DESDE MI PUNTO DE VISTA

El mileísmo ante sus propios errores

Por Mariangel Márquez 

La derrota en la Provincia de Buenos Aires expuso algo más que un tropiezo electoral: puso en evidencia la fragilidad de un proyecto que, en lugar de consolidarse en el poder, parece decidido a dinamitar sus propias bases. El mileísmo, que irrumpió con el ímpetu de lo nuevo, ha caído en un laberinto de errores políticos que lo acercan peligrosamente a aquello que prometió desterrar.

El primer signo de descomposición estuvo en el armado de listas, resuelto con criterios personales y excluyentes, ajenos a toda lógica territorial. Se sustituyó la política por la guillotina: cortar, desplazar, dividir. En vez de ampliar la coalición, se la redujo al mínimo, expulsando a quienes habían acompañado desde el inicio y despreciando a aliados dispuestos a colaborar.

El resultado fue la fragmentación. El PRO, antes socio estratégico, quedó partido; dirigentes de peso fueron desairados; gobernadores que habían tendido la mano fueron ignorados en favor de transacciones inmediatas con caudillos de ocasión. Al mismo tiempo, la interna oficialista devoró energías: primero con la vicepresidenta, luego con los propios bloques legislativos, hoy quebrados en tres.

La comunicación política, lejos de consolidar una narrativa de futuro, se convirtió en un ejercicio de insulto sistemático. El mileísmo eligió pelear contra todos: periodistas críticos, dirigentes aliados, actores económicos que comparten la aversión al populismo. El estilo soez y la degradación del debate público fueron celebrados por sectores que confundieron la irreverencia con valentía, pero el resultado ha sido el descenso del nivel institucional y el vaciamiento de la discusión política.

El oficialismo también incurrió en un error de naturaleza moral: cargar la responsabilidad de la crisis sobre los más vulnerables. Jubilados, estudiantes, médicos, trabajadores esenciales fueron señalados como enemigos, en una narrativa que no solo erosiona el respaldo popular, sino que hiere la legitimidad ética de un gobierno que se proclamaba redentor.

Más grave aún fue la “peronización” de los resortes del poder. El gabinete, la mesa chica de decisiones y hasta las listas terminaron colonizados por figuras de la vieja política, en un gesto que contradice la épica fundacional del mileísmo. A ello se suma la aparición de causas de corrupción, el peor veneno para un proyecto que se definía como una cruzada moral contra la decadencia. Y como enseña la historia argentina, en tiempos de ajuste y recesión, los escándalos no se licúan: se potencian.

El mileísmo parece no advertir la estrechez del sendero político. La experiencia electoral reciente lo confirma: en 2015, Mauricio Macri ganó por apenas dos puntos; en 2019, un peronismo fracturado supo reconstituirse en torno a una fórmula híbrida y recuperar el poder con siete de ventaja; en 2023, tras una de las gestiones más deficientes de la etapa democrática, Sergio Massa cosechó más de 42 puntos. El margen es angosto y el retorno del justicialismo está siempre a un paso.

En lugar de comprender esa fragilidad, el oficialismo ha optado por la acumulación de enemigos y la erosión de sus aliados. Al despreciar el discurso institucional, al convertir el insulto en política, al degradar las listas con frivolidades, al tolerar la corrupción, no solo mina su propio proyecto: pavimenta el regreso de aquello que la sociedad buscó dejar atrás.

 El mileísmo, que prometió cortar con la casta, hoy reproduce sus peores prácticas. Si no rectifica con urgencia, su legado no será el de haber derrotado al populismo, sino el de haberle allanado el camino de regreso.