Con el envío en 1917 del Cuerpo Expedicionario de Pershing los EEUU pusieron por primera vez pié no sólo en el territorio europeo, sino –contra la expresa advertencia de George Washington- en la dinámica política interna del Viejo Continente. Hasta ahora no han salido de uno ni de otra. Si los movimientos autoritarios y tendencialmente totalitarios de los ’20 y los ’30 pueden ser interpretados, en cierto sentido, como un intento de reivindicación y reafirmación geopolíticas europeas, su inequívoco aplastamiento en 1945 crearía en esas tierras un vacío de poder que Washingtorn logró llenar en condominio con el Soviet.
Primero de hecho y luego, en 1949 de manera formal con la creación de la OTAN, la Europa Occidental se convirtió lisa y llanamente en un protectorado estadounidense, si entendemos de tal manera el mantenimiento formal de la soberanía jurídica mientras la misma se encuentra de hecho suspendida y derivada a una instancia decisoria externa en temas de relevancia estratégica. Esta situación estructural, que Brezhnev definió brutalmente como «soberanía limitada» y que se hundió en el Este en 1989, sobrevivió de manera más discreta del río Elba al Oeste hasta la actualidad, no registrándose en ochenta años más contestación significativa que la personalísima del general De Gaulle.
Ha sido la relación con Rusia y, particularmente, la guerra de Ucrania, lo que ha venido a quebrar el vinculo, hasta ese momento montado en una división de roles sobradamente conocida. Ya se sabe: «los americanos son de Marte, los europeos son de Venus…». Y los dirigentes continentales y, sobre todo, los británicos, han debido afrontar la necesidad de salir de su limbo ideológico-financiero ante un Washington que, a partir de Trump, definía nuevas prioridades para su Gran Política. Intentaron dilatar la resistencia ucraniana hasta engancharla con un conflicto más vasto, que inequívocamente asumiría las dimensiones de una conflagración mundial, pero -por lo visto hasta hoy, ni los tiempos ni las voluntades dan para tanto.
Las reiteradas manifestaciones, tanto de Trump como de Vance, sumadas a la Estrategia de Seguridad Nacional, no dejan lugar a dudas de que la Casa Blanca no considera ya al conjunto de Europa como “el gran aliado”, sino en todo caso como un escenario, y no el primordial.
¿Se trata de un distanciamiento coyuntural o duradero? Por una parte, es indiscutible que el retiro de Europa como actor de primer plano en la constelación de fuerzas globales adquiere ya una naturaleza estructural. Por otra parte, es viable que algunos de los países que la integran puedan establecer una relación renovada con Washington.
En cualquier caso debe tenerse en cuenta que, mientras en situaciones «clásicas” la política exterior lograba imponerse sobre las querellas internas, en la actualidad en muchos países el “policentrismo” se traduce en el hecho de que aquella deviene una mesa resultante de las relaciones de fuerza domésticas.Mientras Rusia y China se inscriben en la primera categoría, tanto EEUU como los países europeos se encuentran en la segunda situación. Trump puede convertirse en un pato rengo dentro de un año, así como los partidos “patrióticos” o “soberanistas” pueden arrebatar el poder a los “globalistas” en algunos países europeos no más allá del 2027. La heterogeneidad interna de los dos actores bajo examen impide levantar la vista más allá del año próximo.
Todo ello induce a considerar de extrema volatilidad el escenario del próximo bienio, tanto en las relaciones politicas interestatales como en las intraestatales, si es que ambas categorías pueden ser distinguidas aun con cierta nitidez. De lo que no cabe duda es de que el riesgo de una conflagración generalizada solo podrá evitarse al precio de considerar con realismo el nuevo Nomos de la Tierra (Carl Schmitt) y construir diplomática e institucionalmente sobre él.
