Crimen de Joaquín Sperani: ¿A qué edad somos responsables?

Un adolescente es asesinado, la noticia conmueve aún más porque su asesino habría sido su mejor amigo. La búsqueda inmediata por parte de medios y público es la acotada pregunta de siempre que ya traza los límites de aquello que se busca (supuestamente) conocer ¿Qué tiene en la cabeza (sic) alguien que mata a su amigo? Sin embargo, el tema nos lleva a muchos otros temas más profundos y preocupantes que simplemente definir perfiles criminales o motivaciones personales. La clásica pirámide de la violencia de Johan Galtung propugna algo que refleja más acertadamente el fenómeno de la violencia. En la punta de la pirámide se encuentra lo que emerge, lo que vemos. Pero al igual que la personalidad del individuo eso es solo lo que se ve, lo realmente importante está por debajo y es allí donde Galtung habla de la violencia estructural y de la cultural. La estructural es la que está instalada y forma, como lo dice la palabra, la estructura constitutiva del fenómeno que se vive, y la cultural es la que realimenta a esa estructura otorgándole el sustento teórico y conceptual, reafirmándolo.
¿En qué sociedad, en que contexto cultural se puede leer este crimen que no sea una sociedad que ha dado a la niñez y adolescencia un lugar en el que carecen de todo derecho (y obligaciones) que los protejan, pero que al mismo tiempo se los expone al mundo, sin la madurez y las herramientas cognitivas y emocionales necesarias, bajo la ilusión de otorgarles libertad? ¿No era esa nuestra función como mayores o quizás negando esa tarea nos sentimos también igualmente jóvenes?
Por ejemplo, el crimen de Joaquín Sperani vuelve a poner el foco sobre la inimputabilidad y la edad. En nuestro país, el límite es de 16 años y el asesino, considerado como tal según todas las evidencias y su propia confesión, tiene 14. Es por lo tanto para la ley inimputable, pero en cuanto a su capacidad de juicio y conciencia es capaz, es decir guarda la capacidad de comprender y dirigir sus acciones, esto es así hasta tener más evidencias en cuanto a las evaluaciones periciales psicológicas y psiquiátricas. 
El problema es que aclarado “qué tiene en la cabeza” y si es imputable parece que queda agotada la posibilidad de respuesta por parte de la sociedad. Es cierto que como otros casos relativos a la justicia penal, la función de la misma -al menos como está concebida- no es la de prever sino adjudicar las penas, y es allí donde el marco de lo estructural y de lo cultural se revela en su importancia.
¿No corresponde modificar el paradigma y de la misma manera que la medicina no es solo tratar la enfermedad una vez declarada, sino anticiparla, prevenirla, entender que las patologías de lo social, si se puede usar esa expresión, deben de alguna manera preverse? Dirán que no es posible o implica tareas que superan los recursos, pero en medicina es sabido que el mejor moral y éticamente, pero también económicamente, “gasto” en salud es la prevención. ¿No tendremos que empezar a pre-venir, pre-ver, ver, y ver venir, es decir anticipar antes de que vuelva a ocurrir lo que sabemos ocurrirá en estas áreas que involucran a la niñez y la adolescencia, en lugar de solo adjudicarles rótulos psiquiátricos individuales?
Ese es uno de los problemas y líneas a trabajar intensamente, atender señales, buscar -como publicara recientemente- la patología antes que la misma se presente, en este caso la social. En caso contrario inevitablemente se volverá a lo emergente como única razón y causa buscando explicaciones de la psicopatología, en aquello que no se logra comprender en esa mirada estrecha.
El otro problema es empezar a plantearnos ¿qué lugar le estamos dando a la infancia y a la adolescencia? En realidad, si la respuesta es por los resultados, es uno muy malo. Son intenso objeto de ocupación en cuanto a sus “derechos” en ciertas áreas, que en realidad se transforman en carga toda vez que no tienen la capacidad de ejercerlos. No es un derecho darle a un niño de cinco años la capacidad de manejar vehículos de carga, eso lo entendemos y sabemos que lo ponemos en un peligro. No es un derecho darle a alguien con una discapacidad visual importante el “derecho” de ser piloto de aviones, sino que en realidad ya no es solo la omisión de cuidado y protección, sino algo se está haciendo activamente hace mucho tiempo para que una población quizás la más vulnerable, no solo no tenga ninguna protección, sino sea blanco de una serie de dilemas que no está en condiciones de afrontar.
Por otro lado, decidimos como sociedad, en base a juntas, comités y demás que emiten relatos, pero no confrontamos con la realidad o con el conocimiento científico concreto, que todos tenemos derecho a todo sin importar la edad, o el condicionamiento, o imperativo biológico por ejemplo: ¿Los seres nacemos con la misma capacidad madurativa que permanecerá estable el resto de la vida?, ¿esto se aplica a ciertos aspectos y no a otros? 
En sentido inverso a la responsabilidad penal, el tema de la edad de consentimiento sexual parece ser algo que no solo se fija en un límite inferior sino que de manera abierta hace tiempo se quiere establecer a edades cada vez más precoces. Las iniciativas para ser capaces de solicitar el cambio de género, o para “gozar de su sexualidad”, según rezaban varios comentaristas y dirigentes políticos, o inclusive la cirugía para transicionar, eufemismo para decir mutilar un cuerpo irremediablemente, buscan abriendo supuestos derechos y libertades, en realidad desprotegerlos. Por contrapartida, los campeones de los derechos humanos no consideran que la misma persona que es capaz de un derecho esté ligada a una obligación, o un deber. Uno muy básico: “no mataras”.
El falso dilema no es si se baja la edad de imputabilidad o se sube la de ser capaz de decidir sobre la propia sexualidad o viceversa, el tema es que parecemos referirnos a seres diferentes según el área que abordemos y así como dijo un activista de la agenda pedofílica, el objeto es que nada sea claro en cuanto a esto. El relato ha superado definitivamente a la realidad y lo vamos adaptando como un eterno juego en el que todo puede ser replanteado constantemente en función de lo ideológico. Así, los conceptos básicos de evolución del individuo, en sus aspectos corporales, neurológicos, psicológicos, socio y sexológicos, parecen haber desaparecido. De alguna manera es como si ahora nos dijeran que no existen las diferencias en un mapa de la realidad porque hemos construido otro, aun cuando la realidad se obstine en seguir presentado montañas, o ríos. El todo es igual y uniforme, y será adaptado al relato del “nuevo lenguaje” porque el solo hecho de ser nuevo, y cualquier pensamiento disidente que pida que miremos la realidad en lugar de nuestro relato, es retrógrado o peor, totalitario.
En el reino de los derechos urbi et orbi, Joaquín y su asesino tenían el derecho a decidir sobre su sexualidad y aun si hubieran padecido de una dismorfia de género, nadie los ayudaría, ya que cínicamente les diríamos que respetamos su libertad, pero carecen ambos de la libertad, del derecho, del imperio de la ley que los debía proteger, en un caso de ser victimario, en el otro de ser víctima.
Joaquín es el último caso de una interminable lista en la que Lucio Dupuy tampoco tenía derechos, ni siquiera el de ser escuchado en su sufrimiento. O los jóvenes que en la marginalidad caen en el infierno de la droga y sin recursos o acompañamiento para siquiera un tratamiento. Si se les dice que tienen el derecho de solicitar su igualdad menstrual o decidir su mutilación, no tienen el derecho a evitar ser sacrificados por la violencia o por la droga.
En realidad, quizás no sea un error, sino algo buscado, los niños como los canarios en las viejas minas de carbón, tienen no el derecho, sino el destino de padecer, sufrir e inclusive el de Joaquín: morir.
Son las señales de lo que está pasando en la caverna que habitamos.