LA MIRADA GLOBAL

Biden imita a Alberto y a Macron: propone un impuesto a la riqueza

Con el necesario aval del presidente norteamericano, el bloque de Senadores del Partido Demócrata acaba de anunciar una iniciativa fiscal sin precedentes en los Estados Unidos. Se trata de un nuevo impuesto a la riqueza a aquellos que tengan un patrimonio mayor a los mil millones de dólares o que hayan obtenido ingresos superiores a los cien millones de dólares anuales en tres ejercicios fiscales consecutivos. 

El producido de ese impuesto, que tiene ciertamente algún parentesco con los similares ya establecidos recientemente en Francia y Argentina, se dedicará a: (i) financiar “programas de bienestar social”; (ii) a la lucha contra el cambio climático, y (iii) a la modernización de la infraestructura física de los Estados Unidos. Se estima que el tributo propuesto impactará efectivamente sobre unas 700 personas y sociedades.

    Quienes estén alcanzados por el nuevo gravamen –si se sanciona- no podrán diferir algunos otros tributos y el nuevo impuesto gravará, asimismo, las ganancias financieras de quienes estén efectivamente alcanzados por él.  Los intereses inmobiliarios o comerciales –en cambio- dejarán de ser gravados. 

Las ganancias de capital, por su parte, seguirán tributando como hasta ahora, aunque con un cargo adicional, por intereses, del 1,22%, que quintuplica al 0,22% actual. Más presión, entonces.

    La portavoz presidencial norteamericana justificó el anuncio del probable nuevo tributo, señalando que “los estadounidenses que cobran más pueden “permitirse” pagar un poquito más, para poder hacer inversiones históricas en nuestros trabajadores, economía y competitividad”. Seguramente la portavoz de nuestra propia Casa Rosada coincide ideológicamente con el comentario antes mencionado. 

El proyecto, sin embargo, no ha recibido apoyo por parte de la comunidad empresaria que, como cabía suponer, prefirió permanecer en silencio.

    Visto desde nuestras propias latitudes, uno recuerda aquello de que “en todas partes se cuecen habas”, de la misma manera. Con frecuencia abrazando, con poco disimulo, al populismo. Y transfiriendo a unos pocos, el costo de la pandemia y de sus efectos.

    Mientras tanto, la economía norteamericana se desaceleró en el tercer trimestre del año. El consumo disminuyó y la tasa de crecimiento anual se ubicó en el 2%. En el segundo trimestre del año –recordemos- esa tasa había sido del 6,7%. El desempleo, no obstante, cayó en 281.000 personas. Los pagos que se realizan para enfrentar este triste fenómeno son del orden de los 2.250 millones de dólares, por semana.

    Queda visto que aún falta mucho por hacer para impulsar el crecimiento de la que todavía es la economía más importante del mundo, duramente afectada –como todas- por la pandemia del Covid 19.

Carga fiscal

    Es evidente que cuando de pronto se crean impuestos especiales para, con su producido paliar el impacto económico de la pandemia, no es el Estado quien sufre directamente una contingencia perjudicial que –además- aparece de modo inesperado. Sino aquellos que, de pronto, se enfrentan con un tributo imprevisto, fuerte y nuevo, uno que ciertamente antes no existía y que aparece precisamente en función de la pandemia.

    Son estos últimos, es evidente, los que efectivamente llevan sobre sus hombros el duro y repentino esfuerzo adicional que el Estado les requiere. Nadie, sin embargo, les agradece demasiado. No reciben por ello beneficio especial alguno. Todos los demás, miran para otra parte. No vaya a ser que también ellos tengan que “poner el hombro”.

    Pero, por lo menos, hay que tener en claro que la sorpresiva pandemia les pegó como no les ha pegado a otros y que ellos son quienes soportan, concreta y esencialmente, los principales sobrecostos económicos de la inesperada tragedia sanitaria que a todos nos impacta por igual; esto es, el pago de los impuestos nuevos, creados frente a la aparición del llamado COVID-19, que afectan –queda visto- a unos pocos.

    Mientras el proyecto de nuevo tributo sigue adelante, la aprobación popular de la gestión del presidente norteamericano, Joe Biden, es muy baja. Sólo un escaso 38% de los encuestados dice estar “de acuerdo” con ella. Poco y nada, entonces. 

Pero si uno mira un poco más de cerca lo que sucede, advertirá cuan divididos están hoy efectivamente los norteamericanos, políticamente.  Los demócratas la “aprueban” con un sólido 80% de respuestas favorables. Los independientes lo hacen, pero apenas con un flaco 32%. Y tan sólo un escuálido 4% de los republicanos expresa su conformidad.   Un 50% de los norteamericanos son muy críticos de la gestión de Joe Biden respecto del COVID-19. La mitad del país, entonces. Preocupante, por cierto. Pero es así. Y, mucho peor, un sólido 55% de ellos “desaprueba” su gestión de la economía del poderoso país. 

Estas cifras señalan claramente que la disconformidad pública con el gobierno de Joe Biden es grande. Y extendida.   Salvando las enormes distancias entre la realidad de nuestro país y la norteamericana, lo que aparentemente le sucede políticamente a Joe Biden no es demasiado distinto de lo que simultáneamente le pasa a Alberto Fernández, en la Argentina, cuya imagen está en caída libre. 

Los dos están perdiendo aceleradamente popularidad frente a sus electores, que hoy lucen abiertamente desanimados por la mala gestión de gobierno de sus respectivas autoridades. Mal momento, entonces.