La lupa sobre el deporte

El Muñeco en su laberinto

El 26 de junio de 2011 fue el día más triste de la historia de River. Aquella tarde habíamos ido a la cancha con Jorge Grilli, quien era mi jefe en el diario y compartíamos la pasión por los colores rojo y blanco, aunque siempre intentamos que eso no nos impidiera ser serios a la hora de la crítica. Acaso, todos, o casi todos los periodistas, tenemos el corazón depositado en algún sitio. La cuestión fue que, además de sufrir como la mayoría de los hinchas aquel terrible descenso, es día tuve mucho miedo. Nunca había sentido semejante desamparo a la salida de un estadio.

Con Jorge, quien luego se jubiló y, lamentablemente, más tarde falleció, encaramos el regreso hacia el diario dos horas después de terminado el partido frente a Belgrano, conscientes de que las callecitas que bordean al Monumental eran una hoguera. Pero, la urgencia y la misión periodística nos obligaba a tener que volver de una buena vez a la redacción, para contar el suceso inédito del que iba a hablar el país entero durante años y del cual habíamos sido testigos.

La caminata rumbo a Avenida del Libertador para empezar la absurda búsqueda de un taxi fue aterradora. Lo primero que vimos cuando pisamos Udaondo fue un ejército armado que arrastraba facas contra el asfalto, unidos todos en formación militar y caminando apurados y sin ver rumbo al Monumental. Era la facción tenebrosa del Oeste y nos tiramos contra una pared para pasar inadvertidos. Parecía una película de guerra. El aire ardía, los autos recibían piedrazos, la gente lloraba. Grandes y chicos tenían caras de pánico. Pensé que no iba a ser fácil que River volviera a ser el River del que me había enamorado de chico. Que no había vuelta atrás.

Llegó la B Nacional y mi pasión, que se había ido yendo en fade con el paso de los años, cuestión que yo atribuía a la continuidad del oficio que había elegido durante tatos tiempo, retornó de manera desmedida. Y cada partido que jugaba el Millonario en la segunda categoría, significó un sufrimiento de 90 y pico de minutos para mí, pese a que River los ganaba casi a todos. No festejaba los goles, no disfrutaba los triunfos. Había vuelto a mi estado ingenuo de la niñez y lo único que me importaba era que se terminara ese vía crucis. River ascendió campeón y lo volví a contar en las páginas del diario. Después, casi de inmediato y contra varios pronósticos, volvió la gloria.

En el fútbol grande el Millonario hizo un giro que rompió la mala inercia: River fue campeón de la mano de Ramón Díaz y, enseguida, surgió el ciclo que hasta ahora comanda Marcelo Gallardo, aunque con un descanso. Con el Muñeco llegó la reivindicación y mucho más. Las Copas internacionales y los triunfos sobre Boca seguidos, categóricos, se hicieron frecuentas. Las vueltas olímpicas, los equipos invencibles de Marcelo. Y la inolvidable final de Madrid, el partido más importante de la historia del fútbol argentino, fue todo de River. Aquella épica llegó para cambiar la historia. Para poder discutir en el bar mano a mano la afrenta del del descenso. ´´Y yo te gané en Madrid´´.

Pasaron los años y River siguió con el envión ganador. Fueron más los triunfos que las derrotas y el Muñeco se hizo estatua. Cada diciembre los hinchas esperábamos que siguiera con fuerzas Gallardo, que no se cansara. Los de enfrente, querían lo contrario: que se termine el suplicio, que Gallardo se tomara un descanso de una buena vez. Pero el DT más querido en Núñez seguía. Renovaba contratos, veía desde algún balcón del Monumental como el resto de los equipos del fútbol nacional iban cambiando las caras de sus entrenadores y él se iba transformando en una especie de Ferguson sudamericano.

Pero un día se fue, se tomó un año (y medio) sabático. Se trajo unos cuantos millones del fútbol árabe y en su casa lo recibieron con los brazos abiertos aunque de manera desprolija. Fue el primer error de su regreso.

Puesto en funciones a mediados del año pasado, ya no ganó como antes. De todos modos, le devolvieron la llave del club e hizo y deshizo el plantel. Jorge Brito abrió la caja fuerte y el Muñeco pidió y pidió jugadores. La mayoría no rindió pese a los elevados valores de sus pases, cuestión que parecía una garantía. Uno supone que, si es caro, es bueno.

Pero en el fútbol dos más dos no siempre es cuatro. En la época dorada de Carlos Bianchi los de River queríamos que se fuera de una vez, que envejeciera, que se bajara de su Boca ganador. El Virrey fue y volvió, igual que Gallardo. Y en su regreso a la Ribera no le fue bien. Ahora al Muñeco tampoco le está yendo bien. Es un horror su segunda gestión pero, pese a todo, desde la dirigencia le dieron el visto bueno y le renovaron la confianza para todo 2026. Nadie imaginaba la movida, en un intentona de golpe de efecto previo al Superclásico en el que Boca lo bailó a River.

Desde que terminó el duelo en la Bombonera el DT riveroplatense se llamó a silencio. Las urgencias sobran en River. Por primera vez, desde 2014, el equipo podría quedarse fuera de la Libertadores. Apenas lucha por eso. Mientras Gallardo resiste y piensa en el futuro aunque nadie sabe bien qué imagina. Siempre le gustó jugar al misterio. ´´Soy un pibe de River´´, dijo la semana pasada y nadie lo cuestiona. El tema es que no le suceda lo que a muchos en el fútbol y en otros ámbitos de la vida cuando todo el mundo les palmea la espalda y les dice que son los mejores del mundo. Nunca me pasó a mi eso, está claro. Debe ser difícil tener en ese caso los pies sobre la tierra. Y eso lo saben pocos. Diego, Messi... Bianchi en su momento.