es solo abstracta ni ascética. La presencia de un pasado afectivo entre ellos agrega a la tensión política una dimensión sentimental que remite, aunque desplazada, a los registros de la cultura popular. El gesto melodramático, en este contexto, no banaliza el conflicto: lo radicaliza. La escena donde Stein se despide sin palabras condensa todo eso.
Traer hoy la figura de Edith Stein a escena es afirmar que la fe, entendida como apertura a la verdad del otro, puede seguir siendo un espacio de hospitalidad frente a un mundo que legitima el descarte, la exclusión y la crueldad. El catolicismo, en esta clave, aparece como forma de sostener una visión de la vida que reconoce en la fragilidad humana no un límite, sino una posibilidad de sentido y de comunidad.
Calificación: Muy buena