Día de furia: la violencia como lenguaje de una sociedad que ya no se escucha
Un ataque de un hombre que destruyó una oficina de atención al público en Santa Fe vuelve a exponer una realidad que crece sin ser comprendida: la ira como expresión colectiva, la violencia como síntoma, y la necesidad urgente de leer los comportamientos sociales con ojos clínicos, sociales, no solo judiciales.
Hace unos días, en la ciudad santafesina de San Jorge, un hombre entró con un pico a la oficina de la empresa de energía local y destruyó todo a su paso: vidrios, escritorios, computadoras, sin tocar a ningún empleado. Luego se fue. Nadie resultó herido. No gritó, no robó, no agredió. Solo destruyó. Este acto nos recuerda el comportamiento de William Foster el personaje que representa Michael Douglas en la película icónica, un Dia de Furia (Falling down 1993) y quizás a partir de allí todos los actos de un sujeto que ya no puede soportar presiones internas y externas en un medio urbano, se las cataloga de esa manera: “Un día de furia”.
Ya en esa época, la pregunta sobre ese personaje o inclusive sobre los escasos casos en esos años de comportamientos que podían ser similares, llevaban las mismas dudas de siempre: ¿Es un brote de locura, un crimen con razones desconocidas? ¿Qué es en definitiva?. Quizás al ampliar más el espectro y no solo buscar una patología, la lectura desde las ciencias del comportamiento es que se trata de una ruptura de la narrativa de la comunicación verbal racional y pasa a ser un pasaje al acto expresado en un acto de comunicación emocional extrema.
Es decir, de alguna manera una descarga que se expresa bajo forma de violencia ante la impotencia, la imposibilidad de estrategias de comunicación de otro tipo, frente a una sociedad, un estado, etcétera, que es percibido como sordo, ausente o burocráticamente inhumano.
La palabra, agotada, da paso a la respuesta motora de manera explosiva. Esa explosividad en este caso es manifiesta, es colectiva y sobre todo es hacia afuera, pero hay infinidad de casos en los cuales esa violencia, esa descarga, se dirige hacia otros, su familia inclusive o aún más, hacia sí mismo bajo forma de actos autodestructivos.
La pregunta que deberíamos hacernos no es solamente qué llevó a este hombre a hacerlo, sino por qué cada vez más personas en distintas ciudades, no solo en nuestro país sino en el mundo, responden con actos de furia aparentemente irracional ante situaciones de frustración cotidiana.
Furia urbana: ¿patología individual o síntoma social?
En el lenguaje de la psiquiatría y, en particular, la forense o la criminología, este episodio no se codifica como una simple irrupción violenta que se pueda etiquetar bajo un diagnóstico o perfil. No responde, por ejemplo, necesariamente a una psicosis, ni a un impulso criminal clásico. Responde, muchas veces, a un fenómeno que podríamos definir o describir como una descarga simbólica de impotencia social acumulada. El estudio de estos episodios, en lugar de interpretar cada caso, busca también factores, o patrones comunes con otros y en general no son excepciones sino patrones, no de personalidad sino de todo un proceso.
Tomando este caso relativo a los cortes de servicio eléctrico, a las consecuencias concretas y económicas de los mismos expresadas en pérdidas de objetos del hogar o trabajo, se le suman los trámites que pueden ser percibidos como humillantes (quizás lo son), la atención despersonalizada y la sensación de injusticia estructural que son parte del día a día. Muchos ciudadanos experimentan lo que en la psicología del comportamiento a veces se denomina como ‘agresión desplazada’, es decir se ataca aquello que para el sujeto simboliza esa frustración y no el origen. No se golpea al funcionario que no contesta, sino al vidrio de la oficina. No se insulta al estado directamente, sino que se destruyen sus objetos.
La crisis del 2001 y la gente golpeando los bancos con cercas son un recuerdo imborrable. El problema en esa dialéctica violenta es que en muchos casos del otro lado no hay un interlocutor o hay uno que busca llevar al fracaso la comunicación, como técnica inclusive en la cual han sido capacitados los empleados.
Este tipo de violencia no busca herir al otro, sino hacerse ver o más que eso, escuchar. La destrucción es una coreografía rudimentaria de la desesperación. No es el delito por codicia, sino la teatralidad de la furia. Como en otras sociedades contemporáneas, el ciudadano anónimo que se siente invisible, impotente, oprimido, elige la violencia no solo como reacción, sino como lenguaje. Sabe, de manera consciente o no, por otro lado, que las redes sociales, las cámaras, los medios multiplicarán eso, y quizás eso permita una reparación simbólica: el “escrache” es una de sus formas habituales. Al mismo tiempo eso sustituye a acciones que podrían ser válidas como en algunos casos la asistencia legal, ya que en la sensación de impotencia se impone la destrucción, la mediatización como vía privilegiada y a veces única.
La destrucción pública, como lanzar una computadora por la ventana o romper con un pico la oficina entera, se convierte en un acto performativo que es aquel que dice lo que las palabras no logran transmitir, y lo hace a través de un mensaje brutal, directo, viral. ‘Acto performativo’ es un concepto desarrollado por el filósofo J.L. Austin, y se refiere a aquel en el que las palabras se transforman en acción o causan o esperan causar un cambio. No se limitan a describir o informar, sino que, por su misma enunciación, producen un efecto.
La cultura de la furia
Argentina no es ajena a este fenómeno. Los llamados “días de furia” han proliferado: conductores que agreden a inspectores de tránsito, vecinos que destruyen oficinas de atención al cliente, usuarios que rompen vidrieras por turnos mal asignados etc. Y, casi siempre, las escenas se viralizan. Esa viralización a su vez, responde a un estado de ánimo colectivo. Es un guion repetido: frustración, con un periodo en que se sostiene la misma, el buscar las vías de reclamo, la falta de respuesta, el silencio, el colapso de los recursos emocionales y cognitivos, la desesperación y finalmente el estallido materializado por la acción, ya que la palabra se ha agotado.
En ese estallido, que es lo emergente, se buscan explicaciones puntuales pero en realidad hay un largo proceso encubierto. Los escenarios pueden ser la vida personal, familiar, la laboral, la pública o una combinación de todos ellos. La eclosión se materializa en alguno de esos espacios, pero responde a la matriz de desesperación basal.
La violencia urbana no solo rompe cosas sino que daña a las personas. Los empleados de estas oficinas, muchas veces precarizados o mal capacitados, a los que se les da información limitada pero se los expone a la previsible ira de los consumidores frustrados, viven episodios de mucho estrés, aun sin ser agredidos físicamente. Eso lleva a un círculo del deterioro de la función y el desgaste laboral: frustración, violencia, interrupción de servicio y más frustración.
No criminalizar sin entender
Si la única respuesta institucional a estos hechos es policial o judicial, estamos alimentando la misma lógica que los origina. La furia no nace de la nada. Nace de la acumulación de una sociedad que ya no tiene canales de expresión eficaces o en los cuales la incomunicación es la regla y a la vez un modo de ejercer el control. Y, cuando eso ocurre, el acto violento no es un delito aislado, sino una síntesis dramática de lo que no hemos querido escuchar a tiempo.
Una pregunta frecuente ante estos episodios de violencia urbana simbólica es si el agresor padece un trastorno mental. La sospecha de “locura” aparece como explicación rápida, muchas veces tranquilizadora. Pero desde la psiquiatría forense, la lectura debe ser más rigurosa. No todo acto violento responde a una enfermedad mental. De hecho, son la menor proporción. Y no toda enfermedad mental genera actos violentos. Esa distinción, aparentemente obvia, suele diluirse en la vorágine mediática o judicial.
Los análisis psiquiátrico forenses posteriores, muestran que la mayoría de estos comportamientos pueden darse sin que exista un diagnóstico psiquiátrico mayor. Es decir no hay delirio, ni psicosis, ni deterioro cognitivo. Lo que suele observarse en cambio es:
• Altísima carga de estrés acumulado.
• Incapacidad de regulación emocional sostenida.
• Ambientes estructuralmente frustrantes o negligentes.
• En algunos casos, rasgos impulsivos o trastornos de personalidad, que desencadenan con más facilidad el pasaje al acto.
Existe sin embargo una categoría en los manuales diagnósticos, el trastorno explosivo intermitente, que describe episodios de agresividad súbita y desproporcionada frente a provocaciones menores. Sin embargo, incluso allí, el contexto socioambiental y la estructura previa del sujeto son determinantes para el mismo nomenclador. La evaluación forense no debe centrarse solo en la conducta, sino en su sentido, su contexto y su historia. Distinguir entre un acto desesperado y un trastorno mental genuino es un imperativo ético, clínico y legal.
Si criminalizamos sin entender, y si diagnosticamos sin rigor, corremos el riesgo de aplicar soluciones erradas a problemas mal definidos. Y en ese camino, el síntoma que es la violencia, seguirá emergiendo. Porque lo que no se escucha, termina gritando. A veces, destruyendo.
Detrás de cada monitor arrojado por una ventana hay una historia no escuchada. Detrás de cada vidrio roto, una espera sin respuesta. Y detrás de cada “día de furia”, una sociedad que se mira al espejo y no se reconoce.