MERECEN RESCATARSE LOS TEXTOS DE IGNACIO B. ANZOATEGUI Y CARLOS G. ROMERO SOSA

Dos poemas sobre la fundación de Salta

La ciudad de San Felipe de Lerma en el Valle de Salta, fue fundada el 16 de abril de 1582 por el Licenciado Hernando de Lerma. El controvertido gobernador del Tucumán llevó a cabo ese acto en cumplimiento de la orden impartida desde Lima por el Virrey Francisco Álvarez de Toledo y Figueroa, motivada en la necesidad de vigorizar la ruta entre la a poco refundada Buenos Aires por Juan de Garay y la capital del Virreinato del Perú.

Trascurridos más de trescientos cincuenta años desde entonces, dos poetas argentinos vinculados entre sí por el afecto y lejanos lazos de sangre en tanto provenían del sevillano Conquistador del Tucumán, Pedro Cayetano González y la Cueva, cantaron en la primera mitad del siglo XX a esa fundación de tanta trascendencia histórica. Lo hicieron sin descuidar sus particulares y en cierto modo comunes perspectivas hispanistas, no sin desconocer ambos, con mayor o menor énfasis y sin conceder argumentos a la leyenda negra, que como todo suceso humano no estuvo el exaltado en sus respectivos trabajos líricos, exento de oscuridades en su inicio, debido al carácter despótico y cruel de Lerma, cuya estatua, obra del escultor Ángel E. Ibarra García se encuentra hoy ubicada en la Plaza Güemes de la ciudad de Salta.

LA OBRA DE ANZOATEGUI

Desde el punto de vista cronológico, el primero en poetizar el hito histórico fue en 1941 Ignacio Braulio Anzoátegui (1905-1978), escritor, abogado y magistrado platense de ancestros salteños, como que su linaje enraizaba con los primeros pobladores de la ciudad del cerro San Bernardo. Con el devenir de las centurias, su abuelo paterno, el doctor Manuel Anzoátegui y González, resultó ser un médico salteño destacado en su profesión que además ocupó altos cargos públicos en la provincia, entre ellos la titularidad del Ministerio de Hacienda durante la gobernación de Ángel Zerda.

Su próximo pariente, el hacendado Ciro Anzoátegui, fallecido en 1915, apasionado lector y divulgador en el medio local del Martín Fierro, fue un tradicionalista hombre de a caballo que jineteando uno desfiló ante la Infanta Isabel durante las festividades del Primer Centenario Patrio. Y un sobrino de Ignacio Braulio, Raúl Manuel Aráoz Anzoátegui, hoy reconocido como una de las figuras literarias salteñas de mayor relieve, publicaba justamente en aquel año de 1941 su juvenil “Elegía a Lavalle”.

De tales entronques familiares resultó ser este cultor del soneto, el romance y la jitanjáfora, acústico y vanguardista género literario que universalizó el mejicano Alfonso Reyes y al que supo poner Anzoátegui el sello de su impronta personal. Incorporado a la Antología Poética Argentina compuesta por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, publicada en 1941, y asimismo antologizado, según dato que aporta Jorge Martínez en la edición de La Prensa del domingo 17 de marzo de 2024, por Jorge Norberto Ferro y Eduardo Allegri en un volumen de 1983, además de poeta se reveló buen cuentista e ingenioso cultor de brulotes y paradojas en libros famosos en su hora como Vida de muertos y Vida de payasos ilustres. Del desenfado orgullosamente reaccionario que practicaba, una de las más acertadas definiciones la dio Horacio González, quien lo hizo reeditar en la serie Los Raros cuando era director de la Biblioteca Nacional: “es como la izquierda de la derecha, lo que produce un extraño efecto: el del fascismo que ríe.”

Sin embargo su ultramontanismo a un tiempo ácido y humorístico y en el plano religioso ortodoxo y chestertoniano, no lo alejó ni mucho menos de las expresiones políticas populares. Así estuvo próximo al Movimiento Justicialista al punto de haber elogiado en un artículo dado a conocer en La Prensa del 16 de octubre de 1954, titulado “El Día de la Lealtad”, lo que en sus palabras: “Fue una pueblada sí, porque fue una patriada”, en línea parecida a su amigo Leopoldo Marechal de aquel definitorio verso: “era Octubre y parecía Mayo”.

Aunque sobre todo con el argentinismo “patriada” o con los más pertinentes términos de “quijotada” y “cideada”, dignas de Alonso Quijano y el Campeador, bien pudo caracterizar Anzoátegui la Colonización Hispana, uno de cuyos jalones fue el concretado junto al rollo de justicia, dando tajos con su espada el Licenciado Lerma en 1582. Su “Poema de la fundación de Salta” se dio a conocer en el diario La Nación de fecha 15 de junio de 1941 y se recogió más tarde en el libro Dulcinea y otros poemas, publicado en 1965 en Madrid por Ediciones Cultura Hispánica.

ESPAÑA CATOLICA

Se advierte desde los iniciales versos de la composición, rimados, de modernista arte mayor y por momentos salmódicos y en honra de cuando: “Ángeles mosqueteros/ disparaban al aire americano mosquetes y sombreros”, la sacralidad acordada al acto fundacional verificado sobre una tierra: “divinamente señalada para derramarse en las aventuras del catecismo y de la espada”.

Inspira el poema el firme compromiso con la España Católica e Imperial; y acorde con el ideario del nacionalismo de derecha argentino de la época de nativa territorialidad requirente tras la Cruz del Sur del Cielo de la Gracia: “para juntar mi tierra con su cielo”, tal se patentiza el ansia por sintetizar los elementos, ampliando los límites físicos de la Patria hacia otra superior y metafísica dimensión, como para constituirse en la marechaliana “provincia de la tierra y el cielo”; un destino a la vez geográfico y Cristológico. No está ausente la referencia al Lugones de las Odas seculares: “Y fue sobre esta tierra, sobre esta tierra mía de los/ ganados innúmeros y de las innúmeras mieses.” Ni son obviados los excesos del fundador que se insinúan fruto de padecer malaria: “Un hidalgo discutidor y discutido/ quizá un hombre necesitado solo de una insignificante dosis de quinina”. Tampoco se deja de enraizar el muy de la época antidemocratismo maurrasiano al que adscribía el autor, en el marco del bien documentado autoritarismo de un Lerma “Discutidor y discutido como un buen español dispuesto/ a morir en cárcel por sostener españolamente/ el españolísimo derecho a no dar explicaciones a/ la gente.”

Poema de afirmaciones y definiciones, de exaltación histórica sí, pero autorreferenciándose aquí y allá el poeta con una asumida carga de contradicciones. Hay un ir y venir por la temporalidad, es decir de la epopeya distante al presente de quien la glosa. Incluso Anzoátegui hace “mea culpa” de su propia condición burguesa y consumista de manufacturas importadas sobre la que bien podría pedirle cuenta: “algún fantasma antepasado/ enamorado de su pasado”. Entonces -¿quizá?- para dar idea de la penetración económica extranjera que poco antes, hacia 1940, denunció Raúl Scalabrini Ortiz en Política británica en el Río de la Plata, a renglón seguido de la posible reconvención, apela sin prejuicio esteticista a cierto término prosaico como debe haber entendido trivial y carente de grandeza el momento aquel de la Nación -plena Década Infame- en que se le reveló la composición: “Sobre esta misma tierra que un día pisaría con la/ comodidad un poco inapropiada de mis zapatos/ingleses/. (Y me refiero a mis zapatos ingleses y no a los ocho/ cilindros del automóvil obligado.)” Y finaliza no casualmente nombrando las serranías que invitan al tránsito ascensional dominador del paisaje y al viaje por la propia sangre, con una invocación a “La ciudad soñadora de los montes azules y del claro linaje.”

Luego de aparecer el texto incluido en el poemario Dulcinea y otros poemas, en el primer número de la revista Jauja correspondiente al mes de enero de 1967, publicación nacionalista donde mucho colaboró Anzoátegui, su director el Padre Leonardo Castellani, suscribió un comentario crítico con las primeras letras de su seudónimo “Jerónimo del Rey”. Allí celebró el libro y en especial elogió el poema de referencia con estas palabras: “Una decena de odas coloridas y refinadas en el metro anzoateguiesco de versículos rimados, espléndidas y sólidas casi todas, ante todo (para nuestro gusto) el ‘Poema de la fundación de Salta’ y la épica ‘Oda al Paraná’.”

Da pena que la superficialidad actual, la grosería estética imperante y sobre todo la desatención hacia piezas de tan alta jerarquía literaria como este poema, lo hayan relegado al olvido.

SIETE LOORES

En 1942 y como adhesión al Congreso de la Cultura Hispano Americana, celebrado en la ciudad de Salta y promovido por el entonces Arzobispo de la arquidiócesis, Monseñor Roberto J. Tavella, un hijo de aquella ciudad norteña, joven historiador y poeta, autor para ese tiempo de un par de sonetarios editados y próximo a dar a conocer una plaqueta intitulada Sexenario de Sonetos con la Croniquería del Señor del Milagro, compuso a la manera de Gonzalo de Berceo y el Arcipreste de Hita, la crónica de la fundación de Salta.

La obra de Carlos Gregorio Romero Sosa (1916-2001), dedicada a los doctores Carlos Serrey, Daniel García Manilla y al arquitecto Ángel Guido que mereció un prólogo del poeta cordobés Ataliva Herrera, “Tiene hondura y realidad histórica evidente”, en valoración del Capellán Mayor del Ejército Argentino R.P. Amancio González Paz. Consta de siete loores que totalizan más de cuatrocientas estrofas compuestas en tetrástrofos alejandrinos monorrimos.

Al tener acceso a los originales, recibieron el elogio de Juan Carlos Dávalos, tío y maestro de Romero Sosa; y a juicio del humanista Juan Carlos García Santillán es: “El poema de mayor aliento escrito por un salteño”. Aunque ni entonces ni después llegó el autor a ver publicado en libro el extenso texto; más allá de los iniciales requerimientos de varias instituciones culturales como la Unión Salteña y el Centro de Residentes Salteños “General Güemes”, a fin de que la legislatura local concediera un subsidio para hacerlo. No obstante fue difundido al aire íntegramente años después, en abril de 1946, en una audición especial de la Radio Provincia de Salta LV9 para celebrar un nuevo aniversario de la fundación de la ciudad norteña.

FUEGOS ACTUANTES

Mucho más una acabada relación histórica, enriquecida con datos cronológicos y hasta genealógicos, fiel a la vocación del autor por el arte de Clío, a cuyo estudio y desarrollo finalmente dedicó su existencia, que un punto de partida para expresar pareceres y refundarse a sí mismo, santificando la tierra carnal como Anzoátegui en su poema, comienza esta loa por no relativizar las crueldades de Lerma, acusado en su momento de ideas judaizantes ante la Inquisición y alguien “mendaz, rencoroso e injusto” para el historiador Atilio Cornejo: “Hay en el caballero prestancia de soldado./ Es cristiano, lo jura. Bachiller. Licenciado./ Si a veces se presenta hosco y malhumorado,/ evoca la figura del Manchego alunado”.

Empero entre el claroscuro de miserias y grandezas lejanas, se avivan fuegos actuantes a lo largo del canto como guías que permiten divisar el feliz producto, al cabo, de lo acontecido tantos siglos atrás: “Pero este caballero, a quien la Providencia/ juzgue por sus errores y su íntima conciencia,/ estaba destinado, por Divina Indulgencia,/ a delinear el predio de una nueva querencia”. Y continúa reconstructivo del imaginado ambiente del Valle de Salta: “Junto al curso sonoro del río ribereño/ -Segundo, Sauce o Arias-, ha de plantar el leño/ de la altiva picota. Y aromará un bargueño/ los muros del Cabildo, de espejismo limeño. (…). Esta era la conquista en el Valle de Salta,/ la muy noble conquista que la crónica exalta/ Del gran Virrey Toledo su videncia resalta./ ¡Cuán grande era el ilustre Caballero de Malta!”

La cuaderna vía de tan noble tradición en nuestra lengua, fue asimismo ejercitada en forma más o menos contemporánea a los Loores comentados, tanto en España por Gerardo Diego en Decir de La Rioja, como en la Argentina por Alfredo R. Bufano en sus libros Mendoza, la de mi canto y Colinas de alto viento, por el sacerdote y escritor salesiano Luis Gorosito Heredia –“Nice Lotus”- en Juglar de antaño y hogaño o por María de Villarino en “Loores de Nuestra Señora de Luján”.

En el país, sin embargo, la cuaderna vía ha tenido su punto más elevado sin duda alguna en el magno “Loor a Nuestra Señora del Valle” del catamarqueño Juan Oscar Ponferrada, justamente dado a conocer y ser premiado en los Juegos Florales de Catamarca en abril de 1942, el mismo año de la creación de Romero Sosa, su admirador y amigo cuyas últimas cuartetas de la crónica, siempre escandidas dentro de las formas del Mester de Clerecía, resultan de una emocionada exaltación del terruño: “Es la Salta española, morisca y castellana,/ a ratos pecadora y mística y cristiana,/ la que fue redimida del infiel por Barzana/ y mostró en la contienda su espada toledana./ La Salta de los patios que nieva el limonero/ y que imprime en las páginas de su albo romancero,/ junto con el perfume de albahaca y de romero,/ la sangre de su historia pintada en cada alero./ La Salta de los santos y de los historiales;/ y la del caserío de estampas coloniales,/ propicia a ser cantada en claves virreinales/ o en devotas antífonas de libros sapienciales. /La Salta de las torres, severos penitentes/ con cilicios de bronce de campanas urgentes/ con sones melodiosos, sutiles o potentes/ para llamar al rezo a espíritus ardientes.”

Intencionadamente finaliza Romero Sosa transliterando en homenaje a Anzoátegui, los primeros versos de su poema, inicial epígrafe además de los Loores. Nada raro dado el vínculo ya existente entre uno y otro a acrecentarse en la siguiente década cuando hasta fueron cercanos vecinos de la porteña calle Laprida, en el barrio de Recoleta: “La Salta: novia india de hispanos caballeros,/ a la vez que guerreros, juglares y troveros,/ llenos de señorío o adustos mosqueteros/ que al aire disparaban mosquetes y sombreros.”