Las pseudoideas distribucionistas y prebendarias terminaron siendo la perdición de la Argentina

El imperio que nunca fue

­André Malraux sólo estuvo cinco días en la Argentina durante la histórica gira del general Charles de Gaulle y nos dejó una frase para el recuerdo. Decía que Buenos Aires parecía la capital de un imperio que nunca fue. O quizás quiso serlo, aunque nunca nos percibimos como tales.

Y si lo queremos ver desde otra perspectiva, somos los herederos de tres imperios, el británico, el español y el romano... permitanme disgregarme. Los británicos nos consideraron la joya más preciosa de su corona. No nos pudieron conquistar por la fuerza, pero sí desde el comercio y las finanzas. Poco aprendimos de su organización, pero sí nos han dejado estructuras que resisten el tiempo (como la ingeniería de puentes, ferrocarriles y fabricas), más algunos elementos de elegancia masculina y la formación de una marina de guerra (el ejército tenía sus mentores alemanes). Del que sí heredamos mañas fue del imperio español.

Fue el imperio hispano uno de los más corruptos de la historia, lo que de por sí es un hecho notable. Los porteños intentaron convertirse en la nueva metrópolis, y de una forma u otra lo hicieron (aunque desperdiciaron muchas oportunidades ya que Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay podrían haber seguido aglutinados como en tiempos del virreinato).

HERENCIA DELETEREA

Lo que heredamos del imperio español es un pesado andamiaje burocrático con una marcada inclinación a la desconfianza, una intrincada normativa que sólo puede obviarse gracias a favores u óbolos que allanan todos los escollos legales en un abrir y cerrar de ojos.

De estos españoles soberbios que se enfrascaron en guerras de independencia cuando podrían haber aprendido de la experiencia de las colonias norteamericanas, después recibimos como inmigrantes a los descastados de ese imperio donde no se ponía el sol y que había quedado reducido a la península de donde partiera Colón.

Estos inmigrantes, víctimas de las guerras carlistas y demás episodios de la decadencia española, vinieron a trabajar de cualquier cosa con tal de no pasar las estrecheces que vivían en la madre patria. España se había dilapidado las fortunas traídas de todos los rincones del mundo y especialmente los metales preciosos del Potosí.

Pues todo eso se había perdido y entonces los gallegos, catalanes y vascos vinieron otra vez a ``hacer la América'', no con la violencia de los conquistadores sino con la humildad de los inmigrantes que nos dejaron la hoy tan olvidada cultura del trabajo. En los '90 volvieron una vez más con ánimos imperiales, pero poco le duraron los negocios y la aventura económica colapsó.

LA TERCERA INFLUENCIA

Pero existe la influencia de un tercer imperio que nos llegó indirectamente, también por inmigrantes, en este caso los italianos, lejanos hijos del imperio romano del que heredamos una estructura política patriarcal.

El pater familiae, un personaje que no sólo era el progenitor de una familia, sino el líder indiscutible y venerable de un grupo (sobre el que tenía derecho de vida o muerte) que más poder tenía cuando más numerosos eran. Estos grupos apoyaban a políticos y miembros del Senado, eran los que consagraban por aclamación o condenaban por abucheo. Nadie se tomaba el tiempo de contar los votos, en Roma quien más gritaba llevaba las de ganar.

Este pater familiae era el equivalente a nuestros punteros, jefes zonales, los intermediarios de lidiar con las bases, de organizar las movilizaciones, los cortes, los paros y los enfrentamientos cómo lo hacían los pater en la ciudad eterna.

Roma (y también Argentina) cayó en la trampa demagógica de congraciarse con ``las bases'' de la sociedad a la que compraban con promesas y un burdo distribucionismo ``entre amigos''. Los romanos hicieron popular la gesta del Pan y Circo que en Argentina se convirtió en política de Estado, con sus variables de la democracia del ``sanguche y la coca'' o del ``fútbol y el choripán''.

El clientelismo romano condujo a un proceso de falta de estímulo a la producción porque la gente no necesitaba trabajar, eran mantenidos por el Estado. La inflación propia de una economía improductiva hizo el resto.

Roma cayó y Argentina, ya en esos años de la visita de Malraux, era víctima del ``huevo de la serpiente'', es decir el populismo que se expresaba en el  clientelismo, distribucionismo y pérdida del sentido republicano. El Buenos Aires que visitó Malraux era la cabeza de Goliat, el gigante endeble de un estado macrocefalico que estaba derrumbándose.

"Las ideas que te hacían vivir, ahora iban a matarte'', escribió Malraux en su libro más conocido, La condición humana, y estas pseudoideas distribucionistas y prebendarías terminaron siendo la perdición de un imperio que no fue.