El mito que se vendió como democracia


Señor Director:

Raúl Alfonsín, el “padre de la democracia” (las comillas son sarcasmo puro), fue en realidad el último gran representante de la política de comité: esa que creía que con un discurso encendido y un par de aplausos se podía gobernar un país en ruinas. Buen orador, sí, pero su gestión fue un monumento a la pobreza intelectual.

Su currículum es un catálogo de contradicciones: defensor de un terrorista como Santucho, amigo del general Harguindeguy, lo que lo eximió de muchos sinsabores que otros políticos soportaron durante el gobierno militar, pero, al mismo tiempo, el hombre que se presentaba como garante de la Constitución… hasta que la violó con la torpeza de un cirujano borracho para montar el circo jurídico del juicio a las Juntas que le permitiera cumplir con lo prometido a la socialdemocracia europea. El preámbulo recitado con voz solemne quedó como souvenir, mientras el artículo 18 era manoseado sin pudor.

La prensa, ese enemigo incómodo, conoció de primera mano su concepto de democracia: persecución, recorte de pauta, hostigamiento a periodistas y hasta cárcel para quienes se atrevían a escribir lo que no debía ser leído- La Prensa, Manfred Schonfeld y Daniel Lupa pueden dar fe de ello- Alfonsín inauguró la democracia con mordaza, y todavía hay quienes lo aplauden por ello.

En educación, su legado fue abrir la puerta al progresismo de cartón: maestros rebautizados como “trabajadores”, planes de estudio importados de España que ya habían fracasado allá, y un Congreso Pedagógico cuyo verdadero objetivo era limitar el derecho de los padres sobre la educación de sus hijos. Una reforma a la que habían disfrazado de ideología de modernidad, pero que en realidad fue el inicio del derrumbe educativo.

En política exterior, su sello fue la desmalvinización. El Acuerdo de Madrid, negociado por él y Caputo, fue la rendición diplomática frente al Reino Unido. Y, aunque Menem lo firmó a cuatro manos y con alegría, la letra la escribió Alfonsín. Y como si fuera poco, prohibió el desarrollo del misil Cóndor: nada de soberanía tecnológica, mejor rendirse con estilo.

Su progresismo zurdo quedó probado con el crédito de 1.500 millones de dólares a Cuba, dinero que jamás volvió. Generosidad radical: regalar plata ajena para comprar aplausos ideológicos.

La economía de su gobierno fue un desastre tan monumental que hasta la hiperinflación parece un recuerdo amable. Se suele culpar a los trece paros de Ubaldini, pero la verdad es más simple: la incompetencia radical era suficiente para hundir al país sin ayuda sindical. Alfonsín inauguró el naufragio económico y social que todavía hoy seguimos navegando.

Su única virtud, dicen, fue ser un tipo decente. Pero la decencia sin inteligencia es apenas un consuelo. Illia, que nunca necesitó que dijeran que era decente, al menos, se rodeó de gente con sentido común. Alfonsín se rodeó de ignorantes a tiempo completo. La mejor síntesis de su gobierno la dio él mismo: “No supimos, no pudimos, no quisimos”. Una frase que debería estar tallada en mármol como epitafio de su gestión.

Alfonsín no fue el padre de la democracia: fue el padrino de un mito. Un mito que todavía hoy se repite como mantra para consolar a un país que, aunque sobrado de héroes, prefiere aquellos que son de cartón pintado.

JOSE LUIS MILIA
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