Cajón de sastre

El desocupado

Lo que voy a contar lo soñé, fue una pesadilla, pero en estos días puede convertirse en verdad. Aquí va el contenido del sueño.
Cuando el funebrero se acercó a María para entregarle los restos de su esposo, apenas pudo darle una cajita con cien gramos de chinchulines, que era lo único que quedaba de Santiago Carrizo: el desocupado más famoso del país.
Unos periodistas comedidos que fueron al extraño velatorio quisieron conocer la historia de Santiago, y su viuda, María, se las contó.
Santiago era tornero mecánico y se quedó sin trabajo a los 48 años. El tano Risolía, exdueño de la metalúrgica, se fugó con toda la plata y cerró la fábrica dejando un tendal de gente sin trabajo. Pero Santiago, por su edad, no conseguía empleo y aún era padre de dos hijos pequeños, y una esposa, para alimentar.
Se ofreció como ascensorista del Teatro Colón pero le pedían antecedentes de astronauta; se postuló para franelear autos cero kilómetro en una concesionaria pero el aviso del diario solicitaba personas con seis dedos en cada mano.
Así que tomó la decisión y puso en venta su riñón por quince mil pesos. El cirujano le aconsejó que agregara la vesícula y así llegaba a las veinte “lucas”. La operación fue un éxito pero el dinero obtenido alcanzó para poco y ya al tiempo él estaba ofreciendo por Twitter sus dos brazos y las dos piernas. Era ilegal pero la red oscura de internet lo permitía realizar.
Encontró compradores, y luego de la intervención una agencia de publicidad le ofreció hacer un aviso publicitario de sombreros, y un circo quiso exhibirlo por un día. Santiago no aceptó y pese al ruego de su esposa siguió vendiendo partes de su cuerpo.
Cuando su humanidad solo era una cabeza, sus amigos y María le rogaron que se detuviera, pero Santiago sabía que por esos órganos podía solicitar unos buenos mangos más para María y sus niños. Y vendió todo lo que quedaba hasta convertirse en ese paquetito que hoy le entregaban a la viuda en sentida ceremonia. Así María terminó el relato. Los cronistas quisieron saber si Santiago había manifestado una última voluntad y María les respondió que sí y la concretó. Ató tres globos inflados con gas al paquetito y lo dejó irse volando. No fue un entierro, fue un encielo.
Mientras el paquetito sostenido por tres globos recorría el firmamento rumbo a un viaje sin retorno, María exclamó que esa imagen era una denuncia, y que al verla, los gobiernos comprenderían finalmente y la desocupación laboral se extinguiría para siempre. Pero el funebrero exclamó un desesperanzado: “Señora, déjese de embromar”, con lo cual rompió el hechizo de lo que pudo ser un final emotivo y reparador. Cosas que pasan. Y por suerte me desperté.