Anatomía de un fracaso absurdo ­

Claves de la política- El Gobierno nació de una coalición que tomó la decisión estratégica de llamarse Cambiemos, pero no cambió nada. Fue presa fácil del bombardeo ideológico kirchnerista. Y encara el tramo final de su gestión en una posición que quería evitar a todo costa: como esbirro del FMI.

­

Al responsable de esta nueva frustración argentina no hay que buscarlo en el disgregado equipo económico, ni en la volatilidad internacional, ni en la acelerada reactivación que preside Trump ni en la suba de tasas de la Fed, aunque todo eso haya influido en partes discutibles. La debacle se gestó cuando este gobierno era aún una coalición que no había llegado al poder y, en la campaña de 2015, tomó la decisión estratégica de llamarse Cambiemos y a la vez no cambiar casi nada.

Aquella decisión fue como subir al cuadrilátero a pelear con las manos atadas. Cambiemos dio por hecho que en el país había situaciones intocables, estados mentales invariables, una cultura que no podía modificarse. Se dejó acomplejar por el sistemático (y eficaz) bombardeo ideológico del kirchnerismo y sus secuaces de izquierda y progresistas. Hizo propias sus etiquetas y las fue descartando una por una: si llegaba al gobierno no iba a ser ni menemista, ni derechista, ni neoliberal, ni entreguista, ni ultraconservador, ni ortodoxo, ni privatista, ni ajustador serial, ni esbirro del FMI...

Tantas vestiduras se quitó que al final, ahora, se quedó desnudo a la vista del mundo. Cambiemos no fue nada. Su única convicción profunda consistió en no ser lo que sus adversarios imaginaban que sería. Nunca intentó siquiera discutir esas categorías: las aceptó a libro cerrado. Por eso mueve a risa que hasta hace poco sus principales dirigentes, incluido el presidente, hablaran de la necesidad de dar una "batalla cultural". La verdad es que jamás estuvieron ni cerca de entablar ese combate, y hoy ya no tienen tiempo de abrir el fuego. Esa batalla no empezó ni empezará.

En este contexto es que Cambiemos termina ubicado justo donde nunca quiso estar. Con dos años y medio de demora va a tener que convertirse en el "esbirro del FMI". Más temprano que tarde se verá obligado a aplicar el ajuste ortodoxo que tanto eludió. Acaso tendrá que salir a privatizar de apuro, con odiosa receta menemista. ¿Congelará salarios, reducirá jubilaciones y planes sociales, despedirá empleados públicos? Imposible saberlo ahora, pero es altamente probable que deba que hacerlo, sobre todo porque en lo inmediato va a tratar de no hacerlo.

Si a este método de acción que acaba de fracasar se le llamó gradualismo, su credo más profundo fue el duranbarbismo. Porque el auténtico padre del engendro es el asesor ecuatoriano.

Parece una maldición inevitable que todos los gobiernos tengan su monje negro, un asesor oculto, nunca elegido en las urnas, que entre las sombras y siguiendo intereses misteriosos, digita las líneas maestras de la gestión con palabra de oráculo. El kirchnerismo lo tuvo a Horacio Verbistsky, que desde el exilio virtual ya se frota las manos por lo que vendrá. En Cambiemos esa función la cumplió Jaime Durán Barba. Le debe a él la táctica de "no explicar" y "no argumentar", la insólita resistencia inicial a machacar con el desastre heredado de los K, el fallido afán por gobernar "sin dar malas noticias". Elisa Carrió lo impugnó por estas horas. "Basta de ser buenitos, basta con los globos", reclamó. También ese ajuste de cuentas llegó tarde.

Así, traicionado por un mercado financiero que jamás actúa por simpatía y más veces de las que se cree abandona a quienes dice defender; vulnerable en un contexto económico adverso; condicionado por una oposición que huele sangre y disfruta bailando al borde del abismo; desorientado ante el fracaso de su estrategia y sin decisión ni tiempo ni voluntad para dar el giro económico que le exigirán el Fondo y los poderosos del mundo, el gobierno de Cambiemos inicia el último tramo de su mandato en la exacta situación que desde su fundación trató de evitar. Imposible pensar en un fracaso más absurdo.