¿A dónde nos llevan las nuevas bandas cambiarias?
Un gestor de inversiones en economías emergentes, ubicado en Nueva York o Londres, lógicamente preferirá que todos los países sigan más o menos el mismo esquema macroeconómico. Si no, tiene que dedicar tiempo y recursos para entender cada caso particular.
Si fueran China o India los que se salieran de lo convencional, no habría problema. El tamaño de sus respectivos mercados de capitales justificaría estudiarlos en detalle.
No es el caso de Argentina, que no solo tiene un mercado financiero minúsculo (algo así como comparar un kiosco con Walmart), sino que es un exdrogadicto en pleno proceso de rehabilitación. Lo razonable para esos gestores es pedirle que se comporte de forma lo más normal posible (cuentas públicas ordenadas, tipo de cambio libre, reservas internacionales significativas, etc.) y que no venga con ideas raras.
Desde esta perspectiva creo que hay que interpretar el buen recibimiento que dieron los mercados financieros al nuevo esquema cambiario: bandas ajustables según la inflación que dan más espacio para que el gobierno compre dólares sin tocar el techo. Se evitaría una apreciación real del tipo de cambio, se acumularían reservas y quedan en el olvido las atípicas bandas ampliables (porque el piso bajaba, mientras que el techo subía, en tanto que ahora ambos suben en paralelo).
El esquema, en sí mismo, no es bueno ni malo. El problema, para mí, es que no deja claro cuál es el final del camino. Sí parece que la libre flotación (que era adonde llevaban las bandas ampliables), queda descartada por el futuro previsible (aunque haya un espacio generoso entre el techo, que es un 65% mayor que el piso).
Si el final del camino es la dolarización, el nuevo esquema puede ser un paso inteligente: cada dólar comprado hoy permitiría absorber al final de 2026 alrededor de un 25% más de pesos (porque el dólar mantendría su valor real, mientras el peso seguiría depreciándose). En algún momento, entonces, habría dólares suficientes para una dolarización “ortodoxa”, canjeando toda la base monetaria por dólares desde el día en que se lance.
Pero si la intención es rehabilitar el peso, será un experimento condenado a terminar como una mala experiencia. Porque tarde o temprano habrá un gobierno estatista que aprovechará todos los avances que se consigan como margen para volver a las andadas, sin que las consecuencias sean inmediatamente visibles. Algo parecido a lo que hizo el kirchnerismo, que aprovechó las reformas e inversiones de los ’90 para ocultar los efectos secundarios empobrecedores de toda política socialista.
En todo caso, dentro de poco, los mercados financieros comenzarán a pedir otra cosa para que Argentina se parezca más a otros países emergentes serios: un esquema de metas de inflación, ejecutado por un banco central libre de injerencias políticas, que determinaría la tasa de interés. Un paso lógico si se quisiera emprender el tortuoso (e ilusorio) camino de convertir el peso en una moneda mínimamente confiable. Tras las metas de inflación, la siguiente exigencia sería la libre flotación del tipo de cambio.
Pero ese esquema ortodoxo, razonable para muchos países, no sirve para Argentina porque los argentinos no confían ni confiarán en el peso; la tarea de convertirlo en una moneda de calidad llevaría más tiempo del que a muchos nos queda en esta tierra.
La mejor manera de blindar la estabilidad (que todavía no conseguimos) es dolarizar y enterrar el peso, sin siquiera agradecerle los servicios prestados, que fueron demasiado pocos. Lo ideal sería implementarla antes del final de 2027, para encarar las elecciones sin el temor a que se repitan los ataques especulativos de los últimos meses.
Una reelección de Milei permitiría postergar ese límite hasta 2031. Pero nunca más tarde: que Milei abandonara el poder sin dolarizar, sería como construir una casa y no ponerle cerradura: tarde o temprano, alguien entrará para saquearla u ocuparla.
¿Para qué arriesgar tanto con lo que costó llegar hasta acá?
