DOS VISIONES DIVERGENTES Y LA VERDAD CONFUNDIDA CON EL ERROR
El grave presente de una Iglesia dividida
La casi unánime aclamación que acompañó desde el principio al papa Francisco y se prolongó hasta estos días, solo matizada durante las recientes reuniones de cardenales, no alcanza a ocultar la nota más llamativa del tumultuoso pontificado que acaba de cerrarse: esa nota insoslayable es que el aprecio por Bergoglio siempre se manifestó más entre ateos y católicos liberales que entre aquellos que quieren mantenerse fieles a la tradición, a quienes el papa argentino denigró y persiguió. Un elocuente síntoma de un pontificado anómalo, radicalizado y perjudicial. Pero la exaltación de estos últimos días, como es evidente, perseguía un objetivo concreto: fijar un canon interpretativo sobre Bergoglio, aquel del “papa de los pobres” o “de la misericordia”, que sale a buscar a la oveja perdida. Una narrativa llamada a condicionar a todo crítico, y condicionar, especialmente, a su sucesor, para que no revierta sino, a lo sumo, modere la velocidad, en el rumbo que sigue la Iglesia. Rumbo que, salvo para los ya convencidos, es el de una Iglesia claudicante, dispuesta a renunciar a su misión con tal de congraciarse con el mundo, y que no empezó ciertamente con Francisco. Hasta dónde llegará ese condicionamiento sobre el nuevo papa está por verse.
Hay poderosos intereses en juego para que ese rumbo se consolide, y no puede descartarse que también sean políticos y financieros. El ahora excomulgado arzobispo italiano Carlo María Viganò habló en una reciente entrevista de un “complot globalista contra la Iglesia”. Y lo cierto es que la extraña abdicación de Benedicto XVI y la impúdica forma en que, de un día para el otro, organismos externos pasaron a auditar las finanzas y la administración del Vaticano le dan la razón.
Aun si Viganò va lejos con su razonamiento, al sugerir que la renuncia del papa alemán puede no haber sido libre -y por lo tanto nula la elección de Bergoglio-, no pueden soslayarse sus denuncias sobre la injerencia externa que sufre la Iglesia. Como tampoco puede soslayarse que el lobby subversivo mundial que busca allanar el establecimiento de un Nuevo Orden Mundial no solo quiere gobiernos totalmente controlados sino también una nueva Religión de la Humanidad. Religión que Francisco favoreció visiblemente, sino en la intención, al menos en los hechos.
Pero, al margen de cualquier factor externo, habrá que admitir que el primer condicionamiento que tiene hoy la Iglesia para cumplir su misión es interno. Una parte de la jerarquía eclesiástica está obsesionada con reformar la Iglesia para “aggionarla”, y otra buena parte acompaña esos “progresos” desde hace años con cara de “aquí no pasa nada”.
CISMA
Conviene, pues, detenerse en el brutal contraste que pudo verse en estos días entre el arrobamiento más o menos sincero con Francisco y la indignación que manifestaron unos pocos por la forma en que se socavaron en estos años nociones esenciales de la fe. Una indignación que solo empezó a abrirse paso con más fuerza en los días previos al cónclave.
Ese contraste -que ahora está a la vista y que a muchos los toma por sorpresa-, es el reflejo de dos miradas que conviven en la Iglesia, a las que separa un abismo de incomprensión. Son como dos Iglesias, si se permite el sentido figurado, que conviven en una misma estructura. Y esto dice mucho sobre el presente y sobre el futuro más inmediato de la institución, dañada en una profundidad y un alcance que no quiere reconocerse.
Hay, podría decirse, un cisma de hecho, si bien no declarado formalmente. Este cisma es entre quienes se preocupan por la fidelidad a la Revelación y el Magisterio de siempre, y quienes pretenden reformar la Iglesia para que sea “más humana”, “más fraterna”, “más inclusiva”, y así “abrazar” a más cantidad de personas.
Es un cisma entre quienes aún reconocen que el drama de todo ser humano es “rendir el hombre que son al hombre que deben ser”, como decía Juan Pablo II, y quienes creen que es la Iglesia la que debe rendirse al hombre moderno y su forma de vida actual, sin aclarar cuál será el destino del alma inmortal.
Esta división se explica porque el espíritu del mundo irrumpió dentro de la Iglesia desde hace largo tiempo. Y el deseo de crear una Iglesia humana, según la época y según nuestras ideas, también. Para encontrar la fuente de ese deseo se puede remontar hasta el Concilio Vaticano II, o al “espíritu” del Concilio que terminó imponiéndose, pero habría que ir aún más lejos. De hecho, la llamada “nueva teología” viene de antes, y las admoniciones de la Iglesia contra el modernismo, también.
Lo novedoso de la situación actual es que se está borrando la conciencia de que hay una verdad y un error, y así todo queda resumido a una cuestión de opiniones o preferencias.
El abad Claude Barthe, liturgista, ensayista y punzante observador de la realidad eclesial, acaba de admitirlo en un artículo para el blog Rorate Caeli. Barthe reconoce que la unidad de la Iglesia se ha perdido y que, si no pudieron reconstruirla ni los pontífices de la “restauración”, Juan Pablo II y Benedicto XVI, ni el papa del “progreso” que fue Francisco, tampoco lo logrará ningún papa que se proponga una versión más moderada del progreso. Y señala, con gran perspicacia, que el problema subyacente es “magisterial”: se relaciona con la falta de ejercicio del magisterio, con la ausencia de toda condena a la herejía.
El resultado de esa ausencia es este cisma latente que se ve hoy, donde los fieles ya no saben dónde está la frontera entre la fe y el error. “Hoy la autoridad se abstiene de desempeñar el papel de instrumento de unidad en el sentido clásico, que es la unidad en la fe, y se presenta en cambio como gestora de cierto consenso en la diversidad”, afirma con notable penetración.
“En el último medio siglo, salvo en casos excepcionales o marginales, las jerarquías episcopales o romanas no han pronunciado ninguna sentencia de exclusión de la Iglesia por herejía”, apunta.
DESASTROSO
“Los fieles, sacerdotes, cardenales e incluso un papa, pueden hacer afirmaciones divergentes sobre cuestiones de fe o moral que antes se consideraban fundamentales (por ejemplo, el respeto debido únicamente a la religión de Cristo o la indisolubilidad del matrimonio), sin dejar de ser considerados católicos. Esto es, obviamente, desastroso para la misión de la Iglesia, pero también -y lo uno explica lo otro- desastroso para la propia existencia de los católicos”, prosigue.
Ese es el punto central de todo el asunto, que no se llega a entender en estos días: lo dramático es cuál será el destino de esas almas.
Nunca ha estado más claro este novedoso papel de los papas como gestores de consensos que en la sinodalidad impulsada en los últimos años. El acento deja de estar puesto en la Verdad de Cristo y pasa a estarlo en los deseos de la mayoría. Los documentos postsinodales más recientes son un reflejo de ese compendio de voluntades discordantes.
El espíritu del mundo se irradia, va impregnando la mente, y se percibe hasta en detalles como el saludo inicial de los pontífices a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro. Del “Lodato sia Gesu Cristo” de Juan Pablo II al “Buona sera” de Francisco, ese cambio de mentalidad se advierte con claridad.
Bergoglio, hombre conciliar, llevó al extremo ese “espíritu” del Concilio Vaticano II, causando embarazo y escándalo a los fieles conscientes de su fe.
Pero hubo pocos sorprendidos y dispuestos a clarificar las cosas para los fieles. Ni cuando los pronunciamientos del papa fueron contrarios a la doctrina católica, ni frente a sus constantes ambigüedades, ni frente a su renuncia a la evangelización.
Sus pronunciamientos más problemáticos -sino heréticos- en referencia al matrimonio, la moral sexual o la recepción de los sacramentos, fueron “normalizados”. Así ocurrió con la afirmación de que la comunión no es un premio para los “perfectos” (Evangelii Gaudium, V, 47), con su apertura para que las personas divorciadas y vueltas a casar puedan comulgar (Amoris Laetitia, VIII, nota al pie 336) y su apertura para que las parejas del mismo sexo puedan recibir una bendición (Fiducia Supplicans). Y lo mismo puede decirse de sus expresiones que favorecieron el indiferentismo religioso, o de su persecución a los sacerdotes y comunidades religiosas que celebraban según la liturgia tradicional.
DUBBIA
Para apreciar hasta qué punto es grave la situación actual bastará con recordar que el pedido de aclaraciones al pontífice sobre algunos de estos puntos problemáticos (las dubbia) solo logró convocar a cuatro cardenales, en un Colegio Cardenalicio que hoy está compuesto por 252 purpurados.
Una gran mayoría de los sacerdotes, obispos y cardenales demostraron que están dispuestos a retorcer la doctrina todo lo que haga falta por poder o comodidad. Y una mirada honesta a la realidad obliga a aceptar que no fueron pocos, tampoco, los católicos, incluso aquellos que acreditan una fe sostenida a lo largo del tiempo, que se negaron a ver cualquier inconsistencia en las expresiones del pontífice, tanto verbales como escritas en documentos magisteriales.
No se atrevieron a considerar lo que ya en el siglo V afirmó san Vicente de Lerins: que “hay papas que Dios los concede, otros que los tolera y otros que los inflige”, como alguna vez recordó el papa Benedicto XVI.
En estos años muchos no se concedieron, siquiera, la posibilidad de pensar que un papa puede equivocarse, y que afirmarlo no es faltar a la piedad filial ni al respeto que merece todo Santo Padre. La opción no es el “libre examen”; es el examen riguroso y honesto de la propia fe.
San Vicente de Lerins, monje benedictino, dejó un método para discernir la fe católica en medio de las herejías, que es seguir las Escrituras a la luz de la tradición de la Iglesia según la regla: “quod ubique, quod semper, quod oba ómnibus creditum est” (lo que se ha creído en todas partes, siempre y por todos).
SIN RAZON
Pero el abandono del uso de la razón, la papolatría cegadora que se ha visto exacerbada en estos años, fue una preocupante señal de la infantilización de la fe en muchos fieles.
Por eso la presente situación de la Iglesia es más grave aún de lo que se ha postulado en estos días. Nada hace prever que estas dinámicas que atraviesan la Iglesia vayan a desaparecer ni que se revierta radicalmente el presente curso de las cosas, al menos hasta donde alcanza a ver la vista humana.
Aunque lo ocurrido en los años pasados haya dejado expuestas las deficiencias de esos postulados que trajo el “espíritu del concilio”, la cruda realidad no permite ser muy optimistas sobre la posibilidad de que tales iniciativas vayan a ser abandonadas. Y no parece que pueda esperarse un ejercicio del magisterio orientado a condenar las herejías, porque eso también va contra la mentalidad eclesiástica dominante.
Mientras rezamos por el nuevo pontífice, para que Nuestro Señor lo asista y lo ilumine, y por la Iglesia toda, es oportuno recordar, junto con san Vicente de Lerins, que Dios permite a veces que algunos hombres eminentes se conviertan en autores de novedades heréticas para probarnos. Es una prueba para ver si nos aferramos a la Iglesia con fe, o si nos amamos a nosotros mismos. Y el verdadero católico ama a la Iglesia por encima de la autoridad de cualquier hombre.