La mirada global

El gran reto occidental: entender a Putin

Por Óscar Elía Mañú

Toda guerra supone un impacto psicológico que va mucho más allá de la simple destrucción física de los contrincantes. Cuando esa guerra se lleva a cabo en un entorno de globalización, este impacto se multiplica, como en una caja de resonancia. Y cuando la guerra es, además, de propaganda –en el siglo XXI todas lo son–, dos bandos parecen enfrentarse el uno frente al otro en los debates públicos. Lo vemos a nuestro alrededor. Por un lado están aquellos que ven en Putin el gran peligro para la democracia, el tirano sediento de sangre que, heredero de la peor tradición rusa o soviética, estaría dispuesto a desencadenar un holocausto nuclear y hacer perecer a Rusia, Europa y la humanidad entera con tal de construir o reconstruir un nuevo imperio.
Frente a ellos están aquellos que señalan la decadencia occidental, su laxitud y degradación moral, y la degeneración de la democracia en nuestras sociedades. Este bando, además, denuncia la estrategia de la OTAN de expandirse al este, de contaminar con el virus woke a los pueblos eslavos y ortodoxos como ya ha hecho con católicos y protestantes. El dibujo se completa con la constatación de que la Alianza Atlántica sirve a los intereses norteamericanos y, más genéricamente, al del mundo anglosajón. Putin, desde este punto de vista, se aparece como el caballero de brillante armadura dispuesto a combatir las aberraciones globalistas y defender Rusia de su empuje.
¿Y nosotros? El estudiante universitario, el estudiante de Filosofía, Política y Economía, ¿está condenado a elegir bando, a alistarse intelectualmente en una de las dos facciones? ¿Está abocado a justificar todo comportamiento de unos, a denunciar los de los otros? ¿a dejarse arrastrar por las polémicas superficiales que, mezcladas con la propaganda, ocupan la discusión política y diplomática diaria? Evidentemente la respuesta es negativa.
Debemos tratar de huir de dos de los grandes males del análisis y la acción políticas actuales: la superficialidad y el reduccionismo. O, por decirlo en positivo, la necesidad de acometer el conocimiento de la realidad respetando su complejidad y profundidad.
En un intelectual, éste es el primero de los deberes. COMPLEJIDAD
En política internacional esto es especialmente importante. Primero porque los asuntos internacionales se caracterizan precisamente por la complejidad: militar, diplomática, cultural, económica, tecnológica. Áreas distintas que se entremezclan y se cruzan constantemente. Ante esta complejidad caben dos opciones. La primera es encogerse de hombros, suspender el juicio, dejarlo en manos de estrategas, diplomáticos, militares o economistas, pero sabemos desde Aristóteles que la política es precisamente el arte de organizar y ordenar todas estas áreas y actividades y que el político, de mejor o peor manera, las funde, de la misma manera que debe hacerlo el analista u observador.
Por eso la segunda opción pasa por remangarse y comenzar el trabajo. Todo análisis político requiere un mínimo esfuerzo, que no es lo mismo que un mínimo de esfuerzo. El análisis del conflicto ucraniano requiere trabajo de recopilación de información, de búsqueda de fuentes, de escrutinio lento y sosegado. Cierto, la hiperinformación despista a menudo; pero también proporciona información por medios impensables. No existe desinformación rusa, ni existe conspiración de los grandes medios.
Además de por la complejidad, todo asunto político –y la guerra que es la situación límite de la política es por eso el asunto político por excelencia– posee un sentido profundo que en la sociedad contemporánea nos es difícil de captar, pero que nosotros no debemos nunca perder de vista. ¿Qué visión del mundo, de sí mismos, de la paz y de la guerra tienen los actores?; ¿qué les motiva psicológica, moralmente a actuar? ¿que causas profundas, culturales, religiosas, geográficas, influyen en las decisiones morales?
Estas reglas creo que son necesarias, aunque las opiniones luego sean distintas. Aquí aprovecharé para compartir la mía. Cierto que en el caso de Putin la Rusia contemporánea este esfuerzo resulta especialmente arduo. Sea por lejanía política, por tradición histórica por la inercia de décadas de dictadura o por todo a la vez, lo cierto es que el conocimiento del régimen ruso presenta para los occidentales dificultades evidentes: nos es fácil seguir los debates en la Cámara de los Comunes, en la CNN, o en el Departamento de Estado. Pero conocemos poco de lo que ocurre en despachos y pasillos del Kremlin, en las reuniones de Gazprom o de Rusia Unida. El secreto, si no el secretismo, caracteriza las decisiones en política exterior de la Rusia de Putin y eso para el analista es un claro obstáculo.

TRES FUERZAS
Eso no significa que no podamos abordar la tarea con ciertas garantías. El régimen político ruso –entendido a la manera clásica como el gran conjunto de factores institucional, culturales, morales y sociológico– es el resultado de tres fuerzas superpuestas. La primera es la estructura institucional rusa, que podemos definir como una república presidencialista, en la que el equilibrio entre la Duma y la Presidencia se decanta hacia éste último: parte de los amplios poderes de Putin que nos escandalizan no son muy distintos a los del presidente francés o norteamericano.
El segundo factor es histórico: existe cierta inercia en la política rusa hacia una separación excesiva entre gobernantes y gobernados. Esto hace que la Constitución rusa encuentre siempre el límite de esta inercia. La estructura de medios de comunicación, de grandes empresas, de centros educativos o universitarios ya no se funde con el Estado rojo, pero sí con una minoría heredera de aquél. Cuando los analistas occidentales hablan de los oligarcas rusos, apuntan a este hecho fundamental: Rusia no es un régimen de partido único, pero la lógica de unas élites que acaparan, de manera más o menos homogénea la influencia, impulsan su democracia hacia la oligarquía.
El tercer factor es ideológico: patriotismo para unos, nacionalismo para otros. No cuesta observar en el discurso de Putin una nostalgia de la grandeza perdida, una ambición de hacer Rusia grande otra vez, de construir o reconstruir una política de bloques en el que Moscú se mida en igualdad de condiciones con Washington y Pekín. En la visión rusa el proyecto es civilizacional, y funde geografía, religión y raza. Cuando esto ocurre no hay esfuerzo ni sacrificio que no sea necesario.
A estos tres factores podemos añadir un cuarto: la personalidad del propio Putin. Por decirlo abruptamente: Putin es un gobernante del siglo XX, lo que no es ningún delito; los gobernantes occidentales, de Macron a Biden pasando por Scholz o Sánchez son gobernantes del siglo XXI, lo que quizá sea peor. Aquel piensa en intereses nacionales, está dispuesto al uso de la fuerza y comprende los mecanismos del equilibrio de poder; éstos viven instalados en la corrección política, les interesa el medio ambiente y entienden el mundo en términos de bienestar económico y pacifista. Es Putin, y no ellos, quien entiende mejor qué es la política.
Eso no significa que la alternativa que Putin nos ofrece sea aceptable: no lo es en absoluto. De sus discursos se desprende, aveces explícitamente, una visión del mundo equivocada y errónea. En primer lugar, pasa por alto el gran problema que citábamos al principio: no se puede reducir la política a uno sólo de los factores, por decisivo que parezca. La visión rusa del mundo –un espacio político en el que Moscú es vanguardia y defensa al mismo tiempo del cristianismo ortodoxo y la raza eslava– es reduccionista, deforma la realidad ajustándola a un ideal inexistente.
Esto lleva al desprecio de la voluntad de los ucranianos, un error que está costando enormes disgustos al Kremlin. Pensar que el futuro de Ucrania debe decidirse desde la geopolítica es un error que no deberíamos pasar por alto.

EL MAS FUERTE
En segundo lugar, la política de bloques buscada por Putin, la división de Europa en áreas de influencia, presupone una política de poder: sólo con ella pueden sujetarse los pueblos al dibujo geopolítico. Sólo aquellos lo suficientemente fuertes tienen el derecho de dibujar las líneas sobre el terreno, de repartirse pueblos y naciones dentro de esferas de interés o de glacis de seguridad. La consecuencia necesaria de una visión así pasa por la necesidad de ser,no fuerte, sino el más fuerte.
¿Debemos, pues, resignarnos a dar la razón a la Europa sesentayochista que condena a Putin? En ningún caso. El error de éstos es igualmente escandaloso. La derrota de Putin no conlleva necesariamente la victoria de éstos. En algo Putin no se equivoca: hay una tendencia clara de los países del Este a mirar hacia el Oeste. A la primera ola de los años noventa sigue otra que aleja a otras naciones de Moscú. Ni se puede ni se debe culpar a los ucranianos de buscar la prosperidad económica y la estabilidad social que observan en sus vecinos, en polacos, en búlgaros, en checos.
Pero ese movimiento no sólo no engrosa las líneas de la decadencia, de la ideología, de la tecnocracia o el burocratismo: los ejemplos húngaro y polaco muestran precisamente la capacidad de las nuevas democracias del Este de ejercer de contrapeso real y efectivo a la degradación de la Vieja Europa que tanto desprecia Putin. Son estos pueblos del Este, que tanto escandalizan en los medios y en los gobiernos occidentales, los que hoy en día encarnan con mayor fidelidad el ideal de las libertades europeas, y es precisamente la experiencia de Visegrado la que atrae la atención del invadido pueblo ucraniano. El peor enemigo de los globalistas que tanto preocupan a uno de los bandos no es Putin, sino precisamente aquellos que se sienten amenazados por él.