Desatención, el “mal de la época”: reflexiones sobre el Dia del TDAH

“El Quijote es la historia de un hombre que parece loco pero es el único cuerdo. Porque ha decidido vivir no según lo que el mundo llama realidad, sino según un ideal.”
Ortega Y Gasset-Meditaciones del Quijote, 1914

En el Día Internacional de Concientización sobre el Trastorno por Déficit de Atención (TDAH), que se conmemora hoy, nos convoca a una profunda reflexión que trasciende la esfera médica para adentrarse en la compleja trama de nuestra cultura: ¿Estamos realmente comprendiendo profundamente lo que nombramos bajo una etiqueta, una sigla, una clasificación, en este caso la sigla TDAH, o simplemente repetimos etiquetas y categorías que eluden el pensamiento crítico, pero especialmente eluden la realidad íntima de las personas? La expansión vertiginosa y ambigua de este diagnóstico en las últimas décadas, quizás no en la nosología escrita pero ciertamente en la práctica, y el etiquetado caracterizado por tener límites difusos y amplios, que a menudo parecen dictados por la interpretación individual, nos obliga a interrogar la naturaleza misma de la atención en el mundo actual.
La desatención como síntoma cultural
Actualmente estamos inmersos en un estadio de la civilización que tiene como parte de su núcleo operativo, a la distracción en: las redes sociales y los medios son ejemplos y moldes a la vez, para ver esto. De manera directa es una observación que podemos hacer cotidianamente en diversos ámbitos. En ese contexto la emergencia del TDAH ya no como una patología especifica sino como un fenómeno global parece más un síntoma colectivo que una patología meramente individual. 
Un área donde todo puede ser llevado a la medida de comparación es la economía. Vivimos en una economía en la cual la captación de espacios atencionales, así sea efímeros, son fuente no solo económica sino especialmente de poder. Cada segundo de nuestra mirada que se logra desviar, hacia una imagen, un video, un reclame como se solía decir antaño, es decir un espacio que reclama nuestra atención, se monetiza. En función de eso la tecnología multiplica la producción de cantidad y diversidad de estímulos y se busca así sobrecargando de estímulos nuestros circuitos neuronales, agotar nuestra capacidad de procesar la información. En un sistema acelerado que castiga la pausa, todo debe ser un continuo de saltos disconexos entre sí pero con conexión en cuanto a estimulo en la temporalidad. Ese estado de alerta por estímulos que no se pueden perder, el FOMO por ejemplo, ya que son adictivos, genera a su vez la estimulación de todo el sistema, incluido claro lo motor. Al mismo tiempo la ansiedad acompaña y recicla la inatención, la dispersión. El objeto no es ser procesador de información, sino receptor pasivo. En este marco, ¿cómo no esperar que los niños, y de hecho los adultos, se dispersen o se sientan desbordados por el ruido de fondo de una época desprovista de silencio? Dicho en otros términos, donde quedan los constructos fundamentales de las diferentes presentaciones clínicas del déficit atencional?
Como en otras áreas de nuestros comportamientos, se busca establecer la idea de la descontextualización y entre esa desconexión esta la del individuo con lo colectivo, con lo social, con el medio del cual es parte integral. La noción de que el “déficit” radica en la atención individual, soslaya una verdad más incisiva: el verdadero déficit podría encontrarse en la “brújula simbólica” que orienta nuestra existencia en los tiempos actuales, donde la dispersión reina y es un bien comerciable. La sociedad actual valora la reacción por sobre la acción reflexiva y condicionada por una volición sana, la velocidad predomina sobre la calidad, la productividad y la multitarea, son valoradas, y al mismo tiempo de manera contradictoria, esa misma sociedad considera a la, inevitable y buscada dispersión, una ineficiencia, una falla en el sistema. Pero, ¿y si esta aparente "desatención" no fuera una falla, sino una manifestación condicionante y condicionada a la vez de los tiempos? Y aún más sino fuera paradójicamente una capacidad defensiva, quizás olvidada, de no someterse al dictado de una atención fragmentada y superficial, de sobrevivir a la sobrecarga de estímulos (overload data)? 
Diagnóstico: ¿Una lupa o una prisión semántica?
Si bien el TDAH es un diagnóstico con base clínica amplia, psiquiátrica y neurológica, su aplicación en la práctica a menudo se desvía de la rigurosidad necesaria. Criterios internacionales como el DSM y el CIE existen, pero en la cotidianeidad, y en contextos de asistencia limitada, la subjetividad, la opinión, la doxa, juega un papel decisivo. Lo que para un educador puede ser “inquietud excesiva”, para otro puede ser “entusiasmo participativo”. El rol del observador y el medio no se consideran en la lectura aislada del sujeto en el cual lo que “se ve y se detecta” el síntoma, y es evaluado según la diferente percepción de unos y otros casi siempre de manera recortada del todo. Esto lleva a la psicologización o medicalización de temas que en muchos casos tiene sus raíces en áreas multifactoriales. Al mismo tiempo la falta de marcadores biológicos claros refuerza la dependencia del relato de padres y educadores, condicionado por las expectativas sociales sobre el comportamiento infantil. La falta de uniformidad en la práctica de criterios psicodiagnósticos, aun cuando existen escalas estandarizadas, hace que nos encontremos que un test muchas veces inespecífico, con algunos elementos que el observador considera relevantes en un niño inquieto, implique que no se recaben más datos. El síntoma más el test aislado, dan el cuadro, donde no hay persona.
El diagnóstico, que debería servir para abrir caminos, explicar, orientar y tratar, corre el riesgo de convertirse en un punto de llegada, una definición que absorba a todo el individuo. Cuando un niño es etiquetado como “hiperactivo” o “desatento”, su singularidad se disuelve bajo una sigla que pretende explicar lo que a menudo no se observa con la profundidad necesaria. Como advertía Michel Foucault, toda clasificación del saber es también un ejercicio de poder, y nombrar es trazar un límite entre lo normal y lo patológico, con consecuencias directas en la identidad del sujeto.
Nuestra cultura parece haber patologizado varias etapas y situaciones vitales, por ejemplo las emociones, como es el caso tan abordado de la medicalización de la tristeza o aun de la felicidad. Entre ellas está la infancia, transformando el juego libre, las conductas personales de exploración, la lentitud o el pensamiento errante en signos de sospecha. El lema es repetido pero a veces no se cumple, “un niño no es un adulto chico”, sin embargo a veces se busca que el niño funcione como un pequeño adulto productivo, ajustado a un sistema que ni siquiera los adultos pueden sostener sin malestar. Las horas de inmovilidad y atención exigidas en una currícula escolar creciente, no toman en cuenta ni siquiera parámetros evolutivos. En este escenario, el TDAH se convierte en una etiqueta que simplifica, permitiendo descargar la responsabilidad en el niño y medicalizar el conflicto. Especialmente calma a los demás, a los que observan y buscan el título, la etiqueta. Pero no todo lo que irrita o incomoda debe ser diagnosticado; a veces, es simplemente la infancia resistiendo en un mundo hostil, que con el tiempo se agotará y llamaremos a eso madurez.
El filósofo José Ortega y Gasset, en sus “Meditaciones del Quijote”, nos recordaba que la identidad de una persona está intrínsecamente ligada a su entorno. Ese “hombre y sus circunstancias” que menciona en las meditaciones, no está únicamente en la biología del sujeto, sino en un ambiente que patologiza ciertas formas de estar o contextualizarse en el mundo. Los “inadaptados” a menudo no son patológicos, sino que están fuera de contexto; caminan con otra brújula, en otros sentidos, pero no por ello enfermos. Como el Quijote, que parecía loco pero esto era su defensa por ser el único cuerdo al intentar vivir según un ideal, muchos niños etiquetados con TDAH podrían no tener un déficit, en el sentido que solemos darle, algo que falta para, sino un exceso de sensibilidad ante un mundo que los fuerza a ser otros.
La atención es una de las funciones que más nos define, nos caracteriza, como seres conscientes. El TDAH, entonces, no se limita a una función ejecutiva alterada, sino a una persona en su integralidad inserto y parte de una cultura, unas circunstancias, que ha perdido el arte de atender en su sentido más profundo: detenerse, mirar con profundidad, soportar el vacío que precede a la comprensión genuina. Quizás es poder gozar de los espacios de detención y silencio que en la música permiten transformar una cacofonía, en una melodía exquisita. Educar la atención no es imponerla con castigos o fármacos, sino crear condiciones de escucha, lentitud y presencia, permitiendo al niño descubrir el mundo a su propio ritmo. Pero ya que mencionamos esto, nos damos el tiempo y el espacio de escuchar a aquello que esta por fuera de nuestra cabeza?
El diagnóstico no debe ser una condena ni un escudo, sino un punto de partida para intervenir y comprender, abriendo caminos en lugar de cerrarlos. Se trata de devolverle profundidad a una época de superficie, y de recordar que los nombres no definen al ser, solo lo acompañan. Este 13 de julio, el desafío es recuperar una pedagogía del sentido, una psiquiatría con conciencia crítica y una sociedad que responda al sufrimiento con hospitalidad, no con etiquetas. Eso permitirá usar los elementos de la práctica clínica de suma utilidad en quienes los necesiten, no en quienes percibimos diferentes. En los barcos se llama obra viva a lo que permite la estabilidad, la resistencia y la eficiencia del buque, pero no se ve, la parte sumergida, en la tierra es lo que está por debajo de la superficie, por eso hablamos de cultura, porque, en definitiva, la obra viva, las raíces, la tierra, de una cultura se juega en cómo trata a quienes no encajan, revelando en ese gesto nuestra propia salud mental.