DE JUDITH BUTLER AL FEMINISMO REACCIONARIO: EL CASO DE MARY HARRINGTON

Deserciones en la batalla cultural

La periodista inglesa acaba de publicar el ensayo ‘Feminismo contra el progreso’. Partiendo de un análisis económico, ajusta cuentas con su antigua ideología y propone volver a viejas verdades consagradas en el matrimonio, el hogar y el rechazo del control de la natalidad.

Debajo del radar de los grandes medios, al margen de las supuestas noticias que más llaman la atención, se libra sin respiro una contienda sobre temas esenciales. En esa disputa de ideas ciertos autores valientes se animan a presentar batalla a fuerzas o movimientos que se pretenden intocables. Algunos llevan ese ejercicio al extremo de romper con sus antiguas adhesiones; otros se convierten en verdaderos apóstatas de esas nuevas religiones seculares llamadas feminismo, “orgullo” gay o ideología de género. Unos pocos, a veces sin percibirlo, dan el giro completo y se descubren proponiendo como novedosas las que son obvias verdades cristianas en un mundo que ya no se permite ser cristiano.

Uno de esos casos lo ilustra el libro, de reciente aparición, Feminism Against Progress (Feminismo contra el progreso), de la periodista británica Mary Harrington, habitual columnista del sitio Unherd.

Autodefinida “feminista reaccionaria” (tiene un blog así titulado), Harrington encarna el intento curioso de lograr, en sí misma, la cuadratura del círculo. Que puede entenderse, según los gustos, como un esfuerzo vano, destinado al autoengaño, o como el comienzo de un gradual proceso de liberación intelectual y de retorno al sentido común.

ARREPENTIDA

Si bien no es una conversa en sentido religioso estricto, Harrington al menos es una “arrepentida”.

Nació en 1979 y estudió literatura en la Universidad de Oxford, donde contrajo el feminismo radical y las diferentes secuelas del estructuralismo, la teoría crítica, la teoría queer y las enseñanzas de Judith Butler. Al graduarse se dedicó a experimentar, según sus propias palabras, “con drogas, perversiones y relaciones no monógomas”. Por un tiempo se hizo llamar “Sebastián” y se preguntó si realmente era mujer.

“Sentíamos posible reimaginar nuestros géneros y crear comunidades de apoyo para hacer realidad nuestras vidas interiores -escribió en su libro-… Era liberador, revolucionario e indudablemente similar al ‘progreso’ con el que siempre habíamos soñado”.

Tentada por las burbujas de Internet, se asoció con amigos para fundar una empresa tecnológica militante que pretendía “perturbar la educación como eBay había alterado las subastas”. Eran anticapitalistas y en la tecnología creían haber encontrado el arma definitiva para trastornar el sistema.

Todo eso se vino abajo con la crisis financiera de 2008. La posterior erupción del anarquismo antisistémico de movimientos del estilo Occupy Wall Street pronto se esfumó. Activistas como Harrington quedaron a la deriva, desconcertados frente a lo que parecía la muerte del anticapitalismo tradicional. Desde entonces, declaró Harrington en una entrevista con el sitio Church Times, “la izquierda se volcó más explícitamente a ser apenas el barniz moral del mercado”.

El cambio definitivo para Harrington llegó cuando conoció a un hombre, se casó, tuvo un hijo y su mudó de Londres al campo. La feminista radical había encontrado la horma del zapato.

Esa mezcla de ideas fallidas y contradictorias experiencias vitales incidieron en el libro que la periodista publicó este año. Su crítica al feminismo parte de un análisis económico -e incluso marxista- y llega a conclusiones que pueden calificarse de “conservadoras” y hasta cristianas sin que la autora lo sea del todo (suele definirse como “anglicana moderadamente hereje”).

A su juicio, la causa de los males que tendrían que atacar las feministas no debe buscarse en el remanido “patriarcado” sino en la industrialización iniciada en el siglo XIX. Ese tumultuoso proceso económico creó una separación que ya no volvería a soldarse entre el hogar y el trabajo, entre las familias y los medios de producción.

El primer feminismo, recuerda el argumento de Harrington, surgió para combatir esas penurias con la idea de restablecer un cierto equilibrio económico que se oponía a la impetuosa lógica del mercado moderno.

Pero a la par de esa tendencia creció otra rama, hoy por completo dominante, que postulaba un “feminismo de la libertad”. Esta corriente “adoptó la lógica individualista del mercado y buscaba el ingreso de las mujeres a ese mercado en las mismas condiciones que los hombres”. Todo lo que en estos días se llama feminismo es sinónimo de esa segunda línea.

Junto a esa primera objeción, el libro plantea otra más inquietante y actualizada. Lo señaló con perspicacia la profesora estadounidense Abigail Favale, ex militante feminista y ella sí católica conversa y autora de obras críticas sobre el feminismo y la noción de género, en una reseña aparecida en la publicación digital Public Discourse.

Se trata de la alianza pocas veces mencionada entre el feminismo y el transhumanismo, un pacto que se originó en la pastilla anticonceptiva y que se mantiene vigente, sin rechazos visibles, desde hace ya seis largos decenios.

Este pacto nocivo engendró lo que Harrington llama “bio-libertarianismo”, una concepción del mundo que “se empeña en extender al máximo posible la libertad individual y la transformación personal, llegando incluso al reino de lo corporal”. La meta, proclamada con bombos y platillos, es alcanzar una pretendida “autonomía” humana que no reconozca límites biológicos ni barreras morales.

Ese es el siniestro “progreso” contra el que se alza el libro en una lucha a la que pretende sumar a feministas desencantadas como ella que entiendan, acota Favale, que “el bienestar de la mujer depende del bienestar del hombre, y viceversa”.

PROPUESTAS

En aras de alcanzar ese fin la obra hace propuestas concretas, que constituyen un mero retorno a la sensatez aunque a los despistados les suenen como grandes osadías.

Llama por caso a fortalecer el matrimonio y el hogar, a descartar la impuesta “neutralidad de géneros”, y a dejar atrás los métodos de control de la natalidad y la pastilla anticonceptiva, “esa primera tecnología transhumanista —escribió Favale en su reseña— que puso a las mujeres en guerra con sus propios cuerpos, y desplaza la sexualidad de un contexto de confianza, compromiso, intimidad y del riesgo emocionante de una nueva vida”.

Quien se vea sorprendido por la argumentación de Harrington, con su énfasis en los efectos nefastos del capitalismo desbocado, la tecnología y lo que hoy se llama transhumanismo, hará bien en recordar que ya fue planteada, desde hace más o menos un siglo, por pensadores cristianos como G. K. Chesterton, Hilaire Belloc, C. S. Lewis y Leonardo Castellani, o, más cerca en el tiempo, por católicos tradicionalistas como Miguel Ayuso o Juan Manuel de Prada.

Justamente es De Prada quien no deja de advertir, en columnas periodísticas o conferencias públicas, sobre la trampa maquinada por los potentados de estos días, que reparten “derechos de bragueta” a los explotados y empobrecidos a modo de compensación para que se conformen con sus vidas miserables y no se les ocurra rebelarse.

Puede verse en esa coincidencia otro ejemplo de la hermosa parábola, cargada de simbolismo, con la que Chesterton abre Ortodoxia (1908), el primero de sus grandes ensayos. Es aquella del marinero inglés “que erró levemente su ruta y descubrió Inglaterra convencido de haber descubierto una nueva isla en los mares del Sur”. Una parábola que el genial inglés aplicaba a su propia conversión.

Harrington podría escribir al igual que Chesterton: “Yo, como otros solemnes chiquilines, traté de anticiparme a la época. Como ellos, intenté adelantarme por diez minutos a la verdad, y encontré que ella se me había adelantado unos 1.800 años. Esforcé la voz gritando mis verdades con una penosa exageración juvenil, y recibí el castigo más adecuado, porque yo conservé mis verdades, pero descubrí luego que si bien mis verdades eran verdades, mis verdades no eran mías”.