Alberto orejea el as
A escasos días de la asunción de Alberto Fernández como presidente de la Nación abundan las especulaciones en torno a la conformación del equipo económico. El mandatario electo ha soltado algunos nombres al viento, y es de público conocimiento el grupo de expertos que trabaja en el diseño del programa económico. Tan sólo eso.
Se sabe hasta el momento que Daniel Arroyo estará al frente de la cartera de Desarrollo Social, mientras que Claudio Moroni asumiría en el Ministerio de Trabajo; Mercedes Marcó del Pont conduciría la AFIP; Alejandro Vanoli iría a la Anses; y Miguel Pesce tomaría ese auténtico fierro caliente que es el Banco Central.
Mientras tanto, Alberto Fernández sostiene el resto de los naipes en sus manos, y orejea el as. ¿Quién será el ministro de Hacienda? Esa es la pregunta que se hacen todos y cuya respuesta parece estar cerrada bajo siete llaves. En torno al puesto orbitan nombres de calibre diverso y se especula con que el misterio no será develado hasta último momento.
Es sabido que el sueño del próximo jefe de Estado, la elección ideal, pasaría por recrear aquella dupla exitosa de Roberto Lavagna en Economía y Guillermo Nielsen como negociador de la deuda. La primera opción es tan sólo una ilusión. Lavagna, ante los crecientes rumores, dejó en claro que no se sumará a las huestes de Alberto. La segunda, en cambio, es una fija para ocupar un puesto en la estructura ministerial.
El otro que se autocandidatea para asumir en Hacienda es Matías Kulfas. El ex director del Banco Nación es una pieza clave en el andamiaje de los Fernández, y como tal podría tener una misión de alto vuelo en el Ministerio de Producción, sobre todo en este escenario de reseción perenne.
De todos los cargos a completar, todos de alta jerarquía, el de mayor responsabilidad por los tiempos que corren es aquel sobre el cual recae la responsabilidad de renegociar la deuda externa. Aquí es donde los porotos de Guillermo Nielsen se multiplican. Se lo considera el hombre para tan ardua misión. Tal vez el naipe que ahora orejea Alberto lleve su nombre. Aún no lo sabemos.
La deuda externa se ha vuelto un problema grave, prioridad uno en materia económica. No sólo porque habrá que pagarla, renegociando capital, intereses y vencimientos, sino porque estos acuerdos pueden llegar a maniatar al nuevo gobierno, restándole margen de acción para implementar políticas expansivas que impulsen el crecimiento.
A grandes rasgos el panorama es el siguiente: el endeudamiento del Estado argentino atiende a dos ramas, los bonistas privados -compradores de títulos públicos-, que pueden ser ahorristas individuales pero fundamentalmente son grupos de inversión, y los organismos multilaterales de crédito, encabezados por el Fondo Monetario Internacional, y escoltados de lejos por el Banco Mundial, el BID y la Corporación Andina de Fomento (CAF).
Pactar con los bonistas no será sencillo. Los acreedores, que en buena medida han conformado una agrupación para facilitar las negociaciones, demandan el pago de sus acreencias. Argentina tiene varios caminos por recorrer. Uno de ellos es el que se ha denominado como reperfilamiento a la uruguaya. Es decir, tal como hizo Montevideo en 2003, el estiramiento de los plazos de pago, sin quita de capital ni intereses.
La contracara de esto es que, para lograrlo, Uruguay forzó un ajuste que lo llevó a tener un superávit primario del 3,5%, sostenido en el tiempo. Algo impensado para la Argentina de hoy. Los expertos aseguran que lo más sensato es negociar una quita en el capital y los intereses, ya que lo contrario sería patear el problema hacia adelante, para volver a tropezar con la misma piedra en apenas un par de años.
Lo escabroso del asunto da cuenta de lo importante que será para el próximo gobierno contar con un negociar astuto y de cuero curtido en estas lides. A favor del país, de alguna manera, está el hecho de que los bonos emitidos en los últimos años llevan implícitos la cláusula de acción colectiva, la cual determina que en caso de renegociación, la aceptación del 66% de los acreedores arrastra consigo al resto. Es decir, eliminaría la posibilidad del accionar de los Fondos Buitre. Sin embargo, no hay certeza de que algún lobo solitario demande ante la jurisdicción correspondiente y la causa anide con éxito, gestando un nuevo juicio contra el Estado.
Una negociación forzada, con mucho de imposición, no hará más que postergar el retorno de la Argentina al mercado de crédito internacional. La obligará entonces a buscar financiamiento alternativo en fuentes de crédito que, tal el caso de China, pretenden además una contraprestación en otro tipo de rubros, como puede ser la explotación de recursos naturales.
La otra cara de esta moneda la representan los organismos internacionales. El Fondo Monetario Internacional es la estrella porque tiene firmado con el Estado nacional un acuerdo por u$s 57.000 millones, de los cuales lleva desembolsados hasta el momento u$s 45.000 millones. Aquí el negociador audaz deberá lograr que la Argentina acceda a un Acuerdo de Facilidades Extendidas, un programa de pago de deuda que podría extenderse por una década. Pero, como dicen los especialistas, se sabe cuándo se ingresa en este tipo de pactos pero nunca cuándo se sale de ellos.
Un ejemplo de este tipo de estrategia de repago de deuda es Grecia, que surcó diez años de cinturón apretado, con notables consecuencias económicas y sociales. Otros casos más saludables son los de Brasil y Uruguay, que salieron airosos con menores penurias.
Sentarse a negociar con el FMI requerirá de un plan de acción, de un sólido programa económico que la entidad analizará antes de dar paso alguno hacia el futuro. La esencia del mismo tendrá que ver con la disciplina fiscal, un reiterado problema argentino. Lo exige siempre el organismo, de allí que en su sigla en inglés (IMF) muchos lean: It"s Mostly Fiscal.
Para tener una idea clara de lo grave de la situación, es clave ir a las cifras duras. El stock de deuda intra estatal asciende a los u$s 52.000 millones, pero este pasivo puede ser negociado sin mayores dificultades ya que son compromisos entre entidades del propio Estado.
Ni bien asuma Alberto Fernández, deberá enfrentar vencimientos de deuda por u$s 5.078 millones en diciembre. De la deuda consolidada, es decir la que abarca al Tesoro Nacional, el Banco Central y las provincias, el 78% está denominada en moneda extranjera.
El año próximo habrá vencimientos de deuda por un total de u$s 35.483 millones (u$s 6.684 millones con organismos; u$s 17.839 millones en bonos; y u$s 10.960 millones en Letes).
En 2021 vencen u$s 21.566 millones (u$s 8.083 millones con organismos y u$s 13.484 millones en bonos). En 2022 hay que enfrentar pagos por u$s 34.201 millones (u$s 21.830 millones con organismos y u$s 12.371 millones en bonos). En 2023 deberán cancelarse compromisos por u$s 36.497 millones (u$s 25.248 millones con organismos -de los cuales u$s 22.400 millones son con el FMI; y u$s 11.249 millones con bonistas).
Nótese aquí no sólo lo abultado de los montos y la imposibilidad de hacer frente a estos vencimientos con los mercados de crédito cerrados, sino además la concentración de los compromisos en apenas un puñado de años. Para que quede claro, en la gestión de Alberto Fernández habrá que pagar u$s 127.747 millones. Recién en 2024, tal vez con otro presidente, la deuda cae a u$s 10.290 millones.
De cómo se negocie este paquete de deuda depende en buena medida el éxito de la gestión Fernández y el futuro del país. También la viabilidad económica de las provincias y la posibilidad de que las empresas accedan a financiamiento a tasas normales para poner en marcha la economía. Por eso el nombre del negociador es tan importante. Y todas las fichas parecen llevar la cara de Guillermo Nielsen.