Páginas de la historia

Conferencia en el Tren

Un filósofo hindú escribió esta frase: “Que Dios me dé un poco de locura, que me libre de la mediocridad”. Hace un par de años leí en el diario “Clarín”, una nota de un periodista. Titulaba a la misma: “Conferencia en el Tren de las 17,13 minutos”.
Y aludía a un Sr. Miguel Ambertin, que en el último vagón del tren que de Plaza Once se dirigía a Castelar, ofrecía una mercadería inusual.
Confesaba ser un ex lustrabotas. Pero estaba muy bien vestido y su lenguaje revelaba una cultura superior.
Claro, era universitario Licenciado en Letras de la Universidad de Buenos Aires. No vendía peines, portadocumentos, ni biblias. Sus primeras palabras: “¡Sres. y Sras!”, que coincidían con el comienzo del viaje, despertaban sin duda expresiones de fastidio en algún pasajero.
Ambertín comenzaba diciendo: “Tengo aquí esta lapicera, pero no les voy a vender lapiceras, llevo también una agenda pero tampoco vendo agendas. En realidad, aprovecho este viaje al salir de otro trabajo que tengo, para dirigirme a este, a mi trabajo número dos, que consistirá en ofrecerles a todos Uds. una charla sobre los menores carenciados…”.
-“¡Un loco!”. Pensó alguien. Una bellísima locura agregaría.
Y siguió diciendo el orador: “Yo podría disertar en un salón climatizado para Sras. bien” –explicaba luego Miguel Angel Ambertini- 39 años, docente, tres hijos, tucumano. Y agregaba: “Pero querría ser escuchado por Uds. que, aquí mismo, en los trenes, observan diariamente a docenas de pibes mendigando, durmiendo o a punto de delinquir.”
Antes de la primera parada –estación Caballito- ya había explicado a sus sorprendidos oyentes, el origen de las energías que lo movilizaban.
-“Sres. pasajeros, no hablo en nombre de ninguna iglesia ni institución alguna. Hablo por cuenta propia para que Uds. conozcan algo sobre los menores marginados, la desintegración del núcleo familiar, la deserción escolar, la desnutrición infantil, las internaciones en malsanos institutos. Me considero un profundo conocedor de la niñez carenciada, por haber sido yo mismo alguien que debió luchar desde mis 8 años por la supervivencia, por haber quedado en la calle sin asistencia, por haber pasado años internado en institutos de menores, recibiendo golpes y sufriendo la incomprensión de muchos. Por eso lucho, golpeo puertas de despachos oficiales frecuentemente sin ser escuchado. Y lo hago porque sé que salvar un solo chico abandonado de los muchos que vemos diariamente justifica todos mis esfuerzos”.
Y tenía razón.
“Un solo brote de justicia, justifica arar un desierto.”
Este hombre sensible no ignoraba que los niños son una especie de exploradores... Pero desarmados.
Al llegar el tren a Flores, Ambertin ya estaba relatando su infancia tucumana, pero solamente hasta los 8 o 9 años. Luego la separación de sus padres, su viaje a Buenos Aires a buscar pan y techo. Posteriormente el reemplazo de la escuela por la calle. Después, 10 años en reformatorios.
Y agregaba: “Es lógico que un niño de corta edad y sucio nos conmueva. Por eso le damos limosna o le compramos algo innecesario. Al cabo de cada día, el chico mendigo –explotado por organizaciones o muchas veces por sus propios padres- lleva a su casa mucho más que un salario común. Luego, mayor, cuando ya no inspira lástima y recibe menos limosna, el pibe o la piba suelen delinquir. Porque cuando el chico gana dinero sin lucha, ya adulto, no sabrá luchar para ganarlo. Y llega la primera internación en el correccional. Y entonces conoce la violencia, los golpes, la prepotencia... Y a veces las violaciones, además del hambre”.
Cuando el tren llega a Floresta, ya hay en el pasaje del tren un respetuoso silencio.
Miguel Ambertin es un ejemplo. Supo elegir. Dejó el mal camino –que parece simple y que siempre finaliza en la oscuridad- y optó por el estudio, el trabajo, la honradez
.
Termina diciendo: “Luchemos para que los institutos de menores san mejorados. Les pido -terminaba afirmando- que en ningún momento nos olvidemos de esos chicos abandonados que en definitiva son hermanitos nuestros. Muchas gracias…”.
Eran las 17.35. El tren llegaba a Ciudadela. Habían transcurrido 22 minutos. Los pasajeros que recién subían allí no podían entender los interminables aplausos que atronaban el vagón.
Y Miguel Ambertin, que sabe que ayudar a tiempo, depende del corazón no del tiempo, por la nobleza de su gesto y el calor de sus palabras, trae a mi mente este aforismo: “Hay palabras que obran milagros. Y no son milagrosas…”.