POR JUAN EDGARDO MARTIN
Sin ser un hombre especialmente apuesto, Juan Manuel de Rosas constituía, en conjunto, un bello tipo. Robusto, rubión, coloradote, de labios finos y expresión irónica –las expresiones a veces dicen más de nosotros que lo conveniente-, parecía mas bien un “farmer” inglés. Borges nos dice en su cuento “Diálogo de muertos” “…y lo cierto es que se parecía notablemente al arquetípico John Bull.”
Ella, cuando se conocieron, era una niña. Trece años tenía. Él ya era quien fue siempre. El célebre dictador argentino, sobre el cual aún hoy seguimos disintiendo, y contaba cuarenta y tres años de edad.
María Eugenia Castro (1823-1876) era hija de un oficial del ejército, el Coronel Juan Gregorio Castro, quien había nombrado a Rosas su albacea testamentario y tutor de su hija mayor, María Eugenia.
Muerto su padre el Coronel, la niña María Eugenia pasó a vivir en Palermo, la residencia de don Juan Manuel y su familia, como dama de compañía de la señora de la casa, doña Encarnación Ezcurra. Dos años después, a la muerte de la esposa del Restaurador, la niña –ya toda una mujercita de quince años- mudó su situación dentro de la residencia de Palermo. De pupila-criada pasó a ser la amante del Dictador. Allí convivían ambos. Carlos Ibarguren nos dice: “Eugenia era una agraciada muchacha, morena, vivaz y sensual, una odalisca criolla…” Rosas la apodaba “la cautiva”. No era una relación escondida, al contrario, a veces se los veía pasear juntos en coche, y tuvieron seis hijos: Ángela (a quien Rosas llamaba “el soldadito”, y por la cual parece haber tenido alguna predilección), Emilio, Joaquín (“el chileno”, muy parecido a él), Nicanora (“la gallega”), Justina y Adrián.
Ninguno tuvo la suerte de ser reconocido por su padre.
En su testamento, Juan Manuel de Rosas manifiesta: “Jamás he tenido o reconocido más hijos en persona alguna que los de Encarnación mi esposa, y míos, Juan y Manuelita”.
Derrocado por Urquiza en la batalla de Caseros en 1852, el dictador se exilió en Inglaterra, y María Eugenia no lo acompañó. A partir de ese momento la relación continuó por vía epistolar. Ella, que había quedado en Buenos Aires en muy precarias condiciones económicas junto a los hijos nacidos de la unión de ambos, le escribía quejándose. Él parecía tener en paz su conciencia, pues las cartas indicaban que al marcharse la había invitado a acompañarlo, cosa que María Eugenia había rehusado. “Si cuando quise traerte conmigo, según te lo propuse con tanto interés en dos expresivas y tiernas cartas, hubieras venido, no hubieras sido desgraciada. Así cuando hoy lo sois, debes culpar solamente a tu maldita ingratitud”.
Ella continuó escribiéndole para reclamarle algún dinero, dada su atribulada situación económica, socorro que él negaba, alegando su propia pobreza. “A veces pienso en colocarme de peón en algún lado”.
Nunca más volvieron a verse.
Él jamás se dirigió a ella con trato íntimo, se despedía en sus cartas como “tu afectísimo paisano”, y en la última que se conoce, en el saludo final le escribe “tu patrón”.
María Eugenia murió a los cincuenta y tres años, antes de envejecer, acuciada por la pobreza, el abandono y las angustias.
AMOR A LA TUCUMANA
De manera infalible, los historiadores ponderan las virtudes morales de Manuel Belgrano. Tal vez se destacaba sobre otros por su desinterés y su espíritu de sacrificio. Fue un hombre que, literalmente, entregó su vida a la patria. Soportó penurias indecibles mientras anduvo con el Ejército del Norte, y terminó muriendo en la más completa indigencia. Sin embargo, este apuesto varón, además de las privaciones, y de verse de buenas a primeras convertido en un “militar de ocasión por las necesidades de la revolución” como él mismo afirmaba, conoció las caricias femeninas, y las blanduras de la intimidad con el bello sexo, desmintiendo de esa manera las infames calumnias acerca de su sexualidad.
Lo cierto es que era un hombre fino, de gustos exquisitos que hablaba con fluidez el inglés, el francés, el italiano y el alemán. Eso, unido a su atractiva figura de abogado culto, militar –aunque improvisado- de gran prestigio, su cabello rubio y sus ojos azules, debe haber resultado sin dudas un hombre que llamaba la atención de las mujeres de su época. El célebre cacique “Cumbay” del Chaco se entrevistó con él en Potosí, y al verlo exclamó: “No me habían engañado; es muy lindo, y según su cara, así debe ser su corazón…”. Solamente lo traicionaba su voz de falsete, que una vez motivó las burlas de Dorrego, lo cual hizo merecedor al fusilado de Navarro de una severa reconvención por parte de San Martín.
Es que en aquellos tiempos sobraban los dedos de una mano para enumerar los militares de gustos tan elegantes y distinguidas cualidades (el General Tomás de Iriarte en sus memorias, llegó a decir de él que “sus modales eran casi afeminados”).
Lo cierto es que el hombre era un sujeto refinado que supo llevarse bien con las mujeres.
En lo referente a la vida amorosa del General, fue algo más irregular de lo aconsejable para la época, y algo más tumultuosa de lo que el común de la gente imagina.
* Doña Encarnación Ezcurra, esposa de Juan Manuel de Rosas, tuvo una hermana, María Josefa, una mujerona de mucho carácter que supo ser eficiente colaboradora de su cuñado el dictador. Detestada por los unitarios, la dieron en llamar “La mulata Toribia” (José Mármol se refiere a ella de manera algo despectiva en Amalia). Esta mujer, que se había separado de su esposo (un español que no simpatizaba con los patriotas) tuvo amoríos con Belgrano, durante los comienzos de la Revolución de Mayo. Fruto de los cuales nació un hijo de ambos: Pedro Rosas y Belgrano. Naturalmente, ello resultaba algo inconcebible para la época, y por eso el niño fue adoptado y criado por Rosas y doña Encarnación. Ese niño, que nació el 30 de julio de 1813 en Santa Fe, fue anotado como huérfano de padre, y no sabemos si alguna vez conoció a su padre biológico. Ya adulto, llegó a ser Coronel del Ejército.
* Luego de la victoria de Tucumán, Belgrano y la joven María Dolores de Helguero y Liendo se conocieron. Él le prometió matrimonio, pero la unión nunca se llevó a cabo. Después, ya en tiempos del Congreso de Tucumán, volvieron a encontrarse, siendo ella una señora casada. De todas maneras, el amor y la pasión debieron ser más fuertes que el matrimonio, y resultado de ello fue el nacimiento de una hija, Manuela Mónica Belgrano el 4 de mayo de 1819. Esa niña, ya señorita en 1834, luego de muchos años de la muerte de su padre, conoció a su medio hermano Pedro en Buenos Aires. Se dice que con María Dolores, Belgrano conoció el verdadero amor de su vida.
* Por último, Belgrano también fue amante de una bella francesa, mademoisielle de Pichegru. Era esta una mujer muy hermosa que él conoció en Europa. Su figura llamativa resaltaba aún más por las ropas provocativas que vestía. Incluso vino a buscarlo a Buenos Aires, pero los amantes no pudieron verse, pues él nuevamente había marchado con el Ejército al norte…
“MI ADORADA GUILLERMINA”
Julio Argentino Roca, ese tucumano, ese gran estadista que tenía el empaque de un archiduque, y la astucia de un cacique ranquel, era por sobre todas las cosas un hombre práctico. En todo lo que emprendió le fue bien, todo lo hizo a su tiempo y sin equivocarse, en su existencia no hubo exilios, ni luchas contra el poder, ni muertes en la indigencia.
Se casó con una dama de la sociedad cordobesa, la señora Clara Funes, con la cual, si bien nunca estuvieron enamorados, se las arreglaron para estar juntos, hasta que la muerte los separó. Siendo aún jóvenes, ella enfermó súbitamente y en muy poco tiempo lo dejó solo. Bueno…lo de “solo” en realidad es una forma de decir. Antes de morir Clara, grandes temporadas pasaba el joven oficial en campaña, y la niña en casa de sus padres. Él gozaba de esas libertades, que en alguna oportunidad hicieron peligrar la unión, a tal punto que en una ocasión hizo falta la mediación de un obispo para evitar la inminente separación. De todas maneras, él, más allá de sus aventuras, en su fuero íntimo parece haber sentido por ella una gran estima y respeto.
En carta a su hermano Alejandro, luego de la muerte de Clara, confiesa desconsolado: “Ya te debes imaginar cómo estará esta casa, faltando ella, que era un modelo de madre y esposa (…) ¡Pobre Clara! Me ha desgarrado el alma verla morir. Ha muerto como una santa y más linda que nunca…”.
Sin embargo, ya desde sus años de mozo, al “zorro” se le conocieron ciertas aventuras.
* En 1869, siendo todavía soltero, y estando en Tucumán, Roca conoció a Ignacita Robles, una joven “de buena aunque modesta familia”. Lo cierto es que se enamoró perdidamente a los veintiséis años. La madre de ella los vigilaba a sol y sombra. Un día, él se hartó y raptó a su amada. Estuvieron unos días juntos. Como aparentemente no había planes de matrimonio, la familia de ella decidió ocultar el asunto. Al tiempo, Ignacia Robles tuvo una hija, a la cual se conocería como Carmen Roca o Robles de Ludwig. Esta supuesta hija extramatrimonial se presentó en la sucesión de Roca, pidiendo ser reconocida como hija natural del causante, lo que motivó un sonado juicio de filiación, que terminó con el rechazo de la pretensión. Sin embargo, se comprobó que Roca siempre había favorecido con asistencias y auxilios a su supuesta hija. En su declaración testimonial, Clara, la hija menor de Roca menciona que en el velorio de su padre vio a una joven llorar desconsoladamente, y le preguntó a su hermana Agustina quién era, a lo cual le respondieron: “Es una hija de papá”.
* El verdadero amor le llegó tarde al General. Guillermina de Oliveira Cézar de Wilde era una hermosa joven de la sociedad porteña. Se había casado a los quince años con un hombre que, sobradamente podría ser su padre, el doctor Eduardo Wilde, el cual, al momento del casamiento ya era viudo y contaba cuarenta y un años. Roca, que por aquellos tiempos era Presidente de la Nación, apadrinó la boda, de la que fueron testigos Pellegrini y Victorino de la Plaza. Sin embargo, los futuros amantes se habían conocido poco antes, en una fiesta que se dio en Buenos Aires en honor al Duque de York, quien reinaría luego en Inglaterra con el nombre de Jorge V. Guillermina estaba espléndida, y esa noche bailó un buen rato con el futuro Rey. Pasaron algunos años, incluso ella, junto a su marido, vivieron en París un tiempo. No tuvieron hijos. Su esposo tenía una extraña manía: gustaba de mostrar su esposa a sus amigos mientas ella dormía…
Se decía que ambos constituían un “matrimonio blanco”.
Cuando la pareja regresó a Buenos Aires, el General, que ya era viudo, quedó deslumbrado por esa hermosa dama. La relación prohibida surgió como algo que no pudieron evitar. Él tenía cincuenta años y ella veinticinco. El marido, un hombre puramente racional y desapasionado fingía no advertirlo…
Si alguna vez en la vida Julio Argentino Roca se enamoró fue de la dulce Guillermina. Como dato ilustrativo podemos agregar que a la gestión incansable de la hermana de Guillermina (Ángela Oliveira Cézar de Costa), los mendocinos debemos la existencia del Cristo Redentor.
El romance escondido contaba con la complicidad de la hermana de ella y su esposo, amigo del General.
La situación comenzó a complicarse, pues era la comidilla de la sociedad de la época; al cuerpo de Coraceros, que eran la escolta del Presidente, la gente les llamaba “los Guillerminos”. De tal manera, y con todo el dolor del alma, él decidio abandonar la relación para siempre. Envió a Wilde como Ministro a Washington, y luego a la legación argentina en Bélgica y Holanda. Caras y Caretas publicaba una caricatura en la que Figueroa Alcorta, hablando con Roca, criticaba la designación de Wilde en Holanda, y el Presidente le contestaba: “Confío en que ha de serle grato a Guillermina…”. La ironía era genial, Guillermina se llamaba también la reina de Holanda.
Aunque continuaron escribiéndose, y volvieron a verse alguna vez, el idilio estaba terminado. Ella, no obstante su desliz, fue una mujer tímida que ni aún en sus cartas a él revelaba sus verdaderos sentimientos; él parece haber estado más enamorado que ella. La llamaba “Querida ausente”.
Guillermina quedó viviendo en Europa, se dedicó a actividades de beneficencia y allí enviudó, luego regresó a Buenos Aires y murió en 1935.
LA BELLA RUMANA
Hellène Gorjan era una bella dama rumana, cuyo padre había sido General y ayudante del Rey. Había estado casada, pero cuando conoció a Roca se hallaba separada de su marido, llevando una vida de aventuras por las capitales y balnearios de Europa. Se conocieron en Vichy, en uno de los viajes de Roca, luego él la hizo venir a Buenos Aires, y ella viajó, incluso con sus perros.
Al llegar se instaló en Martínez, y luego se trasladó a un chalet cercano a la estancia “La Larga” (propiedad de él) que el General le hizo edificar. El chalet, construido en su totalidad con materiales importados, estaba rodeado por un gran Parque. Era conocido por los lugareños como “La casa de la Madama”.
Hellène se expresaba en francés y era muy apasionada al juego, por ello Roca le obsequió gallos de riña que obtuvieron premios. También le hizo instalar una línea telefónica en su casa en Martínez para que pudiera comunicarse directamente con el hipódromo de Palermo y hacer sus apuestas. Ella mencionaría la virilidad de su amante, con el cual aseguraba haber tenido relaciones íntimas, hasta muy poco antes de la muerte del General. Sin embargo, luego de la muerte de él, Hellène debió abandonar el chalet, pues nunca se concretó la donación de mil hectáreas que “le bon General” le habría prometido.
Lo cierto es que ella volvió a Martínez y sobrevivió un tiempo vendiendo sus joyas; después se unió a un rumano, y se trasladó a vivir a la ciudad de Mendoza. Ese hombre luego murió, y ella quedó viviendo sola en la ciudad, auxiliada por un compatriota dueño de una bodega, y algunas personas de la sociedad mendocina. Sus últimos tiempos los pasó alquilando una habitación en una casa de la calle San Martín, en Godoy Cruz, frente a la bodega Arizu. Allí terminó sus días. Era ya una anciana de porte distinguido, que aún poseía algo de la belleza de otros tiempos. Una noche del invierno de 1958, mandó traer una botella de champagne, brindó con el matrimonio que cuidaba la casa, y al otro día amaneció muerta.
* Dolores Candelaria Mora Vega (1866-1936), a quien los argentinos conocemos con el nombre de Lola Mora, fue una famosa escultora que realizó importantes obras en distintos lugares del mundo. Las creaciones de esta notable y singular mujer han dado que hablar. En 1900 le fueron encargados por el gobierno los relieves que adornan la histórica Casa de Tucumán. Luego, en 1906 presentó su “Fuente de Las Nereidas”, obra efectuada por encargo de la Municipalidad de Buenos Aires, la cual resultó muy atrevida (considerada “libidinosa”) para el gusto de la época. Finalmente, dicha obra que originalmente, estuvo emplazada cerca de la Casa Rosada, fue trasladada a la Costanera Sur, lugar donde se encuentra actualmente.
Lo cierto es que la escultora fue una talentosa e incomprendida mujer, cuyas actividades no se limitaron al arte: fue una visionaria que realizó proyectos de avanzada en otros ámbitos. Su casa natal en Salta es en la actualidad un Monumento Histórico Nacional. Tenía una costumbre que molestaba a las damas moralistas de la época: gustábale trabajar luciendo unos originales pantalones.
Esta mujer fue vinculada sentimentalmente en repetidas ocasiones al General Roca. Las imágenes que conocemos de ella a través de fotografías de la época nos muestran a una jovencita de rasgos delicados y suave belleza. El General la favoreció en reiteradas ocasiones y visitó su estudio en Roma. Realmente, no está comprobado fehacientemente que entre ellos haya existido alguna relación más íntima que una mera amistad.