Hace 2.500 años aproximadamente nacía, en lo que hoy es el estado de Nepal, cerca de la India, en el seno de una noble familia, familia que gobernaba un pequeño estado, extendido al pie de la Cordillera del Himalaya, nacía les decía, un niño, predestinado por su cuna a una vida cómoda y plena. Lo llamaron Gotama.
Treinta años después se lo conocería con el nombre de ‘Buda’, que en el idioma sánscrito significa ‘el Iluminado’.
Buda tuvo realmente una infancia, una adolescencia, e incluso una juventud, muy feliz. Se casó tempranamente con la mujer que amaba y un hijo coronó pronto su felicidad. Pero Buda poco a poco iba tomando conciencia del dolor, de la enfermedad, del deterioro que trae la vejez, incluso de la muerte, que le costaba explicarse.
¿Por qué tenemos que morir? Se preguntaba. Y sin proponérselo fue el fundador de una religión que hoy predican millones de hombres en todo el planeta: el budismo.
Aproximémonos a algunos de sus principios y sobre todo a la figura de su creador. Como toda religión, el budismo contiene una base de total pureza, de tolerancia, de amor. Eso es comprensible. Pero no lo es tanto que un joven abandone todas las ventajas de una vida materialmente cómoda y segura y decida cambiar sus lujosas ropas por una túnica y se aleje de la familia, casa, mujer e hijo, para vivir humildemente meditando en los bosques y tratando de subsistir mediante la limosna.
¿Se trataría de una mente desequilibrada o un visionario? En esta segunda interpretación está la respuesta.
Ya en las palabras de Buda -trasmitidas por sus discípulos- se adivina una mente lucida, limpia, muy adelantada a su tiempo.
LA BASE DE SU DOCTRINA
Dice la leyenda, que una noche meditando –y la meditación, es decir el conocerse a sí mismo fue la base de su doctrina- una noche decía Buda estaba al pie de una higuera. Y le sobrevino repentinamente la denominada iluminación, espiritual, obviamente.
Como si Dios -el Dios de todos los hombres- lo clarificase. Ya no se detendría jamás en sus 80 años de vida terrena.
Y un hecho curioso. En la India cerca de donde naciera Buda su doctrina perduró por casi 1.000 años. Actualmente no es allí el budismo una religión mayoritaria; pero si lo es en cambio, en China y en Japón donde tiene muchos millones de adeptos.
Hay una palabra –nirvana- que es la base de esta religión que ha pasado casi al lenguaje popular. El nirvana es como diría un estado que el hombre alcanza sólo cuando se despoja espiritualmente de lo terrenal: no hay dolor, ni siquiera alegría, buenos ni malos pensamientos. Sólo hay paz espiritual y serenidad.
El budismo cree en la reencarnación, en que el hombre no muere jamás, sino que regresa encarnado en otro hombre.
Buda no quiso ser predicador. Recorría ciudades de la India –la ciudad de Benares fue la primera- como empujado por una fuerza espiritual. Y salían de sus labios relatos, parábolas y también aforismos. Poco a poco se formaron de sus seguidores comunidades de monjes. Luego se edificaron templos que sirvieron al principio para guarecerse de las lluvias de la región que allí duran tres meses seguidos.
No se sabrá nunca, cómo su religión, que no quiso ser tal, superó en fuerza y en cantidad de adeptos a la de los vedas, que llevaban ya siglos de existencia.
Cuando Buda vencido por los años y por la enfermedad pidió un lecho entre dos árboles añosos para descansar, ante la muerte que preveía, vio llorar a un discípulo.
“No llores”, le dijo que “todo lo nacido tiene que morir”. “Si quieres ser eterno vence tu ignorancia, con el saber. Y el saber que puedas dejar, permanecerá”, agregó. Y quiero finalizar rescatando dos aspectos fundamentales de su doctrina.
En su época había en la India castas. El hombre que pertenecía a las castas inferiores vivía humillado toda su vida. La predica avanzada de Buda igualó a todos los hombres e incluyó a los animales argumentando que también eran seres vivientes.
No hubo en su teoría violencia, rencor, incomprensión. Sólo dulzura, aceptación, hermandad. Y ese mensaje a más de veinte siglos de distancia es una expresión de fe, que nos permite alentar la ilusión de una humanidad en la que impere para siempre, el amor y la tolerancia. Un aforismo como modesto homenaje a Buda: “Hay palabras que obran milagros. Y no son milagrosas…”.
Treinta años después se lo conocería con el nombre de ‘Buda’, que en el idioma sánscrito significa ‘el Iluminado’.
Buda tuvo realmente una infancia, una adolescencia, e incluso una juventud, muy feliz. Se casó tempranamente con la mujer que amaba y un hijo coronó pronto su felicidad. Pero Buda poco a poco iba tomando conciencia del dolor, de la enfermedad, del deterioro que trae la vejez, incluso de la muerte, que le costaba explicarse.
¿Por qué tenemos que morir? Se preguntaba. Y sin proponérselo fue el fundador de una religión que hoy predican millones de hombres en todo el planeta: el budismo.
Aproximémonos a algunos de sus principios y sobre todo a la figura de su creador. Como toda religión, el budismo contiene una base de total pureza, de tolerancia, de amor. Eso es comprensible. Pero no lo es tanto que un joven abandone todas las ventajas de una vida materialmente cómoda y segura y decida cambiar sus lujosas ropas por una túnica y se aleje de la familia, casa, mujer e hijo, para vivir humildemente meditando en los bosques y tratando de subsistir mediante la limosna.
¿Se trataría de una mente desequilibrada o un visionario? En esta segunda interpretación está la respuesta.
Ya en las palabras de Buda -trasmitidas por sus discípulos- se adivina una mente lucida, limpia, muy adelantada a su tiempo.
LA BASE DE SU DOCTRINA
Dice la leyenda, que una noche meditando –y la meditación, es decir el conocerse a sí mismo fue la base de su doctrina- una noche decía Buda estaba al pie de una higuera. Y le sobrevino repentinamente la denominada iluminación, espiritual, obviamente.
Como si Dios -el Dios de todos los hombres- lo clarificase. Ya no se detendría jamás en sus 80 años de vida terrena.
Y un hecho curioso. En la India cerca de donde naciera Buda su doctrina perduró por casi 1.000 años. Actualmente no es allí el budismo una religión mayoritaria; pero si lo es en cambio, en China y en Japón donde tiene muchos millones de adeptos.
Hay una palabra –nirvana- que es la base de esta religión que ha pasado casi al lenguaje popular. El nirvana es como diría un estado que el hombre alcanza sólo cuando se despoja espiritualmente de lo terrenal: no hay dolor, ni siquiera alegría, buenos ni malos pensamientos. Sólo hay paz espiritual y serenidad.
El budismo cree en la reencarnación, en que el hombre no muere jamás, sino que regresa encarnado en otro hombre.
Buda no quiso ser predicador. Recorría ciudades de la India –la ciudad de Benares fue la primera- como empujado por una fuerza espiritual. Y salían de sus labios relatos, parábolas y también aforismos. Poco a poco se formaron de sus seguidores comunidades de monjes. Luego se edificaron templos que sirvieron al principio para guarecerse de las lluvias de la región que allí duran tres meses seguidos.
No se sabrá nunca, cómo su religión, que no quiso ser tal, superó en fuerza y en cantidad de adeptos a la de los vedas, que llevaban ya siglos de existencia.
Cuando Buda vencido por los años y por la enfermedad pidió un lecho entre dos árboles añosos para descansar, ante la muerte que preveía, vio llorar a un discípulo.
“No llores”, le dijo que “todo lo nacido tiene que morir”. “Si quieres ser eterno vence tu ignorancia, con el saber. Y el saber que puedas dejar, permanecerá”, agregó. Y quiero finalizar rescatando dos aspectos fundamentales de su doctrina.
En su época había en la India castas. El hombre que pertenecía a las castas inferiores vivía humillado toda su vida. La predica avanzada de Buda igualó a todos los hombres e incluyó a los animales argumentando que también eran seres vivientes.
No hubo en su teoría violencia, rencor, incomprensión. Sólo dulzura, aceptación, hermandad. Y ese mensaje a más de veinte siglos de distancia es una expresión de fe, que nos permite alentar la ilusión de una humanidad en la que impere para siempre, el amor y la tolerancia. Un aforismo como modesto homenaje a Buda: “Hay palabras que obran milagros. Y no son milagrosas…”.