CON PERDON DE LA PALABRA

El crucifijo enterrado

­ Pedro era hermano de Francisco Centurión, de quien ya he hablado. Francisco era flaco, Pedro era gordo. Francisco era muy serio, Pedro travieso y bromista. Francisco siempre desarrolló actividades relacionadas con la explotación del campo. Pedro, aunque terminó sus días como chacarero, pasó gran parte de su vida manejando un camión, en el cual transportaba cargas entre Daireaux y Bahía Blanca.

 Fue a bordo del camión de Pedro como llegaron a las sierras los materiales y los operarios que trabajaron en la construcción de aquella casa. En lo que me atañe, uno de mis programas favoritos cuando era muchacho y vivía en Huinca Hué consistía en ir a pasar el día en la chacra de Pedro, cazando palomas con carabina 22 (tanta era la cantidad de ellas que había en los árboles de la chacra que, una vez, le tiré a una y cayeron tres).

 Con referencia a esas excursiones, también debo dejar constancia respecto a las formidables milanesas con huevos fritos que para el almuerzo preparaba Etelvina, la mujer de Pedro. Pues bien, descripto el narrador y su circunstancia, paso a consignar un cuento de luces del que fue protagonista.  Pedro era chico y trabajaba como peoncito en una estancia que estaba cerca de Urdampilleta, provincia de Buenos Aires. O, si prefieren, cerca de Torrecita, como llamaba a ese pueblo la gente antigua.

Una noche, Pedro y el encargado del establecimiento se quedaron en la matera hasta más tarde que lo habitual. Y fue entonces cuando aquel le señaló una luz que aparecía con cierta regularidad en un montecito de frutales algo retirado del casco. Comentó el encargado que donde sale una luz suele haber plata y, acto seguido, expresó su intención de comprobar si eso era cierto, marchando hasta el montecito e invitando a Pedro para acompañarlo en su excursión.

 La disyuntiva que se le planteó al chico era de hierro: acompañar al encargado, cosa que le producía un miedo tremendo, o quedarse solo en la matera hasta que el encargado regresara, lo cual le causaba más temor aún. Trémulo, eligió lo primero. Recorrió el trayecto pegado a los talones del encargado, atentos a la luz que brillaba allá adelante. Así, como un par de navegantes guiados por el resplandor de un faro, llegaron a destino internándose entre los frutales. La luz surgía del suelo, de entre las raíces de un viejo duraznero en cuya copa se reflejaba. Y -Pedro fue preciso en la descripción- se trataba de un resplandor ``como el de los números de un reloj despertador''. Es decir, mitigado y verdoso.

 Sacó el encargado su cuchillo y lo clavó en el suelo, exactamente allí donde surgía la luz. Hecho esto, ambos regresaron a "las casas'' (sabido es que en el campo se dice `"las casas'' aunque se trate de una sola). Pasado el susto, Pedro se durmió pensando en qué hallarían al día siguiente cuando cavaran en el lugar señalado. Alto el sol y armado de una pala se dirigió al montecito el encargado, seguido por el chico. Que caminaba mucho más tranquilo que horas antes, confortado por la luminosidad de la mañana.

 Hallado el cuchillo, comenzó la excavación. Y como a un metro de profundidad, la pala puso al descubierto un gran crucifijo de plata, enterrado vaya uno a saber cuándo, quizá ante la posibilidad de un avance de los indios. Al encargado lo habían atendido bien, tiempo atrás, en el hospital de Guaminí. De modo que resolvió donar su hallazgo al mismo. El crucifijo aún presidía una de sus salas cuando Pedro me contó esta historia.