Cuando los representantes no representan
POR JORGE GIORNO *
La representación política, núcleo de toda democracia moderna, atraviesa hoy una crisis profunda. No porque el pueblo haya dejado de votar, sino porque los representantes elegidos ya no representan a quienes los votan, sino a quienes los designan. En demasiados casos, las listas electorales no son el resultado de un debate ciudadano ni de una trayectoria de compromiso con una comunidad, sino de decisiones tomadas en cúpulas partidarias, gabinetes o despachos empresariales. Así llegan al Congreso personas que deben su lugar no al voto libre, sino a la obediencia. Y con ello se corrompe el sentido original del mandato representativo.
Un legislador no es un delegado del poder, sino un portavoz de la sociedad. Su legitimidad no debería derivar de la confianza de un líder, sino del reconocimiento de una base social: el barrio, la cooperativa, la universidad, la fábrica, la causa que lo vio nacer políticamente. Cuando esa conexión se rompe, el Congreso deja de ser la casa del pueblo y se convierte en una extensión del Ejecutivo o, peor aún, en un mercado de favores donde la fidelidad se cotiza más que la idea. Así, la política pierde su raíz y el ciudadano, su voz.
Las mayorías absolutas agravan este problema. Cuando un solo bloque controla todo el Parlamento, la deliberación se marchita. Las leyes se aprueban sin discusión real, el control se disuelve y la pluralidad se vuelve un adorno. El ideal democrático no consiste en imponer la voluntad de muchos sobre la de pocos, sino en producir síntesis a partir de la diversidad.
La verdadera riqueza institucional está en la fricción de ideas, en el debate, en la posibilidad de que minorías lúcidas mejoren proyectos impulsados por mayorías circunstanciales. Cuando eso desaparece, el Congreso se vuelve un eco del poder, no su contrapeso.
Por eso la atomización de la representación, tantas veces vista con desconfianza es, en verdad, un signo de vitalidad democrática. Los parlamentos que albergan voces distintas, que reflejan la complejidad social, que incluyen a movimientos locales, regionales, culturales o ambientales, producen leyes más justas y duraderas. Son cámaras que deliberan, no que acatan. En cambio, la uniformidad ideológica y la disciplina vertical derivan en decisiones rápidas pero pobres, incapaces de interpretar la realidad múltiple de un país.
La representación no puede seguir siendo un juego de herencias ni de jerarquías. Necesita volver a ser un pacto entre ciudadanos que confían en otros ciudadanos, no entre caudillos que reparten poder. Recuperar esa legitimidad exige repensar los mecanismos de selección de candidatos, abrir las estructuras partidarias, promover la participación directa en la construcción de listas, y permitir que las bases, no las cúpulas, decidan quién merece hablar en su nombre. Solo así el Congreso podrá volver a ser un espejo del país real, y no una galería de designaciones obedientes.
En definitiva, la crisis de la representación no se resuelve con discursos sobre la antipolítica ni con más concentración del poder, sino con más democracia. Una democracia más densa, más participativa, más plural. Porque solo cuando cada ciudadano pueda reconocer en su representante una parte de sí mismo, la política dejará de ser un teatro y volverá a ser lo que fue en su origen: la expresión organizada de la voluntad colectiva.
* Fue diputado en la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires en dos oportunidades y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Actualmente preside el Partido de las Ciudades en Acción.