PUBLICADO EN 1920, ‘LA NUEVA JERUSALEN’ RETRATO EL COMIENZO DEL CONFLICTO EN MEDIO ORIENTE

Chesterton en Tierra Santa

El libro, pensado como un diario de viaje por encargo periodístico, abordaba temas que siguen vigentes un siglo más tarde, como la expansión del islam, el poder del sionismo y la desgarrada historia de Palestina. Es la obra más discutida del brillante escritor inglés.

En los últimos días de 1919, G. K. Chesterton emprendió junto con su esposa Frances un añorado viaje a Tierra Santa. La travesía nació como un encargo periodístico pero a la postre terminó significando mucho más en la vida del incomparable escritor inglés. Fue un hito decisivo en su conversión al catolicismo y condujo a la escritura de La Nueva Jerusalén, uno de sus libros más valientes y sin dudas el más discutido.

Hace un siglo el escritor inglés creyó ver en Jerusalén rastros de las cruzadas y de la Europa medieval.

El periplo, que incluyó escalas en París, Roma, Bari, Brindisi y de allí por barco hasta Alejandría, en Egipto, y luego hacia el este por tierra en auto y ferrocarril inspiró estos “Apuntes desde Tierra Santa” que, como en la mayor parte de los trabajos periodísticos de Chesterton, son cualquier cosa menos anotaciones superficiales.

Se encuentran en la obra los acostumbrados recursos literarios del creador del Padre Brown. Su apelación a comparaciones, símiles y metáforas. El razonamiento mediante analogías y paradojas. La gran visualidad de las imágenes que evoca, de las que se aprovecha para sacar conclusiones sorprendentes a las que arriba luego de una paciente argumentación que siempre elige el punto de vista menos previsible.

La idea era “caminar hacia atrás a través de la historia hacia el lugar de donde nos vino la Navidad”, escapar de la “asombrosa incongruencia” del mundo moderno y encarar el “problema de la civilización occidental como una adivinanza para ser descifrada o un nudo para ser desatado”.

“Para desatarlo -agregaba- es necesario encontrar el extremo correcto, especialmente el otro extremo. Debemos comenzar por los comienzos, debemos retornar a nuestros orígenes en la historia, así como debemos retornar a los primeros principios en la filosofía. Debemos considerar cómo sucedió que llegáramos a hacer lo que hacemos o decir lo que decimos”.

CIUDAD MEDIEVAL

El asombro ante el desierto (“ese mar seco y terrible”) motivaba reflexiones sobre sus moradores árabes y los musulmanes en general, así como el primer vislumbre de Jerusalén traía el recuerdo de los cruzados y la accidentada presencia de Europa en esa tierra oriental. “Era una ciudad medieval -destacó-, con muros y puertas y una ciudadela construida sobre una colina, para ser defendida por arqueros”.

Intentaba explicarse la inmensidad y la insuficiencia de la “gran religión de Mahoma”. “El islam -apuntaba- fue una reacción hacia la simplicidad; fue una violenta simplificación que se convirtió en un simplismo”. Su fanático movimiento de expansión engendró las cruzadas, que fueron el contraataque a una agresión. Pero advertía, profético, que el islam no fue detenido del todo. “Toda la historia de lo que llamamos el problema de Oriente -observaba-, y tres cuartas partes de las guerras del mundo moderno, obedecen al hecho de que no fue suficientemente detenido”.

En la ciudad de Lod, la antigua Lydda, Chesterton se permitía evocar la historia de San Jorge y el Dragón, y el hecho de que a través de ella se viera confirmada la siguiente paradoja: “nunca encontramos nuestra religión tan cierta como cuando nos damos cuenta de que nos equivocamos con respecto a ella”.

La convicción, añadía, no llegaba “por la evidencia que estamos buscando, sino por la evidencia que no buscábamos”. Admitía que la leyenda de San Jorge y el Dragón podía no ser plausible en lo más mínimo, pero aceptaba que los lectores podrían sospechar que se tratara de “una suerte de tradición sobre una suerte de verdad”.

En ese caso el paladín y el monstruo serían “símbolos ornamentales” de otra historia aún más grandiosa. Lo explicaba así: “No es verosímil que el duelo del desierto entre Jorge y el Dragón sea cierto: pero es cierto el duelo en el desierto entre Jesús y el Diablo. San Jorge es sólo un servidor y el Dragón es sólo un símbolo, pero es precisamente en torno a esa realidad central, el misterio de Cristo y su dominio sobre los poderes oscuros, que esta misma paradoja ha probado ser un hecho”.

Las conexiones inesperadas no se agotaban allí. Una insólita nevada en la ciudad santa en febrero de 1920, tan pintoresca como desconcertante, habilitaba a Chesterton a meditar acerca de un tipo diferente de influencia europea, una metáfora referida al arribo de lo peor de Europa y de Occidente encarnado, a su juicio, en los capitalistas y prestamistas judíos, que desde un principio fueron rechazados por los árabes, y presagiaban el comienzo de un conflicto interminable y obstinado que hoy lleva un siglo de duración.

Chesterton advertía que hacia 1920 Palestina era un país estratificado (“No es meramente una casa dividida contra sí misma, sino una casa dividida a través de sí misma”). Las diferentes capas históricas se habían ido acumulando unas sobre otras y la más reciente era la del sionismo, movimiento con el que Chesterton simpatizaba aunque de un modo nada inocente, como lo señalaba en el último capítulo de La Nueva Jerusalén.

ESTADO JUDIO

Veía en esos colonos, todavía escasos, y en sus poderosos patrocinadores económicos una solución al “problema judío” tal como se lo entendía entonces. Para Chesterton este “problema” consistía en que, llegados de Oriente, los judíos no cuajaban con las sociedades occidentales de aquel momento. Esas características “orientales”, que se expresaban en ciertos ritos de su religión, en su vestimenta y en otros comportamientos comunitarios, los distinguían del resto de los ciudadanos europeos y justificaban los argumentos del movimiento sionista, que reconocían tales diferencias y procuraban por eso mismo crear un estado específicamente para los judíos.

La complicación venía por el hecho de que Inglaterra se había comprometido a favorecer la creación de ese estado a partir de la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial y la ocupación de Palestina. Pero en el invierno boreal de 1920 el plan era rechazado por los moradores no judíos de esa tierra, es decir los musulmanes y ortodoxos griegos. A Chesterton el enfrentamiento le parecía inevitable.

“Estamos en la absurda posición de introducir a esa gente un nuevo amigo que ellos reconocen instantáneamente como un viejo enemigo”, ironizaba.

En ese último capítulo del libro el escritor inglés exhumaba las acusaciones clásicas de usura, doble lealtad y falta de patriotismo para defender la necesidad de que se estableciera una patria exclusivamente judía en la que esos cargos ya no pudieran formularse. Creía que el sionismo ofrecía una “respuesta real y razonable tanto al antisemitismo como a la acusación de antisemitismo”.

“Estos judíos (es decir, los sionistas) no niegan que son judíos —apuntaba—; no niegan que los judíos puedan ser impopulares; no niegan que puedan existir otras razones que la superstición para su impopularidad”. (Dicho lo cual, no se olvidaba de los viejos judíos ortodoxos que rechazaban el sionismo: “a veces sería apenas exagerado decir que un partido está por la religión sin la nación y el otro por la nación sin la religión”).

Ese respaldo al sionismo proveniente de un escritor que ya entonces era acusado de “antisemita” no pasaba por alto los riesgos que podrían derivar de semejante empresa. Alertaba que sirios, árabes y “toda la población agrícola y pastoral de Palestina” estaban “alarmados y enfurecidos por el advenimiento de los judíos al poder, por la perfectamente práctica y simple razón de la reputación que los judíos tienen en todo el mundo”.

El consejo (no escuchado) que dirigía a los sionistas era que tomaran en cuenta esos temores en vez de ignorar “un hecho tan enorme y elemental como esa reputación y sus naturales consecuencias”. Admitía que todo podía ser obra de un gran malentendido, de la persecución sostenida a lo largo de los siglos o de la injusticia, pero los temores existían y no podían obviarse, que era precisamente lo que estaba sucediendo.

“Lo que resulta extraño, casi diría misterioso, acerca de la actitud de algunos sionistas muy inteligentes y completamente sinceros, es que hablan, escriben y aparentemente piensan, como si no existiera tal cosa en el mundo”, comentaba. En otros pasajes describía en pocas líneas el nudo casi imposible de desatar. “No hay lugar para el Templo de Salomón sino en las ruinas de la Mezquita de Omar —alertaba con una frase que hoy también parece profética—. No hay lugar para la nación de los judíos sino en la tierra de los árabes”. Y más adelante: “De hecho, la mayor de las reales dificultades del sionismo es que tiene que llevarse a cabo en Sión”.

DE REGRESO

Chesterton regresó a Inglaterra en abril de 1920 tras hacer una nueva escala en Italia que, así lo dejó escrito en un ensayo memorable, consolidó su aproximación a la fe católica a través de su devoción a la Santísima Virgen María. En noviembre de ese año publicó el libro que recogía sus impresiones de Tierra Santa. En 1922 formalizó su conversión al catolicismo, en el final de un largo y fructífero proceso de acercamiento que había empezado en los comienzos del siglo XX. Murió en 1936, a los 62 años.

En La Nueva Jerusalén (Agape Libros, 2008, con traducción, prólogo y notas de Horacio Velasco Suárez) Chesterton se había propuesto “llamar a los hombres y a las cosas por sus propios nombres”. Leído después de la Segunda Guerra Mundial este afán de precisión, aplicado a lo que calificaba de “problema judío”, reforzó con el tiempo las acusaciones de antisemitismo que ya pesaban sobre él y habilitó que algunos lo asimilaran incluso al nazismo o al fascismo. En 2019 el obispo de su diócesis en Inglaterra confirmó que esos pronunciamientos eran una de las tres razones que lo llevaron a suspender el proceso de canonización de quien tal vez haya sido el más grande escritor católico del siglo XX.

¿Pero fue Chesterton un antisemita? El acusado siempre rechazó el cargo si se lo entendía como un prejuicio de tipo racial comparable al que expresaban movimientos como el nazismo. Tras la aparición de La Nueva Jerusalén se ocupó de aclarar, como lo había hecho otras veces, que sus críticas no derivaban de prejuicios sino del conocimiento y el trato con judíos en el mundo moderno, por quienes no sentía un desagrado personal. Por otro lado, una de sus constantes bestias negras había sido el “prusianismo”, al que combatió por “inhumano” en la Primera Guerra Mundial y al que vio reencarnarse en el hitlerismo. De hecho entre sus últimos escritos (incluidos como apéndices en esta edición traducida) figuran condenas explícitas a los nazis justamente por el trato que propinaban a los judíos.

Sus críticas tenían otro origen. Procedían de su cristianismo, desde luego, pero también de un bien entendido espíritu patriótico y democrático. Formaban parte de su rechazo a las consecuencias del capitalismo financiero desbocado y a sus maniobras, no siempre lícitas o legales, para influir sobre el poder político en Gran Bretaña y la Europa católica. Notorios personajes judíos habían estado implicados en ese tipo de tramas corruptas que Chesterton, junto con su hermano Cecil (quien murió en 1918 enrolado en el Ejército británico), Hilaire Belloc y otros, denunciaron en los medios periodísticos en los que colaboraron o dirigieron en las primeras décadas del siglo XX.

El eco de esas amargas polémicas podía escucharse en La Nueva Jerusalén. “Hablar de los judíos siempre como los oprimidos y nunca como los opresores, es simplemente absurdo —escribió en el prefacio del libro—; es como si hubiera personas que abogaran por una ayuda razonable para los aristócratas franceses exiliados o los terratenientes irlandeses arruinados, olvidándose que los campesinos franceses o irlandeses hubieran sufrido alguna injusticia”. En el capítulo final llegaba a expresar “mucha más simpatía” por el judío revolucionario, incluso si era bolchevique, que por el judío plutócrata. “En otras palabras —acotaba—, siento mucha más simpatía por el judío que estamos comenzando a rechazar que por el israelita que ya hemos aceptado”.

Leídos hoy esos argumentos suenan chocantes, es verdad. Desentonan en medio de una cultura occidental que se jacta de ser cada vez más inclusiva y tolerante, y que al mismo tiempo se halla totalmente sometida a las reglas implacables del capitalismo globalizado y cosmopolita. Este mundo no es el de Chesterton. Ya no quedan patrias por defender (o eso se nos asegura), y la Cristiandad es apenas la sombra de un recuerdo. Correcto. Pero subsiste una excepción que no sorprendería al maestro de las paradojas: el sionismo. El único nacionalismo tolerado en un mundo que se enorgullece de aborrecer la sola mención de la palabra patria.