Crónica de una paridad fallida

Por José Luis Milia

Hubo un tiempo -breve, ingenuo, casi tierno- en que creímos que llenar el Congreso de mujeres iba a civilizar la política. Que la sensibilidad, la formación, el decoro iban a entrar por la puerta grande, con tacos y diploma. Pero no. Entraron con TikTok, prontuario y guaranguería. Y no para cambiar las reglas del juego, sino para jugarlo peor.

El famoso cupo femenino, esa joya del progresismo de cotillón, terminó siendo una especie de 2x1 electoral: por cada dirigente con más o menos ideas, te encajaban dos influencers con megáfono. ¿Currículum? ¿Lectura de un reglamento? ¿Saber dónde queda el Mar Argentino? Detalles menores. Lo importante era que supieran gritar “¡psicópata!”, “¡machirulo!” o “¡cagón!” con convicción y que tuvieran más seguidores que ideas.

Y ahí están. Diputadas que no pueden hilar tres frases sin leer del celular. Senadoras que confunden el Código Penal con el código de descuento de Amazon. Legisladoras que creen que Soberanía es una marca de shampoo. Y mientras tanto, los varones -esos patriarcas reciclados- aplauden desde la sombra, felices de haber tercerizado la violencia política en nombre del feminismo.

Porque no nos engañemos: las mujeres en el Congreso son usadas como fuerza de choque. Como escudos emocionales. Como barras bravas con tampones y evanol. ¿Quién se va a animar a discutirles algo sin arriesgarse a una denuncia por violencia de género, simbólica, institucional o astrológica? Así, el recinto se ha convertido en un ring donde la lógica perdió por abandono.

Y no es que antes fuera un templo de sabiduría. Pero al menos había un mínimo de pudor. Hoy, en cambio, tenemos diputadas que se filman bailando en el recinto, senadoras que no distinguen una ley de una story, y asesoras que manejan más filtros que artículos. La política se volvió un reality, y el Congreso, una pasarela de egos con fuero.

¿Creen que exagero? Tal vez. Pero cuando una diputada se refiere a la Constitución como “ese librito viejo” y otra propone legislar sobre “energías femeninas”, uno empieza a sospechar que el problema no es el patriarcado, sino el encefalograma.

Y no, no se trata de echarlas. Aunque cerrar el Congreso y convertirlo en un shopping no suena tan mal. Se trata de entender que la paridad sin exigencia es una estafa. Que el cupo, mal usado, no empodera: degrada. Que la igualdad no se logra bajando la vara, sino subiéndola para todos.

Quizás mucho soñaban con una generación de mujeres como Golda Meir, Indira Gandhi o Margaret Thatcher. Y nos quedamos con una comparsa de panelistas con fuero, que confunden la Cámara de Diputados con el camarín de un programa de chimentos.

La Argentina, una vez más, logró lo imposible: convertir una conquista en caricatura. Y mientras tanto, el país se hunde entre discursos vacíos, selfies legislativas y una fauna parlamentaria -machos y hembras- que haría sonrojar a cualquier zoológico.