CLAVES DE LA CRISIS

Nadie elige

Una vez más el tiempo electoral pone a prueba al sistema político en que se vive, cuyas tortuosas reglas intentan ser permanente y grotescamente violadas. De nuevo queda claro que se ha tergiversado el necesario concepto de República para cambiarlo por una democracia en la que nadie tiene oportunidad genuina de elegir.

Dejemos de lado el colmo que ha significado tener que soportar a un Presidente anodino, que sólo gobernó mientras no tuvo nada que hacer ni decidir, y que ni siquiera duda en degradar hasta su presunta tarea docente asentando las nalgas sobre el escritorio desde el que debería enseñar algo más que una pequeña materia.

Olvidemos también por un instante el bochorno que implica el predominio de un personaje bajo todo punto de vista vulgar, basto, que quiere seguir mandando desde la retaguardia en que aloja sus ancestrales resentimientos psicopáticos. Pongamos además entre paréntesis a una oposición que no se consolida, justo en el momento de sus mejores posibilidades. Se trata de la caída más profunda de un régimen agotado, cuya natural evolución nos ha traído hasta aquí, y al que la gran mayoría del país repudia.

Mucho más importante es tratar de pensar cómo recomponer un modo de gobernar que nos represente. Y ese modo, si bien no tiene otra opción que ser republicano como históricamente le cabe, debe cumplir con la obligación ineludible de encontrar la manera de ser reflejo de lo mejor que queda en nuestra patria. De lo contrario, nunca habrá una república verdadera.

La salud no va a surgir de la blanda condescendencia con la cultura predominante en Occidente, que atenta contra la vida misma desde el aborto, la eutanasia y la degeneración esterilizante. Tampoco va a venir, aunque hoy parezca exitosa, de la desmelenada gritería contra todo menos contra la especulación financiera; eso sí, con abrumadora apertura en los medios, toque de cirugía estética y despliegue de guardaespaldas más que evidentes.

LA SALIDA

Se trata de encontrar el modo en que los argentinos dejemos de elegir por televisión listas promovidas desde quién sabe qué usinas de dinero (porque estas campañas son impensablemente caras); listas donde nadie conoce a nadie, que se cambian por las buenas y sobre todo por las malas hasta el último minuto de la llegada al recinto de la Justicia Electoral, y que se configuran sobre todo incluyendo a inútiles cuyo mérito es el de entibiar sillas en los comités y sus cafés aledaños.

Es propio de delincuentes tratar así a la mayor parte de los compatriotas, cuyo hartazgo con estas formas políticas es más que clara. Y por eso lo justo será que se los deje elegir entre lo que conocen desde el lugar donde viven, como para que tengan de ese modo a quiénes controlar y exigir.

Así, mediante un sistema sanamente piramidal, se podría votar el equivalente a concejales -postulantes partidarios pero también otros que surgieran entre grupos independientes de vecinos- que deberían elegir entre sí a los intendentes, quienes a su vez deberían sacar de entre ellos a los gobernadores, y éstos al Presidente.

Todos estos representantes no deberían durar más de un mandato y, cualquiera fuere la posición a la que hubieran llegado, sólo podrían ser vueltos a elegir en su distrito de origen (y en ningún otro) al cabo de un nuevo período. Estos períodos, sin reelección inmediata, deberían volver a ser de seis años como lo señalaba nuestra Constitución original, para evitar el circo sufragista permanente y dar lugar a tiempos suficientes para encarar y terminar obras serias.

Naturalmente, esto que aplica a los distintos niveles del Poder Ejecutivo, debería programarse para el Legislativo, convocando a conocedores de las diferentes actividades de la sociedad y no sólo a charlatanes todoterreno. El Poder Judicial tendría que conservar su independiente intangibilidad, regida por públicos concursos con jurados profesional y éticamente intachables.

Por supuesto, una modificación así, que no requiere tocar la inicial Constitución sino adaptar las Leyes Electorales, ha de ser ajustada por los especialistas capaces de ver sus virtudes y prevenir sus defectos. Pero sin duda resultaría mucho menos manipulable por los intereses de grupos, por las manos ajenas y por la corrupción. Y, claro, los representantes del primer escalón tendrían necesariamente que respetar los mandatos de sus vecinos próximos, sin lo cual nunca podrían volver a ser elegidos.

Nada de lo dispuesto por el hombre corre siquiera riesgo de ser angélico, y un sistema así se golpearía contra la realidad de un mundo en pleno proceso de degradación. Sin embargo, parece claro que a las siempre acechantes fuerzas de lo malo les daría mucho más trabajo que hoy adueñarse de un país lleno de valiosos habitantes como el nuestro. Compatriotas que no tienen ahora casi nada para elegir.