Cadáveres en exposición
Hacia 1780, los parisinos no sabían qué hacer con los muertos que se acumulaban en la Ciudad Luz desde hacía más de mil años. Ese año, los muros del cementerio de los Santos Inocentes cedieron y quedaron expuestos miles de cadáveres. ¿Qué hacer cuando colapsan los cementerios? A las autoridades no les quedó otro remedio que admitir que París tenía más muertos que vivos.
A un tal Sr. Lenoir se le ocurrió hacer lo que los romanos: construir una catacumba, es decir, un enterratorio subterráneo como los de los primitivos cristianos. A tal fin eligieron una caverna en la comunidad de San Juan de Letrán, donde los caballeros templarios habían guardado sus pertenencias (actualmente, es la Place Denfert-Rochereau).
Cada noche, desde distintos enterratorios de París se trasladaban huesos de sus antiguos franceses, que se acomodaban prolijamente a lo largo de kilómetros de senderos subterráneos, donde se albergaron seis millones de “habitantes eternos”.
Estos pasillos -bautizados por Jacques Delille como “El imperio de la muerte”- tienen museos de osteología, de mineralogía, un lago subterráneo y hasta un lugar llamado “La rotonda de las tibias” (no por la temperatura sino por el hueso), donde se ejecutaban piezas de música clásica que incluyen, obviamente, la marcha fúnebre de Chopin.
Antes de 1972 estas catacumbas se recorrían bajo la oscilante luz de las velas; ahora el circuito está iluminado por electricidad.
Esta exhibición de cadáveres no solo se hace en Roma, París o Palermo (Sicilia), sino también en Sedlec (República Checa), Oppenheim (Alemania), Luzón (Filipinas), Hallstatt (Austria, donde cada cráneo tiene impreso su nombre y fecha de defunción) y otros lugares menos meticulosos.
También existen los anfiteatros de anatomía, donde se exhiben anomalías, deformaciones y variaciones del cuerpo que merecen ser atesoradas y expuestas.
El Museo de la Morgue porteña expone la testa del famoso delincuente conocido como “El Pibe cabezas” (Rogelio Gordillo).
En el Hunter Museum de Londres, que conserva entre otras piezas anatómicas el estómago de Napoleón; se exhibe el esqueleto del gigante irlandés Charles Byrne (a quien llamaban Patrick O’Brien, y cuyo cadáver Hunter compró a escondidas por una fortuna) y la enanita Caroline Crachami, conocida como el Hada siciliana.
Más hacia nuestros días, hubo una exposición itinerante de cadáveres disecados y plastificados de prisioneros chinos, conocida como "Real Bodies". La muestra fue criticada y, quizás por la controversia, muy visitada.
Justamente en la segunda mitad del siglo XX surgió un cuestionamiento sobre la exhibición de cadáveres que olvidamos que fueron seres humanos. ¿Acaso las momias egipcias no lo fueron? Sin embargo, nadie recuerda que esos cuerpos fueron seres vivos que al morir eran embalsamados, siguiendo costumbres milenarias.
La culposa corrección política ha tratado de enmendar este “desvío”, retornando sus cuerpos al lugar donde habían nacidos.
Francia, a la cabeza de esta devolución simbólica, retornó a Sudáfrica a Sara Baartman (1789-1815), más conocida como ‘la Venus hotentote’, dama que exhibió sus abultadas nalgas tanto en vida como post mortem. También devolvió al Uruguay a Vaimaca Pirú y otros charrúas que se exhibían en el Musée de l’Homme (casi enfrentado a la Tour Eiffel). Allí, sin embargo, todavía se expone el cráneo de René Descartes, con los nombres de aquellos que poseyeron la cabeza del célebre filósofo del “Pienso, luego existo”.
Vale aclarar que no han devuelto (desconozco si se lo hemos reclamado) los cuerpos de los araucanos que se exhibieron -vivos- durante la Exposición Universal de 1889 a los pies de la famosa torre. Algunos dicen que en realidad los cráneos de los “charrúas” devueltos no coindicen en las mediciones antropométricas étnicas y que los entregados serían araucanos, no charrúas… Pero, ¿quién se va a quejar a esta altura?
Francia también devolvió la cabeza de 16 guerreros maoríes; los suecos hicieron lo propio con la testa de 18 aborígenes australianos; y los ingleses con 17 nativos de Tasmania.
Los noruegos devolvieron en 2013 los restos de la bailarina y cantante mexicana Julia Pastrana, que había mostrado su cuerpo piloso (hirsutismo), a lo largo de Europa.
Después de muerta fue embalsamado por orden de su marido, que así pretendió seguir lucrando post mortem de su cónyuge.
Los nazis exhibieron las diferencias “anatómicas” de judíos, gitanos y enanos (como la familia Ovitz), todos sacrificados en sus campos de concentración.
Los argentinos no fuimos inmunes a esta costumbre casi ancestral de exhibir al vencido: el gobernador Estanislao López exhibió la cabeza de su enemigo Pancho Ramírez en el Cabildo de Santa Fe; en Tucumán, Oribe mostró la cabeza de Marco Avellaneda hasta que ésta fue robada por una dama tucumana quien, tiempo después, la entregó a su hijo Nicolás, cuando era presidente. Algo parecido pasó con el cráneo del coronel Castelli durante la revolución de los Libres del Sur.
Sin embargo, la historia más curiosa, en mi humilde opinión, es la del llamado “Negro de Banyoles”, expuesto en el Museo Darder de Historia Natural de dicha localidad española. Este hombre de color, con su lanza y escudo, se exhibió en una vitrina durante 80 años sin que nadie conociese su nombre, identificado solo con el número 1004 y declarado oriundo de Botsuana.
Como dijimos, “el Negro” (y no lo digo despectivamente, sino que fue conocido por los distintos periódicos bajo ese nombre) pasó todos esos años de exposición sin concitar mayor atención hasta que un médico haitiano lo denunció por exhibir impúdicamente a un ser humano. Nadie pensó que esto desataría una guerra diplomática. Al hombre olvidado tras una vitrina no solo lo reclamaba Botsuana, sino también Gambia y Senegal. La ONU, por entonces dirigida por Kofi Annan, intervino en el caso.
¿Cómo había llegado el Negro a Banyoles?
Georges Cuvier (1769-1832), especialista en anatomía comparada y paleontología, dirigía el Museo Nacional de Historia Natural de Francia. Un científico respetado, de renombre, era consultado por todo el mundo. A fin de comparar anatomías reunía cadáveres de Asia, América y África.
Para complacer las inquietudes de Cuvier, sus discípulos Jules y Édouard Verreaux decidieron enviarle a su maestro el cuerpo de un bosquimano que acababan de desenterrar en Sudáfrica. Así que nuestro Negro no era de Botsuana, ni de Gambia, ni de Senegal sino sudafricano.
Para estudiarlo, el bosquimano fue retirado de la vitrina que lo había cobijado por 80 años y trasladado al Museo Arqueológico de Madrid, donde procedieron a disecarlo cuidadosamente. En realidad, era poco lo que quedaba del bosquimano original: apenas el cráneo y algunos huesos. Ni la piel era negra, sino untada con betún.
Al final –aunque sabían que el bosquimano había sido hallado en Sudáfrica– decidieron "repatriarlo" a Botsuana, más precisamente a Gaborone, donde fue recibido como un dignatario por varios miles de personas que vieron en este acto un desagravio a los daños producidos por el imperialismo europeo.
Su cuerpo fue sepultado el 5 de octubre de 2000 como un héroe nacional en un parque público. Acabado el debate, pronto se olvidaron del “Negro” (y vuelvo a decir que no es un término despectivo, sino el nombre que le dieron las mismas autoridades de Botsuana al enterrarlo en el parque Tsholofelo). Hoy el monumento se encuentra algo deslucido y solo sirve de córner en un campito de fútbol improvisado dónde juegan al fútbol los niños de Botsuana, desconociendo las desventuras póstumas del “Negro”.
Sin embargo, la historia no terminó allí, porque en 2025, después de años de investigaciones, se llegó a la conclusión que éste no era un bosquimano cualquiera, sino un reyezuelo llamado Molawa VIII, quien así tuvo sus impensados 15 minutos de gloria.
“Mortui vivos docente” (“los muertos enseñan a los vivos”) se puede leer en varios anfiteatros de anatomía, donde estudiantes y médicos diseccionan meticulosamente los huesos y vísceras de cadáveres de personas que, en su momento, amaron, sufrieron, rieron, trabajaron y un buen día, como tantos, se fueron bajo la tierra. No todos tuvieron la suerte de descansar en paz: sus cuerpos sirvieron de estudio para entender la naturaleza humana, tan vasta y compleja que, a veces, se olvida de su propia condición.