Del PRO a La Libertad Avanza: de la reforma a la imperiosa transformación

Si la revolución del huracán Milei fracasa, la Argentina puede convertirse en un país fallido.

Por Pablo Martínez Astorino

En noviembre de 2015, Macri ganó las elecciones con una coalición que, por su diversidad ideológica, condicionó parte de su programa político-económico presuntamente liberal. Sin embargo, ya el propio partido que había fundado en 2002, sea por una adaptación al contexto argentino y latinoamericano del momento, sea por una (también) cierta heterogeneidad de sus integrantes, que procedían del radicalismo, el peronismo, el MID o el ámbito empresarial, no se definía a sí mismo en términos ideológicos, y la etiqueta de “liberal” aparecía en todo caso como una acusación de sus opositores.

El PRO o Propuesta Republicana se presentó como el partido de la gestión y con una agenda vecinalista (más allá de que Buenos Aires es algo más que un municipio urbano) que en ningún momento exhibía un programa ideológico asimilable a alguna derecha política o a la derecha económica.

En términos económicos, un representante como Horacio Rodríguez Larreta, que estuvo en la fundación del partido, se definió siempre como un keynesiano desarrollista y probablemente sea un simpatizante de la socialdemocracia escandinava. La propuesta social, cultural o educativa del PRO tampoco pareció enrolarse, salvo para sus opositores, en lo que tradicionalmente sostienen las derechas, si consideramos su posición vacilante u oscilante con respecto a la ideología de género, el matrimonio igualitario, el aborto o el papel del Estado laico en la educación o en la propia vida cotidiana de los ciudadanos. (Abel Posse debió renunciar antes de asumir su cargo de Ministro de Educación de la ciudad por una nota marcadamente conservadora en un diario). Esta vacilación se acrecentó cuando Macri pasó a representar problemáticamente la coalición Cambiemos, luego rebautizada Juntos por el Cambio.

GOLPE DE TIMON

El Macri posterior al 11 de agosto de 2019 pareció querer dar un golpe de timón a ciertas imposiciones más o menos tácitas del contexto, de su coalición y de su propio partido. Algunos consideran que el Macri renacido aquel día, tan deplorado por Jaime Durán Barba, es el auténtico, una suerte de Macri sin cepo que, en futuras entrevistas tras su derrota electoral y tras la publicación de sus dos libros, se iría potenciando: absolutamente liberal, antiabortista y algo más proclive a entender que la “gente”, como llamaba al pueblo cuando era Jefe de Gobierno o Presidente, eran en rigor “los argentinos”, como los llama ahora en las entrevistas.

Es cierto que, por un lado, era el contexto internacional de principios de milenio, que configuraba una presunta muerte de las ideologías, y, por el otro, el contexto argentino de la crisis del fin de la convertibilidad, lo que hizo que el PRO escamoteara su vena liberal para dejar ver sólo su costado resolutivo o técnico, su expertise en la solución de problemas específicos.

Sin embargo, deberíamos indagar si esa falta de definición ideológica no puede atribuirse a las pretensiones del electorado capitalino de clase media y media alta al que ese partido representaba y gracias al cual ganó las elecciones. Se trata de un electorado procedente de las capas medias que, más allá de las repetidas crisis, goza, no sólo debido al estándar de vida alcanzado por su inversión sino a servicios públicos aún vigentes como la educación primaria y secundaria de gestión estatal y la salud pública, de una situación socioeconómica muy diferente de la del resto de la Argentina, si exceptuamos, con matices, algunas capitales provinciales.

Es preciso observar que sería un error pensar que esos bienes codiciados proceden del peronismo, ya que la mayoría de las escuelas y los hospitales públicos importantes se fundaron durante los gobiernos de la Generación del Ochenta.

En ese sentido, podría afirmarse que existe en Buenos Aires y quizás también en algunas ciudades importantes del país una ideología preperonista de la defensa de lo público, hecho que desde luego no oculta la labor social del peronismo pero que la integra aideológicamente (y quizás también negándola) a una suerte de matriz social heredada de indiscutible defensa

. Es importante agregar a este cuadro la paradoja de que quienes impulsaron esta tremenda revolución de lo público fueron gobiernos extremadamente liberales en lo económico. El PRO debió representar a ese electorado un tanto contradictorio que, si por un lado desea el capitalismo de los países prósperos, por el otro no acepta renunciar a derechos o conquistas sociales cuyo peligroso origen no se indaga demasiado. Esta peculiaridad de Buenos Aires dio como resultado un decidido apoyo a las escuelas de gestión estatal durante los gobiernos de Larreta y exportó a la provincia programas como El Estado en tu barrio, durante la gestión de María Eugenia Vidal. En términos de infraestructura, no desplazó la obra pública, sino que la convirtió en proyectos público-privados, entendiendo que el Estado debía cumplir un papel fundamental en la organización de la sociedad.

LA AGONIA PERONISTA

Al margen de la crisis actual y de las diversas crisis argentinas, Buenos Aires (y quizás también, en parte, alguna capital provincial) muestra una cara que la Argentina comenzó a perder de manera sostenida en 1975, año en que Nicolas Shumway llegó al país y, como nos dice, con un título que evoca la novela de Mallea, en su Historia personal de una pasión argentina

, encontró una Argentina igualitaria pero como detenida en el tiempo: con automóviles y colectivos inspirados en modelos de los años cincuenta.

Esa Argentina que colapsó en el Rodrigazo, cuando se hizo añicos el modelo de sustitución de importaciones que comenzó tras la crisis del 30 y se fortaleció a partir del primer gobierno de Perón, comenzó a desintegrar en cámara lenta los bienes y servicios de la sociedad: su salud pública y su educación de gestión estatal, su empleo privado, su acceso a bienes culturales, su integración urbana, etc. Con el modelo de la ciudad de Buenos Aires, el PRO, integrado a Juntos por el Cambio, prometió la eficiente reconstrucción de ese sistema y fracasó. El Frente de Todos hizo caso omiso de ese fracaso y sólo ponderó los bienes de un sistema fracasado del cual ya casi nadie goza.

LA REBELION

Por las características mencionadas, muy difícilmente la rebelión a ese sistema en estado crítico iba a surgir en Buenos Aires y menos aún en un conurbano empobrecido, que debido al colapso industrial se sostuvo a través de planes sociales tercerizados y servicios subsidiados. La rebelión provino de las clases medias bajas de las provincias, menos favorecidas por la acción discrecional del Estado. Esas clases medias bajas provinciales son fieles al recuerdo de lo que la Argentina fue alguna vez: relatos oídos por gente adulta de boca de los abuelos o videos vistos por jóvenes en YouTube. No poseen ninguno de los bienes de la antigua clase media, pero no han perdido su afán de superación.

Para esos trabajadores precarios no había nada que defender del sistema que los ha llevado a su situación presente, porque los bienes estatales que la Generación del Ochenta legó y el peronismo afianzó les llegaron en la forma deficiente y terminal que vemos todos los días por la televisión o las redes.

Esos trabajadores son conscientes de que la auténtica educación pública es de gestión privada parroquial y se atienden en hospitales públicos sólo porque no tienen mutuales que les habilitan el hospital privado.

Esos trabajadores saben que la Argentina ponderada por el kirchnerismo corresponde al pasado, no al presente. Lo saben por lo que vieron o les contaron, no porque lo hayan presenciado.

REALIDAD TERMINAL

Los inexplicables porcentajes de adhesión de Milei, que ha impuesto el ajuste más grande, no de la historia argentina, sino mundial (como dicen jocosamente algunos), sólo se explican por esta realidad terminal. La reforma que pretendía el gobierno de Macri dio paso a una transformación que se plantea en los términos de una revolución. Sólo para quien no pierde nada la revolución es una alternativa y en la Argentina de hoy hay mucha gente que considera no haber recibido nada (o haber recibido poco).

Milei suma a la coyuntura política algunas reivindicaciones sorprendentes, que exceden la tan mencionada “casta”. Ante todo, con la expresión “los argentinos de bien”, Milei pretende renovar, con más éxito que el mero “argentinos” de Macri, la desgastada palabra “pueblo”, demasiado usada por los diversos peronismos. Esa expresión es el frontispicio de una agenda ideológica tradicional o de derecha con una fuerte impronta moral que pone el acento en el trabajo de una manera casi física, de lo cual la expresión “agarrá la pala”, de la que hacen un uso exagerado los youtubers libertarios, es un ejemplo.

Se pondera el esfuerzo y el derecho a recibir el premio por el esfuerzo, lo que implica que sea inadmisible la recompensa para el que no se esfuerza. Se pondera la libertad; de ahí la resistencia a imposiciones como el lenguaje inclusivo, el adoctrinamiento escolar, la adhesión obligatoria a una determinada obra social o la asistencia a marchas para cobrar un plan. Pero, además de eso, hay un aspecto poco mencionado o sólo tratado en términos casi esotéricos que es fundamental: la apelación a las “fuerzas del cielo”, más que una demostración de excentricidad religiosa en un país de cultura católica o al menos cristiana después de todo, constituye la reposición de un sentimiento religioso popular al que la gente común parece avenirse, como al “elijo creer” del Mundial. Desde luego, no cualquier gente, sino gente desesperada, que los asesores de propaganda de Milei han sabido representar.

La expresión social del apoyo a Milei y su liderazgo es efusiva, como lo mostraron los actos, en especial el de su asunción o la apertura de las sesiones legislativas, e incondicional, como lo documentan las frustradas notas callejeras de C5N. Sin embargo, derivan de un país desintegrado, que ha destruido todo el andamiaje postliberal construido desde 1930 hasta 1975, y que ensaya, con escaso apoyo parlamentario y mucha incertidumbre, ya no una reforma, sino una transformación que, de no lograrse, puede convertir a la Argentina en un país fallido.

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