El infierno tan temido

Como la Telesita, aquella leyenda santiagueña hecha canción, la Argentina también danza entre las llamas. La consumen la inflación desatada y sin límite, la voracidad de los empresarios que no dejan de remarcar y un plan económico que prioriza el orden fiscal y desdeña las consecuencias sociales.

Está claro que el Gobierno de Javier Milei no lleva ni un mes y ya ha tenido que soportar manifestaciones y hasta un paro general declarado para el próximo 24. Pero su programa de transformación enfrenta un severo obstáculo: la sustentabilidad. ¿Cuánto tiempo soportará la sociedad este ajuste?

Por anunciado, los estragos que provocan los aumentos de precios en todos los rubros no dejan de ser menos dolorosos. Era sabido que enero sería un mes caliente, como lo serán también febrero y marzo. El trimestre, dicen los que saben, arrojará un índice de inflación del 100%.

No hay certezas hacia dónde derivará esta dinámica. Hace un puñado de semanas el JP Morgan difundió un documento que habla de una tendencia inflacionaria que tomaría una parábola descendente a partir de mitad de año, para culminar en torno al 2% mensual en diciembre.

Pero no todos están de acuerdo. Domingo Cavallo, el padre de la Convertibilidad, analizó el panorama en su blog personal y recalcó que, si bien es cierto que la inflación podría menguar a partir de una severa recesión, lo más probable es que finalice 2024 con un índice mensual del 7%. Un número insostenible.

La política oficial tiene contemplado el fogonazo inflacionario a partir de la total liberación de los precios. Luego el impulso debería moderarse hasta alcanzar la estabilización. Algunos bajarán, otros se mantendrán en su nuevo piso. Y allí, sostienen, el sector productivo volverá a encender sus motores. Así de simple. ¿Y si eso no ocurre?

Lo cierto es que por estos días los argentinos tratan de capear el temporal, aguantar el chubasco. Se le cayeron los precios encima, sin piedad. Quedó sin efecto la quita del IVA y todos los productos recuperaron el gravamen del 21%. Además, la nafta aumentó esta semana un 25% -subió 80% en menos de un mes-, y el precio de las garrafas escaló 120%. Ahora cotizan a $10.000 cada una.

El del combustible es un tema emblemático. El aumento impacta de manera directa en toda la cadena económica, afecta a la logística y termina por hacer un efecto dominó sobre el precio de todos los productos. Es real que estaban atrasados en el mercado, pero la dinámica de aumentos es demencial.

El manual del buen liberal explica que en un escenario de libre competencia serán los consumidores los más beneficiados pues tendrán la posibilidad de elegir el precio menor, forzando a los demás actores de la economía a revisar su conducta. Algo estaría fallando.

¿Cuál es la libre competencia si las tres petroleras que dominan el mercado se sientan en torno a la misma mesa y acuerdan aumentos del 30%? ¿Dónde queda la libertad de elegir si todas las prepagas, en otra mesa, se ponen de acuerdo para incrementar sus servicios un 40%?

VORACIDAD

Esto de que la mano invisible termina por equilibrar el mercado tal vez no contemple la voracidad de algunos empresarios que, liberados del control estatal, no le dan descanso a la maquinita de remarcar. Se están poniendo al día en tiempo y forma.

De allí que en la semana fuera tendencia en Twitter un kiosquero que reclamaba ante las reiteradas listas de precios nuevos que le enviaba la empresa cordobesa Arcor. Cerró el año con aumentos del 40% en todos los productos y, para sorpresa suya, inauguró el 2024 con una nueva lista de incrementos por un porcentaje similar.

En el nuevo escenario el sector privado tiene toda la razón. Le han soltado las riendas para recuperar buena parte del terreno perdido y operan en consecuencia. Falta que se hable de otro de los precios de la economía, por demás desactualizado: los salarios. Veremos si las paritarias logran maquillar la dramática situación.

La crisis, que no ha generado el gobierno libertario pero que la azuzó con sus medidas tendientes a alcanzar el objetivo fiscal a toda costa, está sembrando escombros. Por lo pronto, en este enero festivalero el calendario ya tiene un par de cruces: se cancelaron la fiesta de la Chaya en La Rioja, y de la Chacarera y la Salamanca en Santiago del Estero.

Podría ser apenas un dato de color si no fuera porque para esas provincias los festivales folklóricos significan, además de un hecho cultural, un verdadero motor económico. Y no sólo debe hablarse del trabajo formal de sectores como la hotelería o la gastronomía, sino también del informal encarnado en aquellas personas que hacen changas y se ganan unos pesos, al menos por una semana.

CONFIANZA

La gestión Milei, que aprendió del fiasco de Macri, tiene claro el objetivo: debe tomar todas las medidas dolorosas en el menor tiempo posible. Golpea ahora que sus votantes todavía están en la luna de miel, en momentos en que la sociedad aún elige creer.

De hecho, de acuerdo a una encuesta de Poliarquía para Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella, el índice de confianza del Gobierno aumentó al 102,1% y se encuentra en niveles récord. De allí la sensación de que es ahora o nunca.

El factor temporal es clave porque el ajuste, de manera inevitable, desgasta. El ánimo se irá resintiendo a medida que lleguen a los hogares, mes tras mes, las facturas de los servicios sin subsidios estatales; la suba en el boleto del colectivo en el ámbito porteño; el salto en las prepagas; los nuevos aumentos de combustible; las góndolas al rojo vivo. ¿Cuánto se podrá soportar esta avalancha?

En el último informe de Eseade el economista Iván Cachanosky recalca: “El timing y la magnitud de la crisis son la clave de tolerancia a la presidencia de Javier Milei. El rumbo es el correcto y las medidas parecen acertadas”. Pero advierte que “la tolerancia de las Pymes y los ciudadanos al timing y la magnitud de la crisis podría ser el otro Talón de Aquiles. En síntesis: rumbo económico acertado, viabilidad política a prueba”.

Lo político se trenza con lo económico en este escenario resbaladizo y doloroso. Queda claro que al menos la mitad de la población mostró su hartazgo en las urnas y hasta podría afirmarse que entendió que los desequilibrios económicos requerían de “cirugía mayor sin anestesia”. Pero en el día a día los porotos cuentan y las opiniones cambian.

Como suele ocurrir en Economía, los manuales abordan generalidades. La teoría analiza y proyecta pero a veces no encuentra anclaje en la vida real. Se desentiende de factores menores que, como los festivales folklóricos, terminan siendo decisivos en la vida de la gente. Les pasa a todos, Escuela Austríaca incluida.

En su libro Los profetas del odio y la yapa (1957), Arturo Jauretche escribió: “Al porteño o sanjuanino del común le interesa en primer término lo de Buenos Aires y San Juan y subsidiariamente lo otro, en un orden que va de lo particular a lo general. Cuando habla de Libertad habla de su libertad y la de los suyos; cuando habla de Economía se refiere a los efectos que percibe y los que perciben su gremio, su clase, su ciudad, su provincia, su nación”.

“El letrado ve las cosas de otra manera. A él le interesa lo que le sucede a la Humanidad, a la Libertad, a la Economía en abstracto. Piensa en términos de principios y no en términos de hechos, y le interesa que esos principios jueguen en el mundo abstracto a que pertenece, al margen de lo que resulta para sus paisanos”.

La arenga libertaria y la motosierra pueden quedar transformados pronto en íconos malditos de una época aciaga si la sociedad no empieza a ver resultados más temprano que tarde. Si el ajuste se vuelve permanente, si los precios no bajan, pero crece el desempleo, si la penuria se sostiene en el tiempo será muy difícil para el gobierno ostentar los actuales índices de aprobación.

Es verdad que lo mejor que le puede ocurrir a la Argentina es sanear su economía, recuperar el superávit comercial y el fiscal, ser equilibrada, no gastar más de lo que gana. Esa es la única manera de poder contar con una moneda que hoy va camino a no valer nada. Pero miseria mata teoría.

El economista inglés John Maynard Keynes (1883-1946), muy lejos de ser querido por los austríacos, tenía una respuesta clara cuando le comentaban que los problemas económicos demandaban tiempo para su resolución. “En el largo plazo todos estaremos muertos”, sentenciaba. O como diría el refranero popular por estas pampas: No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.