La zarina y el doctor: la historia de la lucha
Una fría tarde de octubre de 1768, el doctor Thomas Dimsdale y su hijo Nathaniel se dirigieron al Palacio de Invierno en San Petersburgo para cumplir una de las misiones más difíciles y, a su vez, transcendentales, encomendadas a un médico del siglo XVIII: inocular con el virus de la viruela a la emperatriz de todas las Rusias, Catalina la Grande, y su único hijo, Pablo.
Muchos de ustedes se preguntarán: ¿Inocular? ¿Por qué no vacunar? Para cuando Dimsdale fue a visitar a Catalina, Edward Jenner tenía 19 años y aún no había descubierto que las ampollas de la viruela vacuna podían inmunizar contra la viruela magna que hacía estragos en Europa. La “vacunación” del joven James Phipps se llevó a cabo en 1796, es decir casi 30 años después que el doctor Dimsdale inoculara a la zarina con el mismo virus de la viruela que se hacía de persona a persona. Por eso, los doctores Dimsdale partieron de su hospedaje de Wolff House (una lujosa residencia en San Petersburgo que actuaba de improvisado hospital) con un niño de seis años llamado Alexander, recientemente infectado de viruela y que servía de transporte viviente para el virus.
La zarina había perdido un hermano por esta enfermedad y su marido, el zar Pedro III, había quedado horriblemente marcado por las cicatrices que le dejó. Solo en el siglo XVIII, dieciséis monarcas europeos habían muerto por viruela, incluido Luis XV de Francia y un número impreciso de príncipes y duques que bien excedían el centenar. Anterior a esta época, Isabel I de Inglaterra había quedado con marcas en la cara por esta afección (que la obligaron a maquillarse durante toda su vida). María II y la reina Ana de Inglaterra también murieron de viruela.
Se estimaba que al año en la Europa del siglo XVIII, fallecían no menos de 400.000 personas. La enorme mayoría eran niños.
La zarina rusa, que no se llamaba Catalina sino Sofía Federica Augusta (Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst) y tampoco era rusa ya que era oriunda de Alemania y ni siquiera pertenecía a una casa reinante en Europa, era sobrina de la zarina Isabel y ésta convertiría a la encantadora e inteligente princesa alemana en la esposa de su hijo, el futuro Pedro II.
Las frecuentes muertes por viruela que rodearon a Catalina la llevaron a buscar una inmunidad contra esta afección para ella y su hijo, obligados a vivir recluidos y atentos a la posibilidad de contagio. Por esta razón, sabiendo que en Inglaterra se usaba este método como preventivo, mandó a buscar a un médico británico que los inoculara a su familia y a todos sus súbditos.
La elección cayó en el Dr. Thomas Dimsdale, un médico de familia cuáquera (protestantes que no aceptaban algunos preceptos de la Iglesia anglicana), de muy buena posición económica y de excelente formación profesional, que había alcanzado cierto prestigio en el manejo de esta técnica de inmunización persona a persona. Fue Lady Mary Wortley Montagu, mujer de gran belleza y capacidad intelectual, quien introdujo esta mecánica en Gran Bretaña en 1714, cuando Dimsdale comenzaba sus estudios. La viruela había dejado marcas en el rostro de Lady Montagu, quien buscaba que sus hijos e hijas no sufrieran este tormento.
Durante un viaje a Turquía, donde su marido ejercía tareas diplomáticas, tuvo la oportunidad de estudiar un país exótico, como lo describió en sus cartas publicadas tiempo después. Entre las cosas que más le llamaron la atención fue la llamada variolización, una técnica por la cual se tomaba liquido de una vesícula y se la introducía por un par de cortes en el cuerpo de la persona que se deseaba inmunizar. Esta desarrollaba una enfermedad leve, dejando inmunidad contra la viruela.
Conocedora de los desastres que ocasionaba esta enfermedad, decidió inmunizar a su hijo Edward. Cuando volvió a Londres en 1721, Lady Montagu se volvió una entusiasta defensora de esta técnica. El cirujano de la embajada británica en el Imperio Otomano, Charles Maitland, copió la técnica aprendida en Turquía y comenzó a aplicarla cuando una nueva epidemia arreciaba sobre la capital inglesa. Para fomentar el procedimiento, decidió inocular a su hija Mary, de solo tres años, frente a miembros del Royal College of Physicians, quienes constataron que la niña estaba en perfecto estado. La vehemencia de la madre, mujer de alta reputación, asistió en la difusión del método, pero aún era muchos los escépticos.
Las clases más acomodadas tomaron el ejemplo y pronto el primer ministro Robert Walpole hizo inocular a su hijo Horace, el futuro escritor. La relación de Lady Montagu y la corona, más la reciente muerte de la reina Ana por viruela, hicieron que el rey Jorge I se interesase en el método para tratar de preservar a su familia. Como no existía demasiada evidencia, el monarca, a instancias del Dr. Sloane, presidente de la Royal Society, convocó a un “Experimento real” por el cual se le ofreció libertad a cinco reos que se dejasen inocular. Los resultados fueron satisfactorios y convencieron al Dr. Sloane, pero no así a todos los miembros del Parlamento ni a la princesa Carolina, madre de los príncipes que debían ser inmunizados. Para convencerla, se inocularon seis huérfanos atendidos en hospicios auspiciados por la corona. Esta exitosa inmunización convenció a las autoridades y en abril de 1722, la princesa Amelia de 11 años y la princesa Carolina, de 9, fueron inoculadas por el Dr. Maitland.
Esto aceleró el proceso entre las clases más pudientes, aunque no todos estaban convencidos, especialmente cuando un niño inoculado murió de viruela. Esta parecía ser una lotería de la muerte y, como toda lotería, hay una base probabilística numérica.
Fue entonces cuando aparece el doctor Thomas Nettleton, un médico egresado de la Universidad de Utrecht con una excelente formación matemática y una mentalidad científica que seguía la escuela de Sir Francis Bacon. Al igual que Bacon, rechazaba los dogmas tradicionales en favor de la observación metodológica, como lo había expuesto en su análisis crítico llamado “New Atlantis”. El espíritu empírico había culminado con la fundación de la Royal Society, cuyo lema “Nullius in verba” (algo así como “en palabras de nadie”) instaba a no creer en dogmas sin que estos fuesen constatados por la observación directa.
Nettleton hizo uso de “la lógica del mercader” y contó las pérdidas y las ganancias. En los condados de Lancashire y Cheshire se habían detectado 3.405 casos de viruela y de ellos habían muerto 636 –casi 1 de cada 5–, mientras que de las 61 personas inoculadas, ninguna había fallecido. El mismo Nettleton dijo que eran necesarios más casos para llegar a una conclusión definitiva… pero la tendencia era elocuente.
Este fue el primer ejemplo del uso de cuantificación matemática para evaluar una práctica médica. En medio de este debate, el doctor Thomas Dimsdale tomó partido y comenzó a inocular a sus pacientes, adquiriendo una notable experiencia, aunque nunca sospechó que ésta lo llevaría a la corte de la zarina, como veremos en la próxima entrega.