APUNTES SOBRE UNA OLVIDADA BIOGRAFIA DEL PADRE DE LA PATRIA

Augusto Barcia Trelles y su historia de San Martín

Las ediciones de La Prensa y La Nación del miércoles 21 de junio de 1961, destacaron en extensos artículos necrológicos la muerte -el 19 de ese mes- y el entierro en el cementerio de Olivos, del jurista, político, parlamentario, orador, periodista e historiador asturiano Augusto Barcia Trelles (1881-1961), eminente figura del exilio español llegado al país a consecuencia de la derrota sufrida por el bando republicano en la Guerra Civil.

Puede decirse que después de don Niceto Alcalá-Zamora y Torres, el católico primer Presidente de la Segunda República Española destituido en 1936, quien arribó al puerto de Buenos Aires en enero de 1942 luego de un trayecto lleno de peripecias -que bien narró en su libro 441 días (1942), cuyos capítulos adelantó en la desaparecida revista porteña Aquí está-, Barcia Trelles fue sin duda la otra figura más destacada del destierro peninsular en la Argentina. Fundamentalmente debido a las responsabilidades públicas, de primer nivel, que desempeñó en sucesivos gabinetes republicanos: Ministro de la Gobernación, Ministro de Asuntos Exteriores, Ministro de Estado, más tarde representante en Francia y Embajador en el Uruguay –cargo que no asumió- y no en la Unión Soviética como anotan algunas biografías, dado que los embajadores de la Segunda República en Moscú fueron el médico Marcelino Pascua y el jurista y traductor Manuel Martínez Pedroso, un socialista miembro de la nobleza.

Anteriormente, en mayo de 1936, Barcia Trelles fue elegido para desempeñar por escaso tiempo la Presidencia del Consejo de Ministros tras la dimisión de su amigo Manuel Azaña, cuando éste pasó a ocupar la presidencia de España.

Debido a su prestigio y autoridad moral reconocidos entre los aquí “transterrados” (José Gaos dixit), Barcia Trelles era por derecho propio quien solía presidir los funerales de los compatriotas que morían en esta tierra. Cuenta José Blanco Amor en su libro Exiliados de memoria (1986), cómo era la ceremonia en que oficiaba de sumo sacerdote: “Se subía al pupitre en el peristilo de la Chacarita y todos se disponían a escuchar reverentes al antiguo Jefe de Gobierno decir su adiós al compatriota y al correligionario.”

Pero parece ser que en esas circunstancias, al antiguo orador político fogueado en polémicas parlamentarias desde que ingresó como diputado a Cortes por el partido reformista de Melquíades Álvarez, le ganaba la emoción al extremo de derramar lágrimas resultando la oración fúnebre algo así como una caricatura del dolor, en expresión del mismo Blanco Amor. Algo que hace pensar en el acierto de un juicio a su retórica vertido nada menos que por Azaña el 9 de enero de 1932 y presente en el primer tomo de sus Memorias políticas y de guerra (1978): Barcia –a la sazón presidente del Consorcio Bancario- “ha pronunciado un discurso, largo y de circunloquios, como suyo. Barcia es bueno; pero sus discursos no lo son tanto, porque la palabra precisa y significante se le resiste”.

LIBERAL Y MASON

De este intelectual liberal, tolerante y dispuesto a elogiar y a dar espaldarazos, Ramón Serrano Suñer en sus memorias de 1977 subtituladas “Entre el silencio y la propaganda, la historia como fue”, destaca que siendo ministro trató de salvar infructuosamente la vida del General Eduardo López de Ochoa. Lo cierto es que era un políglota que dominaba varios idiomas, habiendo estudiado en su juventud en Bélgica y quien no por casualidad presidió el tan prestigioso Ateneo de Madrid entre 1932 y 1933.

Perteneció cronológica y espiritualmente a la Generación de 1914, la de José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Manuel Azaña o Luis y Felipe Jiménez de Asúa. Un poco o un mucho la de los que entendían, al decir de Ortega, que la solución de España estaba en Europa. Y en ese sentido Barcia Trelles fue un convencido europeísta sin renunciar por ello al orgulloso rescate de las raíces hispanas que él sintetizaba en los arquetipos del Cid y de Alonso Quijano. Porque Barcia, uno de los primeros traductores al castellano de Carlos Marx y expositor del pensamiento vivo de su coterráneo Gaspar Melchor de Jovellanos, se identificó menos con la España conquistadora e inquisidora que con aquella otra creadora de derechos a través de las Leyes de Indias; la España con súbditos de la Corona en el Nuevo Mundo “que no reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes” según el mandato testamentario de la Reina Isabel la Católica.

Su condición de masón: Soberano Gran Comendador del Gran Consejo Grado 33, por la que el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, lo condenó en ausencia a treinta años de reclusión e inhabilitación absoluta, obedecía más al rechazo por los absolutismos y a ideales emancipatorios de todo dogmatismo al par que regeneracionistas en la línea trazada por Joaquín Costa y Gumersindo de Azcárate de los que se consideraba epígono, que a cuestiones religiosas. Así distan sus ensayos de tener una militancia anticatólica mostrando patente en cambio, y en varios de sus trabajos, su admiración por el dominico Francisco de Victoria, el padre del Derecho Internacional. Incluso el aviso fúnebre publicado en La Prensa el 21 de junio de 1961, da cuenta que había sido confortado con las santos sacramentos y la bendición papal.

Lejos de ser, como lo deben haber pretendido algunos de sus contemporáneos, un hombre del siglo de las luces, un ilustrado trasplantado al siglo XX; en su caso el racionalismo cedía al romanticismo y de allí que este miembro de la Izquierda Republicana, aunque equidistante de los extremismos, simpatizara en su interior con la Revolución de Asturias de 1934 y ese mismo año defendiera como abogado al presidente Lluís Companys y a otros miembros de la Generalitat acusados por su participación en la proclamación del Estado Catalán.

Vencido, tomó rumbo a la Argentina, donde uno de sus hermanos: José Barcia Trelles, de importante actuación en el campo de la agronomía y alto funcionario del Ministerio de Agricultura de la Nación, estaba radicado desde tiempo atrás.

EL HISTORIADOR

Aquí aparte de cumplir funciones como Ministro y Representante de la República Española en el Exilio, se dedicó a estudiar la figura y la acción política del General José de San Martín, analizando su vida y proyecto libertador en varios tomos publicados en Buenos Aires entre 1941 y 1943.

“En España fue uno de los primeros que intentó una reivindicación del héroe nacional argentino, enfocada desde el punto de vista español que hasta entonces no había podido disimular hacia San Martín cierta hostilidad”, comentó La Prensa en su nota necrológica.

La historia de San Martín de Barcia tiene como hilo conductor el vínculo del Libertador con las logias masónicas, aunque lejos de rebajarlo a la calidad de mero títere de ellas, propone en vez imaginar su personalidad de quilates geniales como iluminadora de su tiempo y su medio: “Todo lo que hoy América tiene de reservas espirituales, viene sin quiebras ni fallas de la obra que San Martín concibe en 1810, enuncia en 1814, inicia en 1817 y consuma en 1822.”

Instalado en la óptica antedicha, se interroga por la finalidad de la Logia Lautaro a la que en otro de sus libros: San Martín y la Logia Lautaro (1950), atribuye adscripción masónica compartiendo la opinión en ese sentido de Juan Canter en Las sociedades secretas políticas y literarias (1810-1815) y en contradicción con las de otros historiadores como José Pacífico Otero para quien no era masónica sino política; temperamento éste seguido después por Guillermo Furlong, Cayetano Bruno, Edberto Oscar Acevedo o Enrique Díaz Araujo.

Explica Barcia: “Condenaban unos la Logia Lautaro por el solo hecho de ser creación masónica; otros la combatían por sus principios; no pocos la censuraban por sus procedimientos y por las consecuencias que en definitiva produjo en la vida política porteña (…)”. Mitre que perteneció a la Orden y en ella ostentó los grados supremos, aunque en rigor de verdad no hizo estudios de la doctrina ni llegó a practicar el Rito, con criterio puramente profano, desde un punto de vista político, emplazándose en el campo de la Historia, donde se movía con tanto saber y autoridad, más inclinado a condenar la Logia que a exaltarla, reconoce explícitamente que produjo “en su origen bastantes bienes y algunos males” y que “como núcleo de voluntades unidas por un propósito, fue el invisible punto de apoyo de las fuerzas salvadoras de la sociedad en momentos de desquicio.”

DOCUMENTACION

Su historia sanmartiniana es obra de gran aliento y está respaldada por un rico aparato bibliográfico así como por abundante documentación. Se encuentra dividida en dos primeros volúmenes que versan sobre la presencia de San Martín en España y de tres más finales que tratan de su actuación en América. En esta segunda parte, donde no trepida Barcia rectificar a Mitre, a Sarmiento en lo que hace al vínculo de San Martín con su protector Aguado, el Marqués de las Marismas del Guadalquivir, y a Otero, se pueden leer juicios como el siguiente: “La guerra de la Independencia de América fue obra de una guerra civil no comprendida”, una aseveración que avala al presente cierta moderna historiografía.

Sobre las entrevistas con Bolívar, dice: “No hay héroe, santo ni mártir, capaz de superar la grandeza de conformidad que iluminó el acto de Guayaquil”. Sin embargo Barcia que en la línea de Ricardo Rojas suscribe la santidad laica del Padre de la Patria, no lo aleja como a un dios griego de sus contemporáneos y también pone su mirada sobre los anónimos protagonistas de su gesta.

En algunos momentos se advierte la simpatía del autor por los sectores populares que lo acompañaron, por sus caudillos como Manuel Dorrego: “merecedor de grandes y excepcionales respetos” y sobre todo por el salteño Martín Miguel de Güemes, conductor de la Guerra Gaucha: “Lo difícil para San Martín era encontrar el hombre ejecutor de sus concepciones. Gran catador de almas, descubridor de temperamentos, lo vio pronto y del hombre-eficiencia se valió. Era Martín Güemes; una de las figuras más simpáticas, más generosas, más nobles, más poéticas de cuantas surgieron en aquella irrupción de patriotas heroicos, de épicos ciudadanos, grandes en la acción, soñadores en el pensar y locos en el vivir. Así vencieron ‘los gauchos’ mandados por Güemes y por Saravia”, refiriéndose al coronel José Apolinario Saravia.

RECONOCIMIENTOS

Aunque poco consultada al presente, su historia de San Martín” recibió aplausos y reconocimiento al tiempo de ser editada. Así el Teniente de Navío José R. Salvá pronunció el 31 de mayo de 1942 una conferencia en la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores –texto que luego a apareció en opúsculo- titulada El San Martín de Barcia Trelles. Y años más tarde, en 1950, el arquitecto Carlos A. Couteaux Pellegrini recogió en otro folleto las expresiones del “Homenaje al Dr. Augusto Barcia Trelles de sus amigos y admiradores por su obra sanmartiniana”.

En las investigaciones sanmartinianas de las últimas décadas, en rigor poco se la cita. Sí en otras anteriores como lo hizo en 1950 Ricardo Levene en El genio político de San Martín. También en 1950 Jordán Bruno Genta en San Martín doctrinario de la política de Rosas, advirtió que al revés de Mitre para quien “Washington es la más elevada potencia de la democracia natural”, ni Barcia, ni Otero, ni Rojas posponen a San Martín, “pero -en la polémica visión autocrática de Genta- completan la deformación liberal de su personalidad y lo exhiben como un paladín de la Democracia y la Libertad”.

De anotar lo que sigue solo a modo de ejemplo, cabe recordar que en 1975 Armando Alonso Piñeiro cita a Barcia en la bibliografía de su libro El Supremo Americano. En 1976 Alfredo G. Villegas lo hace en San Martín y su época. Y en 1978 Edwin Félix Rubens en Perfil humano de San Martín.

A ochenta años cumplidos de su publicación no está demás tratar de inquirir en sus capítulos, poniendo incluso entre paréntesis datos, interpretaciones y afirmaciones del autor, la genuina devoción sanmartiniana que los inspiró.