Páginas de la historia

Linyeras

Hay hombres, que como granos de arena, caminan todos los caminos. Casi siempre, con un paso tardo, que quizás, representa una suma de cansancio y pesadumbre: los linyeras.
Su vestimenta suele ser muy humilde. Alpargatas sin medias, camisa remendada, pantalones raídos. Salvando las diferencias, se los podría asociar con los arrieros de la extensa llanura pampeana o de las altas cumbres, que por cierto, merecían otra opinión.
Pero debemos juzgar con la celeridad con que querríamos ser juzgados. Porque condenamos rápidamente, pero absolvemos, con lentitud.
A un pueblito argentino, Darregueira, partido de Púan (límite entre la Provincia de Buenos Aires y La Pampa), y hace varias décadas, llegaron algunos linyeras. Una criatura de 6 ó 7 años, -quien esto escribe- los observaba con sana curiosidad, mientras escuchaba algunas críticas despectivas hacia los recién llegados. Recordemos que los niños siempre son páginas en blanco. Por eso debemos escribirlas con guantes.
Los lugareños recibían a los linyeras, con la proverbial calidez provinciana, que no derrite el hielo, pero que lo entibia. Aunque también con cierto desden interior. Porque suele despreciarse lo que se desconoce. Esos linyeras, caminaban todos los caminos. Su meta era el infinito. Solían necesitar, el hermoso e incomparable idioma del silencio.
Recuerdo que un linyera me regaló un autito de juguete. Le faltaba una rueda, pero no me importó. Aún recuerdo su rostro bondadoso.
Y nació en mí, en ese momento –y hasta hoy- un interés en buscar el porqué de su curiosa forma de vivir. De ese soportar el hambre, el frío, la soledad, la que buscaban afanosamente.
Viajaban furtivamente en trenes de carga y recolectaban maíz u hombreaban bolsas. Es decir, que vendían su propia mano de obra, siempre temporariamente. Se los llamó linyeras, palabra derivada del atadito en el que guardaban sus precarias pertenencias y al que denominaban lingher, vocablo de origen piamontés. Un código no escrito los regía. Ninguno preguntaba al otro por su pasado, ni siquiera su nombre.
Solían bajarse en las estaciones ferroviarias de campo y se alojaban en galpones, donde se guardaba el cereal. El ferrocarril dirigía sus itinerarios.
Y que no nos sorprenda –lo observé personalmene- muchos leían libros de José Ingenieros, de Sarmiento y hasta de Schopenhauer. También los había, fugados de la policía, o sin moral. Pero el hombre que se abandona, suele haber sido abandonado.
Y conocían mucho la naturaleza. Porque necesitaban conocerla. Si en días de sequía, las vacas aspiraban el aire o los pájaros se revolcaban en el suelo, habría tormenta. Si las estrellas brillaban más que de costumbre, significaba helada cercana.
Solían ser muy individualistas. Iban de a uno, rara vez de a dos y nunca de a tres. Su mayor problema era la llegada de la vejez, porque los obligaba a algo que consideraban degradante: la limosna.
El bucear en la vida de estos seres, me hizo pensar, que muchos de ellos, pudieron ser víctimas de la incomprensión. Y buscaron entonces, tener tanto cielo sobre sus cabezas como tierra, bajo sus pies.
Quizás descubrieron tarde, que de la soledad no se huye. Porque se lleva…