Detrás de las noticias

Benjamin, Menapace, ‘Morir en la pavada’

Hay un texto de Walter Benjamin cuyo comienzo persiste en nuestra memoria con la nitidez de las frases que vuelven solas, sin que sepamos por qué. No recordamos el texto entero, solo esas primeras líneas que se graban como si alguna vez nos las hubieran dicho en voz baja. “Nuestros libros de texto contenían la fábula del anciano que, en su lecho de muerte, hizo creer a sus hijos que había un tesoro escondido en su viña. Solo tenían que cavar.” Así figura en la traducción de Buchwald publicada por Editorial Godot. En otra versión (quizás la primera que leí) se hablaba de libros de cuentos, no de libros de texto.

El original alemán dice: “In unseren Lesebüchern stand die Fabel vom Greis, der auf dem Sterbebett seinen Söhnen sagte, in seinem Weinberg sei ein Schatz vergraben”. No sé alemán pero, ayudado por diccionarios en línea, traducciones automáticas y algunas etimologías, descubrí que algunas palabras parecen llevar consigo un espesor particular. Lesebüchern, por ejemplo, ha sido traducido como libros de texto, y lo es, aunque su forma literal (libros para leer) deja asomar otra imagen: la de una infancia atravesada por páginas abiertas a la lectura, disponibles como una viña por trabajar. Greis, el viejo que habla, conserva un aire solemne, cargado de una vejez casi ceremonial.

Sterbebett, la cama del morir, tiene la aspereza de lo irreductible. Y vergraben, ese verbo que guarda el tesoro, parece decir algo más que enterrar: alude a una acción sigilosa, hecha con intención, como quien oculta algo precioso y espera que alguien, algún día, lo descubra.

Después sigue lo que ya conocemos: los hijos cavan. No encuentran oro. Pero cuando llega el otoño, la viña da frutos como nunca. Y entonces comprenden, sin que nadie se los diga: el trabajo, la espera, la entrega compartida, eso era el tesoro.

En tiempos en que se nos decía como a Benjamin que hablar era cosa de grandes, que opinar era una impertinencia de niños, esa historia nos enseñó que crecer era cavar juntos, aunque no supiéramos del todo qué buscábamos.

DESTINOS

Mucho antes de leer a Benjamin conocimos ‘Morir en la pavada’, de Mamerto Menapace, cuando teníamos doce o trece años. Nos lo acercaban los maestros, los dirigentes, los guías de formación. Lo escuchábamos en ronda, con cierta gravedad. La historia de un campesino que encontraba entre las piedras altas de la cordillera un huevo extraño y lo llevaba consigo, sin saber de qué especie venía. Lo dejaba bajo el cuerpo tibio de una pava clueca, que lo incorporaba al ritmo de su nidada sin advertir diferencia. El pichón nacía entre los otros, aprendía a picotear entre las migas, a moverse con torpeza, a temer lo cotidiano. Pero cada tanto, cuando el cielo se abría y planeaban, en lo alto, unas aves inmóviles y enormes, algo en su pecho respondía con una vibración inexplicable, una forma de memoria que no pasaba por el recuerdo. En una ocasión quiso decirlo, pero una voz cercana se lo desvió con una risa leve, una frase para seguir andando, un gesto de esos que desarman sin herir. Bajó la vista. Pasaron los años. Nunca supo que era un cóndor. Un día, simplemente, murió.

Hay destinos que se extravían, no por falta de señales sino por exceso de voces. Algo de eso intuíamos, sin poder decirlo, cuando escuchábamos esa historia por primera vez. Éramos chicos, pero ya nos empujaban a elegir entre pertenecer y buscar. Entre seguir o detenerse a mirar el cielo. Las palabras de Menapace no nos daban respuestas pero abrían una posibilidad: que vivir no fuera apenas repetir lo que hacían los otros sino atender con cuidado esa nostalgia extraña que nos habitaba. No estábamos solos: leíamos el Evangelio, a Romero, a los curas palotinos, a Rubén Dri, a Boff, el documento de Puebla, a los lassallanos; compartíamos el pan, escuchábamos historias, buscábamos una forma de justicia que no cupiera en ningún reglamento, hacíamos experiencias comunitarias muy cercanas al socialismo cristiano en cuarenta días de campamentos por el Sur.

Nos preparaban, sin decirlo así, para una forma de vida en la que no debíamos olvidar que habíamos nacido para las cumbres.