Hasta hace algunos años los museos recreaban a través de figuras de cera escenas de nuestra historia, recuerdo aún de mi niñez la impresión del gaucho en el cepo al costado de la escalera del Cabildo, el general Paz en prisión en el Museo de Luján, la tertulia en el estrado del Museo Saavedra y la figura de Mitre con su famosa levita y chambergo. Florencio Varela, que viajó a Inglaterra y Francia entre 1843 y 1844, en su Diario de viaje que recién se publicó en 1974, nos relata distintas experiencias que le tocaron vivir, encuentros con personalidades como el general San Martín, o visitas a lugares curiosos. Su espíritu ilustrado nos permite tener la visión de un argentino de esa época, y como eran esos atractivos turísticos.
El 14 de octubre de 1843 apunta Varela: “Esta noche he asistido a una exhibición realmente interesante. Una mujer francesa llamada Madame Tussan (sic), que tiene dos hijos, ya hombres, han formado una galería de personajes distinguidos, antiguos y modernos de la Inglaterra, y algunos extranjeros”.
Marie Grosholtz, de soltera, conocida como Madame Tussands, había nacido en Estrasburgo en diciembre de 1761 y falleció en Londres el 16 de abril de 1850. Ama de llaves del escultor Philippe Curtius, escultor de figuras de cera aprendió de él su arte, y a la muerte del maestro heredó toda su colección; además de haber sido maestra de la hermana del rey Luis XVI. En 1835 se estableció la exposición definitivamente en Londres, donde para acceder se debía abonar un chelín.
Escribe Varela: “Las figuras son de tamaño natural, los rostros, manos y demás partes del cuerpo que están descubiertos, son de cera, hechas con la más acabada perfección: la semejanza en los rostros, en la estatura y en el porte de las estatuas con los originales es completísima, y para completar la semejanza y el interés, está vestida cada estatua, no con ropas imitadas, sino con los mismos trajes que los originales han usado; exceptuando uno que otro, cuyos vestidos no ha sido posible obtener. Puede decirse que después de ver esas estatuas, se ha conocido a los individuos. Allí están varios de los últimos soberanos ingleses con sus propias vestiduras, Luis Felipe, con su uniforme de guardia nacional. La reina Victoria y su marido en el acto de casarse, con los mismos vestidos que llevaban puestos. La misma reina en el acto de coronación, con gran parte de los personajes que asistieron a él. Ella tiene también el propio traje que llevaba ese día. Es costumbre entre la gente regalar a las camareras los trajes que no llevan sino una vez en la vida, como los de casamiento o coronación. Las camareras los venden y la Sra. Tusssan ha pagado muchos miles de esterlinas para adquirir trajes de muchos soberanos de Inglaterra, de Francia y de otros puntos”.
“Entre los personajes que más llamaron mi atención, cuento en renombrado Bajá de Egipto, Ibraim, con su propio traje; a Lutero, a Kemble en el papel de Hamlet, con un cráneo en la mano izquierda; a Shakespeare joven todavía, a Lord Nelson, Lord Wellington, y la reina con el grupo de su casamiento. Luis XVI, Ma. Antonieta y sus dos hijos son un grupo que arranca lágrimas. En un pequeño y mal aparejado cuarto hay algunos personajes muertos, y cabezas cortadas reposan sentando escenas de la revolución francesa, que no valen nada, ni ofrecen interés. Pero hay un también en él un cuadro donde está la camisa que tenía puesta, cuando fue decapitado, el bondadoso Luis XVI, teñida con su sangre....”
“No era posible que, en una galería semejante faltase el Emperador de los franceses cuyo vencimiento definitivo forma un timbre de la Inglaterra, que se encuentra recordado en cada calle, en cada tienda de Londres. En efecto, recuerdos de Napoleón forman la más interesante porción de esa galería. En la sala principal hay una efigie suya hablando en una reunión de generales y de príncipes. No me parece perfecta. Pero dejando esa sala, entramos a un cuarto, donde está el coche en el que fue a la campaña de Waterloo y el saco de cuero en que iba su cama: todo lo que fue tomado por los ingleses en aquella memorable batalla. He estado dentro del coche, que es de construcción elegante, sólida, y montado de manera que el cochero no quitase la vista al que iba dentro. Sólo tiene dos asientos atrás, delante de ellos hay, fijos en el coche, varios cajones, uno es un escritorio, otro, caja de dinero; otro, depósito de papeles; otro, mucho mayor que los demás, colocado al lado derecho, y bajo del escritorio, es una puerta, que, abierta hacia abajo, da lugar para introducir las piernas en el hueco que descubre, y acostarse cómodamente. Era la cama del Emperador, y me acosté en ella. Pasé de allí a un gabinete especial como de cuatro varas cuadradas, riquísimamente dorado y adornado, donde la imaginación y el espíritu se encuentran conmovidos por objetos de altísimo interés. Todo el frente opuesto a la puerta está ocupado por la misma idéntica cama en que Napoleón expiró, con las colgaduras, la colcha y las almohadas que tenía. Es la cama que está pintada en el cuadro de Steuben. En ella está colocada la efigie del cadáver del Emperador, sumamente parecido, con uno de sus propios uniformes, y cubierto de las rodillas abajo con la capa que tenía en Marengo, de paño azul, bordada el cuello de plata. Tiene al lado uno de sus sombreros y sobre la tarima en que la cama está puesta se halla la espada que tantas veces decidió la suerte del mundo. A los pies de la cama se halla uno de sus mantos imperiales de terciopelo mordoré, bordado de oro. Sobre una mesita al lado del espejo está otra espada suya y otro de sus sombreros. Me puse éste y veo que la cabeza que acostumbraba llevarlo era algo más grande que la mía”.
“Frente a la cama hay una bellísima efigie del Emperador, hecha como las otras, de cera, muy semejante y vestida toda con la ropa que acostumbraba llevar, al levantarse en Santa Helena. Es toda blanca y el chaleco y la levita, o sobretodo, me han parecido de franela. En un ojal de la última se halla un sello del Gobierno, que garante la autenticidad del objeto. En diversos cuadros que decoran el gabinete, se ven muchísimos objetos de uso diario de Napoléon en Santa Helena. Su reloj de repetición, su cubierto, parte de su vajilla de porcelana, su alfiler de pecho, botones, parte de su cabello, una de sus muelas, su mondadientes, una de sus camisas, y otros muchos objetos, con algún autógrafo de su mano. Está también la magnífica y no imitada mesa de porcelana que él regaló a la sala de sus mariscales, obra primorosa, y de las más perfecta que ha salido de las manufacturas de Sèvres. Es una mesa redonda de un pie, toda ella de porcelana riquísimamente pintada y dorada, y con los retratos de 12 mariscales del imperio, hechos por los primeros pintores de Francia, realmente un regalo imperial”.
VALOR PATRIMONIAL
La siguiente reflexión de Varela se asemeja a la que muchos hacemos cuando piezas de alto valor patrimonial, los gobiernos por desidia las dejan ir, o no las compran. “Cuando mi espíritu pudo reposar un momento de la vibración en que le tenía el examen de aquellos objetos, dije a mi compañero de visita. “La nación francesa no ha adquirido todos estos objetos, que un simple particular pudo comprar y dejan que sirvan de objeto de lucro, exhibiéndose al público por un chelín!!! Y aquí están sin embargo grandes reliquias de las glorias de la Francia”.
Así sin oblar ni un penique, sólo abriendo esta página los lectores han recorrido guiados por Florencio Varela un museo de fama mundial.