Estados Unidos, a lo largo de su historia, ha seguido una inteligentísima política de expansión territorial, a través de la cual ha más que duplicado la superficie de sus trece estados originales.
En 1803 compraron a Francia la Louisiana, cuya extensión era mucho mayor que la de su actual estado sureño que lleva ese nombre. Tal superficie ascendía a 2.144.000 kilómetros cuadrados. Era, entonces, su presidente nada menos que Thomas Jefferson. Precio, catorce millones de dólares.Casi dos décadas después, adquirieron de España la Florida, añadiendo así a su ya importante territorio 216.000 km2. Esto sucedía en 1819, siendo presidente por entonces, el quinto en ese cargo, James Monroe. Precio, -disfrazado de indemnización por daños al Reino de España– cinco millones de dólares.
Pasaron algo más de cuarenta años y, bajo la presidencia de Andrew Johnson, tuvieron la lucidez de adquirir algo más de 1.700.000 km2 más, es decir, el territorio de Alaska, comprada a Rusia. Esto sucedía en 1867, alejando de sí al imperio ruso y adquiriendo costa de alto valor estratégico en el estrecho de Bering.
Este modo de expandir su territorio, tan pacífico como mercantil, es particularmente destacable puesto que tuvo lugar a lo largo de un siglo – el XIX – durante el cual las potencias europeas se adueñaban de grandes superficies del África y de Asia mediante la conquista. Es decir, mediante la violencia. Territorios a los que debieron renunciar durante el siglo XX. Particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, a lo largo del proceso de descolonización promovido por las Naciones Unidas y ya previsto en la Carta del Atlántico, que Roosevelt obligó a firmar a Churchill, en medio de aquella guerra.
De modo que, mientras los europeos concedían la independencia a sus posesiones, cosa que los Estados Unidos promovían, ellos permanecieron debidamente asentados en los territorios que habían comprado y, acto seguido, poblado. Diez puntos en geopolítica.
Pues bien, en estos precisos momentos, Trump, haciendo gala de su habitual falta de tacto, promueve la compra de Groenlandia a Dinamarca e invita a Canadá a transformarse en uno más de los Estados del país que preside (la compra a Dinamarca ya la había pensado el mismo Andrew Johnson y la había intentado Truman apenas terminada la Segunda Guerra mundial, valga recordarlo). Conforme a lo que Trump imagina, Estados Unidos ocuparía casi toda América del Norte -sólo les faltaría México- y tendrían una superficie de algo más de 21.600.000 km 2. Con lo cual sería más de cuatro millones de km2 más grande que Rusia.
Mientras eso sueña, Trump se muestra llamativamente blando con el expansionismo ruso, ejercido hoy a expensas de la agredida y ya extenuada Ucrania. Cosa que causa escándalo -y temor- en casi toda Europa. Porque ese continente sabe bien que la blandura no es parte de la política rusa.
¿Se conformaría, Trump, con una gran ínsula cuasi continental a la que parece creer inexpugnable? ¿Olvida el rol de Europa? ¿Renunciaría, por caso, a la avanzada japonesa frente a China? Debería recordar que Estados Unidos, así como demoró su entrada en el teatro europeo de la II Guerra, fueron firmes en impedir que Alemania tuviera costas atlánticas.
¿Sueñan acaso Trump -y los suyos- con esa isla que dominaría, cómo no, el resto del continente, pero se desentendería de Europa? Más allá de la nula predisposición de canadienses y daneses por complacerlo, lo que está haciendo es exactamente lo contrario a lo que Roosevelt tuvo muy claro. Que, de ninguna manera, Alemania podía aspirar al Atlántico. Deseo que anida, aún matizado por neutralidades débiles, en el núcleo expansionista del alma rusa.