En la edición del 6 de julio de 2020 apareció mi artículo
Creo que su edad superaba, al menos, en dos lustros a la de los demás alumnos, y sé que nunca concluyó su carrera. Su voz, de registro agudo, tropezaba con algunas dificultades fonéticas, tales como ignorar las consonantes oclusivas y no poder pronunciar la
Se ganaba la vida como vendedor de libros a crédito, de modo que, durante varios años posteriores a aquel episodio de la década de 1960, seguí, en mi carácter de cliente, frecuentando su trato. Que me era funcional por dos motivos:
1) Desde el aspecto comercial, no fueron pocos los libros que adquirí por su intermedio, lo que resultaba muy cómodo, ya que, encargada la compra, Boitus se presentaba en casa con los volúmenes solicitados. Sin embargo, nunca admitió su condición de vendedor de libros: se autoproclamaba
Así, pues, en nuestros encuentros confluían, sin molestarse, el provecho y el placer.
UN REPROCHE VERSIFICADO
El 8 de noviembre de 1986 ejecuté el acto más inteligente de mi existencia: fumé el que sería mi último cigarrillo. Antes de esa fecha jubilosa, yo tenía infernalmente arraigado tan nocivo hábito. No así el -en este sentido- juicioso Boitus: yo jamás lo había visto fumar.
Durante una de sus visitas como
Al instante, Boitus, con su atiplada voz y en elevados decibeles, canturreó:
Las visitas de Boitus se prolongaban bastante, pues, llevado de cierta leve maldad, me encantaba, como ya di a entender, hacerlo hablar y oír los despropósitos y disparates que, en forma de manantial inextinguible, surgían de su misterioso cerebro.
En otra ocasión, cuando yo, aún soltero, vivía en la casa paterna, mi madre, acaso por el mero gusto de decir algo, le preguntó:
-Dígame, Boitus, ¿usted nunca pensó en casarse?
La más viva curiosidad por la siempre inimaginable respuesta me hizo dirigir toda mi atención al semblante y a la expresión de Boitus. Éste esbozó una sonrisa comprensiva y, si se quiere, indulgente:
No diré un tomo de quinientas páginas, pero sí un fascículo de unas cincuenta sería necesario para testimoniar por escrito los sorprendentes episodios verbales que se plasmaban dentro del visionario cacumen de Boitus. Sé que, posiblemente por pereza, no me entregaré a esa tarea exhaustiva, aunque bien valdría el esfuerzo. Pero, por ahora, ya he relatado tres de esas anécdotas boitusianas: una, como dije al principio, en el artículo ``La explotación del individuo''; las otras dos, en estas líneas que ahora llegan al punto final.