EL LATIDO DE LA CULTURA

El esguince

En su Poética, Aristóteles se refiere a una operación esencial que emplea arte para representar la vida humana: la mímesis. La palabra proviene del griego y significa “imitación de otra persona”. La mímesis es el motivo por el cual nos gustan las artes en general.  Al contemplar un cuadro, leer un poema o escuchar una canción, por más que la obra en cuestión no refiera a una situación que hayamos atravesado, en algún punto, nos vemos representados: el arte siempre parte de la materia humana. 

En el relato El increíble Springer, el narrador uruguayo Damián González Bertolino describe un vínculo crucial en la vida de todo niño: la relación con la bicicleta. Antes de superar las rueditas y encontrar equilibrio, todo hijo viaja en el portaequipaje. “Sobre todo si hacía buen tiempo, mi padre me subía a la parte de atrás de la bicicleta. Yo me agarraba fuerte de su cintura y separaba bien las piernas porque tenía terror de que los pies se me metieran entre los rayos de la rueda. Una vez, a la salida de la escuela, a pocas cuadras, había visto un montón de gente rodeando una bicicleta. Una niña tenía atrapado un pie en la rueda trasera y nadie se animaba a tocarla. Estaban esperando que un vecino llegara con una pinza para cortar los rayos. Mientras tanto, la niña lloraba, la madre lloraba; casi todos los que estaban ahí gritaban cualquier cosa desesperados. Y el vecino no terminaba de llegar con la pinza. Otro se acercaba y trataba de reventar los rayos con sus manos, pero la niña sentía la presión y gritaba más. Había sangre en la pequeña pierna y un poco sobre la calle. Fue lo último que llegué a ver porque mi madre me tiró del brazo y me hizo seguir de largo. Por eso después, cuando mi padre me llevaba sentado en la parrilla de atrás, yo separaba las piernas todo lo que podía y no me importaba si después me dolía en la ingle”, narra González Bertolino.   

La semana pasada mi teléfono celular me recordó el día en el que me hijo mayor –por entonces, de cuatro años—, se mimetizó con una ficción. Hacía calor aquel día de febrero (su primera jornada en una colonia de vacaciones) y quise sorprenderlo pasándolo a buscar en mi bicicleta inglesa por la salida del club. Al salir de la avenida tomamos por una cuadra tranquila donde le propuse que se sentara en la parrilla trasera. Apenas trescientos metros nos separaban de nuestro hogar. Mi hijo se acomodó con las piernas colgando a los costados y como iba firme decidí pedalear un poco más fuerte. Antes de llegar a la esquina su cuerpo perdió estabilidad y se inclinó hacia un costado. Para evitar la caída, instintivamente su pie buscó apoyo en la rueda. Es curioso como ciertos sentidos (y no otros) fijan el recuerdo de determinadas situaciones.De aquella tarde conservo tan sólo sonidos:  el ruido de la goma de su sandalia como un redoblante contra los rayos; el “tock” seco del tobillo haciendo tope contra el caño del cuadro; su grito de dolor seguido del llanto; sus insólitas carcajadas mezcladas con lágrimas, mecanismo de defensa para atenuar el dramatismo y sobrellevar un dolor que al día de hoy no quiero imaginar. El médico dijo que tuvo suerte, que no hubo lesión ósea, que pudo haber sido peor. Yo me sentí el peor padre del mundo. Esa noche, cuando todos se habían ido a dormir, acaso para encontrar alivio quise escribir acerca del accidente. Entonces recordé el pasaje de González Bertolino. A veces la literatura aporta experiencias que guardamos en el botiquín de la memoria. Párrafos como antídotos contra la crueldad de la vida. Fuegos que revivimos para apagar incendios.