El arqueólogo y Moldavia como alegorías
El arqueólogo
Por César Aira
Blatt & Ríos. 104 páginas
César Aira ha publicado su novela número diez a la décimo quinta potencia. Usamos una cifra aproximada porque nadie conoce en realidad cuántas obras ha entregado a la imprenta durante el último medio siglo el vate de Pringles. Ni siquiera la Inteligencia Artificial, nuestros próximos amos. Como el lector de este diario sabe, Aira es el escritor más prolífico, desafiante y discutido de América Latina. ¿Genial? Bueno, talento artístico le sobra, de hecho se lo menciona todos los años para el Nobel de Literatura, pero definitivamente sus criaturas infinitesimales no son para toda clase de público.
El arqueólogo se ciñe, con voluntad de hierro, al procedimiento que ha hecho famoso al literato. Es una nouvelle chispeante, cómica por momentos, dispatarada en su rumbo, que carece de aquello que llamamos trama. La sintaxis es perfecta y el vocabulario tiene la precisión de una academia prusiana.
El protagonista es el arqueólogo más famoso de Moldavia. Le ha llegado del momento de la jubilación, y como a tantos hombres valiosos, se le han fundido la inspiración, las ganas y el temple para seguir desenterrando el pasado.
REFLEXIONES
Desde ese punto de partida, el texto va hilvanando reflexiones sabrosas sobre el arte de la arqueología, la senectud (Aira cumplió 76 años), las mujeres, la sociedad en general y las fronteras permeables entre sueño y realidad. Los cazadores de citas no se verán decepcionados. Mire qué bonita ésta: "... creer siempre enriquece la vida, así fuere con mentiras..."
Naturalmente, la historia puede ser leída, en parte, como una alegoría. El arqueólogo es Aira: "...gratuito, frívolo, elitista...". Moldavia es la Argentina;: "... inclemente, que con su voracidad fiscal y su administración desmemoriada impide el progreso colectivo tanto como la realización personal.". Y la Ciocana, su barrio de Flores: "... no le llega nunca al turno, condenado a perpetuidad al gris de clase media colectivista, que es la peor especie de clase media, no ofrece ocasiones de gasto para un hombre con gusto".
ELOGIO DE LO SUPERFICIAL
Tal como acostumbra, el autor no deja pasar ocasión para reivindicar sus tretas literarias. En la página 53 pone en boca de una salamandra parlante (Aira es una gran cultor de la escena inverosímil) una reinvindicación de esa premisa que Nietzsche acuñó para los artistas: hay que danzar sobre la superficie de las cosas.
Sentencia el bicho: "...muchos humanos han hecho de la palabra ‘superficial’ un sinónimo de poco valor. Yo prefiero mil veces el encanto ligero de un hombre superficial a la pedantería insoportable de los profundos. ¿Además es tan difícil ver que en la superficie es donde está toda la belleza del mundo, donde se asientan los bosques y los lagos, las montañas y las ciudades...".
Como todo hay que decirlo, Aira confunde en este pasaje una salamandra (anfibio), con una lagartija (reptil); usa ambos vocablos como sinónimos y llega a decir que las salamandras provienen del desierto. Más adelante, ubica tigres en Zanzíbar. Definitivamente, la zoología no es lo suyo.
Minucias al margen, el libro es ameno (lo que nunca es poco) y uno se lleva un puñado de nociones valiosas para el carcaj intelectual, pero queda el regusto a poco que provoca casi toda la producción aireana. Es un libro ideal para la grey y para aquél neófito que desee empezar a incursionar en la obra de unos pocos escritores esenciales de la Patria.
A lo largo de su carrera, Aira ha evitado las entrevistas, las definiciones ideológicas, las poses políticas, las exhibiciones mundanas, la promoción de mediocres; es decir, renunció a toda esa panoplia de baratijas a las que son tan afectos colegas que no le llegan ni a los talones. Una decisión inteligentísima, basada en la "elegancia moral".
Al final del libro, Aira rescata el consejo de Epicuro: "Vive oculto". Como el arqueólogo de la ficción, al escritor la celebridad le ha venido por añadidura, por la calidad de su trabajo.