LA MIRADA GLOBAL

Desde Moscú, se ve a Ucrania como parte del patrimonio ruso

Lo que está sucediendo en la lejana Ucrania al tiempo de escribir esta breve nota luce ciertamente como muy grave. No sólo por la inocultable y enorme amenaza militar rusa a ese país, que supone un riesgo inminente y de mucho peso para la paz y seguridad del mundo entero. También por las absurdas exigencias preliminares rusas que fueran dirigidas a los países de Occidente para sentarse a dialogar sobre lo que allí está efectivamente ocurriendo. Con las que se pretende cercenar, inaceptablemente por cierto, la libertad de su andar externo. 

    Desde octubre pasado, Rusia ha desplazado hacia las extensas fronteras de Ucrania unos 100.000 efectivos militares, con pertrechos que, por su propia naturaleza, sugieren que con ello apunta a invadir militarmente a Ucrania. 

Los 44 millones de ucranianos, que estuvieron, por largo rato, sometidos al yugo soviético, están -desde hace meses- en un comprensible estado “de alerta”, plenamente conscientes de lo que amenazadoramente les ocurre. Saben, por supuesto, que su propio país ha sido ya fracturado impunemente por los rusos, mediante la no reconocida anexión violenta de la península de Crimea, en el 2014, así como por la aparición, no casual, de “entusiastas” enclaves rusos en la económicamente prominente región de Donbass, donde la población local es abiertamente “pro-rusa”, por razones que tienen que ver con la propia definición de su identidad particular.

    La debilidad, ya bastante aparente, de la administración norteamericana del presidente Joe Biden y la reciente desaparición del escenario grande internacional de la notable Angela Merkel no han hecho sino alimentar la cuota de audacia -casi ilimitada- del actual Jefe de estado ruso, Vladimir Putin.

    Ucrania no es aún, recordemos, miembro de la OTAN. Pero seguramente podría serlo si, de pronto, lo intentara. Lo que, en el actual estado de cosas, sería probablemente una peligrosa imprudencia. Y esto lo sabe muy bien Vladimir Putin.

    No obstante, la abiertamente belicosa actitud rusa ha producido ya reacciones previsibles. Los Estados Unidos han puesto en alerta a unos 8.500 efectivos militares adicionales y algunos de los otros países de la OTAN han movilizado a posiciones de guerra a algunos de sus respectivos buques de guerra y aviones militares, con la mirada puesta claramente en lo que sucede en Ucrania. 

Lo que ciertamente no contribuye a bajar la tensión, sino todo lo contrario. Pero nadie arriesga nada ante el intimidante posicionamiento militar de los rusos y sus constantes amenazas, directas e indirectas. Desgraciadamente, esa notoria escalada militar no ha cesado aún.

    Rusia, por su parte, niega sin mucha credibilidad, tener cualquier actitud belicosa e invoca, además, su propio derecho a desplegar sus tropas en su vasto territorio en todo momento y del modo que ella quiera y crea conveniente. 

    Hasta la voz, generalmente serena, del buen amigo y Canciller ruso, Sergei Lavrov, tiene ahora sus bemoles y su rostro poco sonriente ha adquirido un nuevo gesto adusto, propio de las circunstancias, presumiblemente. 

    Lo cierto es que, desde Moscú, Ucrania luce para la mayoría local como formando de alguna manera parte de la propia identidad rusa. Como si contuviera a un sólo y mismo pueblo eslavo que Rusia, entonces. Desde la Edad Media, por otra parte. Los locales –recordemos- fueron, en su momento, una sola nación con los rusos, lo que conformó una suerte de espacio cultural y hasta espiritual e histórico común.

    Desde hace un buen rato ya, las actuales autoridades rusas se han venido quejando con alguna reiteración de lo que califican de peligrosos intentos específicos de desrusificar  a los ucranianos. Pero no han tenido, en esto, eco sustantivo alguno.

    Los ucranianos que se sienten distintos de los rusos prevalecen, por su parte,  en el activo centro y en el oeste de su país. Los demás son, en cambio, particularmente fuertes en el este y en el sur de Ucrania, donde se habla constantemente el idioma ruso, que es el prevaleciente. 

Sólo desde la abrupta caída de la Unión Soviética, ocurrida en 1991, el ucraniano se transformó en el idioma nacional. Antes no lo era. 

Las cifras actuales, según explica claramente el siempre interesante Pierre Bouvier desde las columnas de Le Monde, sugieren que el 78% de los ucranianos hoy habla fundamentalmente el ucraniano. Pero que hay, asimismo, un 18% de la población total del país que usualmente se maneja sólo con el idioma ruso. Una quinta parte, entonces, aproximadamente. Desde el 2019 el ucraniano es, por lo demás, el idioma que se utiliza en el comercio y en los servicios.

    Para remarcar su propia y particular visión de la historia de Ucrania, el hábil Vladimir Putin no se cansa den recordar, a propios y extraños, que el referido país es apenas una creación artificial de Lenin. No mucho más que eso, en su opinión. Lo cierto es que Ucrania sólo fue, muy brevemente, independiente de Rusia y, en cambio, perteneció al imperio soviético desde 1922 hasta 1991. Un buen rato, queda visto. 

En 1991, cabe recordar, mediante un referendo especial, más del 90% de los ucranianos aprobó, inequívoca y formalmente, la independencia política de su propio país, con la mirada puesta en Rusia, seguramente. Ella está, por lo demás, expresamente incluida en los términos precisos de los llamados “
Acuerdos de Minsk, que fueran en su momento suscriptos entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

    Lo cierto es que la cuestión de Ucrania es delicada y está preocupando enormemente al mundo, por la inestabilidad que provoca y por las fracturas internas que ella genera desde el 2004, cuando explotara la ya fracasada “revolución naranja”. 

    Para Vladimir Putin, la crisis de Ucrania es una oportunidad para tratar de dividir a Occidente. Y debilitar, muy especialmente, la actual unidad europea alcanzada -paciente y lentamente- por la mayoría de las naciones que conforman la Vieja Europa.

Siete mil muertos

    El conflicto en Ucrania ha cobrado ya más de 7.000 muertos y generado pérdidas económicas de una muy significativa magnitud. 

Aquellos ucranianos que pretenden vivir en democracia se inclinan –como era previsible- por tratar de acercarse todo lo posible a Occidente, lo que luce como una suerte de enorme esperanza de poder vivir en libertad. Los demás ucranianos, relativamente “acostumbrados al autoritarismo,” prefieren la aparente “previsibilidad” que ellos atribuyen, equivocadamente por cierto, a ese poco atractivo sistema político.

    La paz en Ucrania está perturbada ahora por frecuentes encontronazos armados entre las fuerzas de ambos bandos, regulares o no. Ellos suelen ser generados por la notoria inestabilidad que, en ese perturbado país, aqueja a todos por igual. 

    Rusia sostiene enfáticamente que “no busca la guerra”. Pero al agregar siempre enseguida que ello es así aunque sólo en la medida en que sus propios ”intereses” no sean “groseramente afectados”, siembra dudas de peso que parecen estar conjuntamente justificadas tanto por la realidad actual, como por la propia violenta historia del país del este europeo.

    Para peor, Rusia ha amenazado concretamente con “militarizar” a sus aliados en Cuba y Venezuela, extendiendo así desaprensivamente el riesgo bélico a nuestra región, lo que no es precisamente para celebrar, sino todo lo contrario. De allí que el retiro inmediato de la enorme concentración militar de fuerzas rusas en las fronteras de Ucrania preocupa ahora también enormemente a América Latina, en su conjunto.