Ecos de los setenta

El mito de la elegancia judicial para lidiar con las Brigadas Rojas

 

 

POR JOSÉ LUIS MILIA (*)

Es habitual leer o escuchar a individuos que, ya sea por ignorancia supina, por el desgaste psicopolítico inoculado desde 1983, o por mero fanatismo de barricada, se permiten opinar con descarada liviandad sobre la historia reciente de los argentinos y su guerra civil de los setenta. Sus argumentos, escasos y reciclados hasta el hartazgo, se reconocen al vuelo por el manierismo presuntuoso con que recitan frases vacías: “Hacer la guerra con jueces” o la muletilla exótica de que Italia derrotó a las Brigate Rosse gracias a su poder judicial.

A eso se suman confusiones grotescas -cuando no directamente mala leche- como el desvarío banal de equiparar una guerra interna que dejó 8.000 muertos con la palabra genocidio. La repetición de semejante barbarie retórica nos permite identificar al instante si estamos frente a un ignorante con diploma o a un devoto de la tilinguería progre, esa que confunde ideología con piedad mal digerida.

Conviene revisar, sin anestesia, las raíces de esta verborragia adulterada, porque, primero, ¿Qué significa hacer la guerra con jueces?

En Argentina, ya había un antecedente doloroso: el asesinato del juez Jorge Quiroga, miembro de la Cámara Federal Penal. ¿Su crimen? Dictar fallos ajustados a derecho contra subversivos que secuestraban y asesinaban. ¿Su destino? Ejecutado por la guerrilla en plena democracia. Y cuando Cámpora desata la amnistía y fulmina la existencia misma de esa Cámara, se inicia una cacería de brujas contra sus miembros. ¿De verdad creen que alguien iba a postularse para sentarse en ese polvorín?, ¿Qué juez, salvo que tuviera una tendencia patológica al suicidio, osaría hacerse cargo de juzgar terroristas a los que les daba tanto matar a un pobre policía de consigna en una esquina como a un juez federal?

EL CASO ITALIANO

El otro argumento que se nos quiere vender es que Italia resolvió el problema de las Brigadas Rojas con elegancia judicial. Se repite la cita del general Dalla Chiesa como si fuera el catecismo de la juridicidad. Pero el argumento se desploma solo: comparar a las BR con las orgas argentinas es una torpeza intelectual. Basta una cuenta elemental, para pulverizar la falacia. Ahí es donde la ignorancia de quienes repiten el argumento se exhibe como una herida abierta. No es necesario apelar a informes de inteligencia ni a mitologías conspirativas: los propios textos de las orgas lo reconocen. Según sus propias cifras, Montoneros llegó a contar con cerca de 10.000 combatientes y milicianos -los simpatizantes eran legión, pero eso ya es otra espuma.

Si aun así se prefiere trabajar con fuentes externas menos teñidas de épica revolucionaria, los archivos del Departamento de Estado ofrecían otro panorama: alrededor de 4.300 operativos en condiciones de entrar en acción, de los cuales el 7% —oficiales y suboficiales— había recibido instrucción militar en Cuba. A ese núcleo habría que sumarle una reserva de al menos seiscientos efectivos más, cifra modesta en apariencia, pero significativa si se aplica un criterio táctico serio de guerra de cuarta generación.

Porque toda guerrilla que pretenda eficacia requiere un aparato de soporte logístico -sanidad, mantenimiento de armas, abastecimiento- que funcione como retaguardia. Y la proporción clásica es de cuatro o cinco a uno. Ergo, el número real de Montoneros rondaba los 25.000 integrantes. No eran amateurs de la protesta callejera. Eran una amenaza estructurada, por parte de una banda que entendía la política como un ejercicio con balas.

“Fue una guerra sucia, versión bolsillo, sí, pero con la misma receta de manual usada por Francia en sus colonias”

El ERP, con menos efectivos, pero más organizado que Montoneros, trazó un plan para controlar el monte tucumano y desde allí militarizar el noroeste argentino. El intento fracasó, sí, pero no por falta de preparación ni de ambición. De no haberse sumado el Ejército a la contención armada, habría bastado que declararan la región zona beligerante para obtener reconocimiento internacional y el aplauso garantizado de Cuba, China y media África.

A todo esto, ¿cuál era, verdaderamente, la realidad italiana? Las Brigate Rosse, entre 1969 y 1988 mataron a 342 personas. Magistrados, periodistas, militares. Heridos y mutilados, más de mil. Era un movimiento con, aproximadamente, ochenta combatientes en su momento pico, que iban rotando a medida que las bajas se acumulaban; entrenados en Irlanda o Libia, más aptos para emboscadas con asesinato o secuestro incluido, que para operaciones militares serias.

Lo más importante que lograron fue el asesinato de Aldo Moro. ¿Y cómo se los combatió?, no solo por acción de la justicia que se centró en los jefes, el resto se hizo a base de delaciones, traiciones internas y ejecuciones extrajudiciales encubiertas por el mismísimo Partido Comunista Italiano a quien le convenía sobremanera que le quitaran ese tábano del hombro.

Solo un ejemplo: en 1968 en Chiavari, 71 delegados de diversas organizaciones de la izquierda extraparlamentaria fundaron las BR; en 1990, cuarenta y cinco de ellos habían desaparecido sin dejar rastro.

Gianluca Codrini afirma, quizás exageradamente, en su libro, Io, un ex brigatista, que más de cien brigadistas descansan en el fondo del Mar Ligur a 40 kilómetros de la base naval de La Spezia.

GUERRA SUCIA DE BOLSILLO

Así que no, si bien hubo algunos jueces decididos, no fue solo una épica de jueces valerosos ni una sinfonía de justicia celestial. Fue una guerra sucia, versión bolsillo, sí, pero con la misma receta de manual usada por Francia en sus colonias: la diosa Temis blandiendo su balanza y espada, rodeada de extras con toga negra, Medaglia dell’Ordine reluciente en el pecho y el Tocco calzado en la cabeza; mientras los chicos del AISI (Agenzia Informazioni e Sicurezza Interna), reclutaban fascistas de Ordine Nero y mafiosos de la N’Dragheta, para que eliminaran a los brigatisti de a pie, sin perder tiempo en leer el expediente.

Lo demás, como siempre, es literatura barata para quien todavía cree que, en el primer mundo, los cuentos de hadas judiciales son reales.

* josemilia_686@hotmail.com