EL LATIDO DE LA CULTURA

Cuando un bar se va

Días atrás me topé en una red social con un relato del escritor Hernán Ronsino, autor de Glaxo, Lumbre y Cameron, entre otras novelas. “Durante muchos años visité un viejo bar de Villa Crespo. Llegaba, me sentaba a la misma mesa a leer o a escribir. Nadie leía ni escribía en ese bar. Era un bar de taxistas, empleados de comercios de la zona, jubilados. Se parecía al bufé de un club. El bar estuvo abierto durante cerca de cincuenta años manejado por dos o tres generaciones. El último dueño administró la decadencia del bar porque de eso se hablaba siempre: las cosas no eran como antes cuando el barrio también era otro. Los parroquianos entraban y salían como se entra y se sale de su propia casa. Esa certeza al abrir la puerta, al dejarse caer en la silla, al mirar al extraño. A veces se trenzaban en peleas duras, casi siempre políticas o por fútbol”, relata.  

El bar al que alude Ronsino es esa clase de lugares a los que llamo “bares podridos”. Fondas, aguantaderos de almas errantes, sitios a los que uno va a estar. No es difícil hallarlos en barrios periféricos, junto a terminales de ómnibus o en estaciones de tren. Cuál es su encanto honestamente no lo sé. Quizás sea su sencillez runfa, la que hace que uno no tenga que atender la vestimenta ni preocuparse por nada. Tal vez su encanto radique precisamente en su desencanto. En sus mesas dormitan quienes han perdido toda fe. Pero también quienes andan por la vida sin necesidad de fustigar al mundo con preguntas absurdas. 

Los bares podridos son invisibles, le dan la espalda al mundo. Ronsino cuenta que a veces le pedían al Gallego que cambiara las sillas, que reformara el boliche para atraer más gente. Pero nunca pasaba nada. Los bares podridos no son turísticos ni pintorescos. No caen en la trampa del diseño. No llaman a la gente, es uno quien debe descubrirlos. 

“La última vez que entré fue en los primeros días de marzo del 2020. Cuando me fui, el Gallego le preparaba unos sánguches a unos pibes de la calle que pedían algo para comer. Lo saludé desde la puerta, me dijo serenamente: Chau, pibe. El bar cerró por la pandemia. A mediados de ese año supe que el virus se había llevado al Gallego. Estuvo cerrado casi tres años. Durante ese tiempo me cruzaba por la calle a los parroquianos que andaban como hormigas sin hormiguero. Nos mirábamos de lejos, nos reconocíamos como exiliados en el barrio. Un día lo empezaron a reformar y se empezó a decir que abría de nuevo pero con otros dueños. Hoy volví a entrar. Ahora es un bar cool. Se paga antes de sentarse. Hay cookies, café de especialidad. Los que atienden son pibes y se jactan de no tomar colectivos. Por lo menos las sillas son más cómodas que las del Gallego y el café, efectivamente, más rico. Pero la vista de la mesa que siempre usaba es la misma: el barrio con toda su frondosidad. Esa perspectiva me hace pensar que un lugar no se puede perder por completo. A la memoria del bar Lorena”, escribe Ronsino, a modo de obituario. 

Cuando un bar se va se lleva consigo a su gente, un gremio de parroquianos que queda huérfano. “Después de que murió Ruth y el ferrocarril dejó de funcionar, el café cerró y todos se disiparon como el viento. Nunca fue más que un bullicioso y pequeño lugar. Pero ahora que lo pienso, cuando ese café cerró el corazón del pueblo dejó de latir. Es curioso como un pequeño lugar como éste unió a tanta gente”, narra una voz al final de una película que volví a mirar esta semana. La clase de escena que no abona la fantasía de retirarse para abrir un bar en la playa sino que uno quiera ser, alguna vez, el dueño de un bar podrido, un refugio para  los nadies.