A PROPOSITO DE ‘LA IMPOSIBLE REPUBLICA VERDADERA’, DE PABLO GERCHUNOFF
Apogeo y caída del yrigoyenismo
En 1983 el aparato “cultural” del alfonsinismo difundió un documental sobre la historia política nacional de los 50 años anteriores que llevaba por título una petición de principio: “La república perdida”. Daba por cierta una hipótesis por lo menos dudosa: la existencia en los años 20 de una república ideal derribada por un golpe de estado en septiembre de 1930 y seguida de medio siglo de alzamientos militares y degradación institucional. En ese utópico oasis democrático habían gobernado los radicales hasta ser derribados por los conservadores en complicidad con las Fuerzas Armadas.
La imposible república verdadera de Pablo Gerchunoff (Edhasa, 245 páginas) relativiza ese planteo binario en poco más de doscientas páginas dedicadas al proceso que se desarrolló desde la reforma electoral de Roque Sáenz Peña en 1912 hasta la caída de Hipólito Yrigoyen 18 años más tarde. Una caída a manos de, entre otros, el general José Félix Uriburu que no alcanzó ni siquiera el nivel de cuartelazo por la falta de apoyo de los cuadros del Ejército, hasta el punto de que para tomar de la Casa Rosada debió recurrir a cadetes del Colegio Militar.
INTRANSIGENCIA
Además de una petición de principio el título del libro encierra un juego de palabras. La república posible, la de la práctica electoral restringida, era la de los conservadores, mientras que la “verdadera” era la de la democracia de masas que terminó colapsando en el curso de su tercer mandato presidencial.
El choque de la intransigencia yrigoyenista con el fraude conservador terminó mal. La falta de consenso truncó el progreso institucional y derivó en una inestabilidad crónica que derivó a su vez en la parálisis del desarrollo económico. Se generó una grieta que duró décadas con protagonistas alternados del populismo y del antipopulismo, pero el resultado fue básicamente el mismo. La descarnada lucha sin reglas por el poder produjo pobreza y atraso. Una lucha en la que los adversarios desconocían la legitimidad del otro y cuando llegaban al gobierno lo ejercían o pretendían ejercerlo sin límites.
Gerchunoff apunta que desde la caída de Rosas se había desarrollado un debate sobre los alcances de la república entre los fundadores de la Argentina moderna. Alberdi en Las Bases consideró prioritario el progreso económico para dar lugar al progreso institucional. La tarea del único gobierno posible consistía en mejorar a los gobernados para que pudieran ejercer plenamente sus derechos políticos. Sarmiento opinaba, en cambio, que el progreso cultural era el fundamento sobre el que se asentaría el desarrollo económico. El proceso argentino contradijo ambas hipótesis.
La caída de Yrigoyen ha sido objeto de una extensa bibliografía. Gerchunoff pone énfasis en uno de sus causas, “la descomposición de un movimiento político en su fase personalista”, como apunta en el prefacio. O, puesto en otras palabras, la crisis de liderazgo que abatió al jefe radical tan solo dos años después de haber vuelto a la Casa Rosada a favor de una avalancha inédita de votos que sus adictos proclamaban como un “plebiscito”.
El estilo del autor dista de ser enfático sobre el grado de responsabilidad de Yrigoyen en su propio derrocamiento, pero es probable que aun así genere reparos entre sus correligionarios que consideran al dos veces presidente como un héroe de las masas populares desheredadas de principios del siglo pasado. Además de haber desarrollado una extensa carrera académica, Gerchunoff fue asesor de los gobiernos de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa.
La llegada de Yrigoyen a la presidencia fue posible por la confluencia de dos factores principales: la presión revolucionaria del radicalismo y la decisión de los conservadores reformistas de encontrar una salida incruenta al largo conflicto entre las dos facciones. Desplazado el roquismo, quedó abierto el camino para que los radicales llegasen al poder. Lo despejaron, entre otros, Roque Sáenz Peña y José Figueroa Alcorta.
En 1913 Sáenz Peña le traspasó la presidencia a Victorino de la Plaza y escribió una frase memorable: “Los ciudadanos votan, las rentas crecen”. No vivió para ver que el final de la historia sería muy distinto.
EL CAUDILLO
En la presidencia Yrigoyen mostró su naturaleza caudillesca, lo que significó un retroceso fenomenal en el tránsito hacia prácticas políticas civilizadas. Hizo un uso absolutista del poder, negó la legitimidad de sus adversarios, el “régimen falaz y descreído”, despreció institucionalmente al Congreso (estaba en minoría en el Senado) y persiguió a los opositores en provincias aunque perteneciesen a su propio partido. Mostró genes autocráticos y una peligrosa actitud unanimista y mesiánica.
En 1922 asumió la presidencia Marcelo T. de Alvear y el antipersonalismo se fortaleció hasta desafiarlo. Pero el triunfo aplastante del caudillo en las urnas en 1928 aceleró su proyecto de regeneración política. Se consideró plebiscitado e investido por lo tanto de un mandato extraordinario para culminar su empresa revolucionaria, la reparación del derecho político de las masas violado por el régimen conservador (ver Gassió, Guillermo, Yrigoyen, el mandato extraordinario 1928-1930).
Inmediatamente después del triunfo electoral Horacio Oyhanarte declaró públicamente la necesidad de una reforma constitucional para adaptarla a los planes de su jefe, en particular el mandato de los senadores. Pedía que se le otorgasen “todos los resortes necesarios para el cumplimiento de su augusta misión”. Quería un poder político no limitado por la legalidad y entendía que esa reforma era la que expresaba el “plebiscito” de la elección presidencial. También creía o fingía creer que bajo la nueva situación política surgida de las urnas los opositores no representaban a nadie y habían perdido legitimidad.
La historia terminó con el derrocamiento del caudillo radical por un militar que quería imponer un régimen dictatorial pero en su caso auxiliado por las armas y por conservadores tan rancios como políticamente inviables. Esa aventura también terminó en fracaso. Se había instalado lo que los griegos clásicos llamaban la estasis: un estado de conflicto que podía terminar en guerra civil. El genio de la discordia, de la división social, había salido de la lámpara y se tardó más de medio siglo para volver a encerrarlo.