La mirada global

Polaridades

El orden bipolar de la posguerra cayó junto con el muro, y la ambición globalista parece encontrar tropiezos.

En los años posteriores a la segunda guerra europea el mundo se organizó en un sistema bipolar cuyos núcleos eran los Estados Unidos y la Unión Soviética. El resto de las naciones se acomodaba dentro de la esfera de influencia cada uno de esos polos, fuese por proximidad geográfica, por cercanía ideológica o por comunidad de intereses. Las Naciones Unidas, y en especial su Consejo de Seguridad, constituían el reñidero donde las grandes potencias dirimían sus conflictos mayores, respaldadas por sus alianzas defensivas -la OTAN y el Pacto de Varsovia- y con sus respectivos arsenales nucleares como ultima ratio. Eran los años de la Guerra Fría, que no fue tan fría. En zonas marginales de Asia, África y América las grandes potencias libraron guerras calientes por vía de intermediarios, casi siempre para asegurarse la provisión de materias primas estratégicas o para quitársela al adversario.
Por supuesto, hubo grandes naciones en esos continentes que tomaron distancia de tal ordenamiento de facto, y afirmaron una posición soberana, antes que ninguna la Argentina con un mensaje que Juan Perón dirigió al mundo en 1947, en vísperas de la declaración de la independencia económica, y que fue reproducido por más de un millar de radioemisoras de diversos países, incluida la BBC. Por distintos caminos, Indonesia, China, Egipto promovieron orientaciones similares de las que en la década de 1950 emergieron conceptos como tercer mundo y organizaciones como el Movimiento de Países No Alineados. Ninguno de esos esfuerzos logró alterar el escenario bipolar, aunque todos sirvieron para dar testimonio de un estado de conciencia disidente. Con la implosión de la Unión Soviética en 1989 cayeron a la vez el Muro de Berlín y el orden bipolar que esa valla grosera simbolizaba. Occidente le dio a Rusia todas las garantías de seguridad necesarias, y Moscú dejó a las antiguas repúblicas socialistas soviéticas en libertad de elegir su propio destino: unas pocas decidieron seguir siendo parte de una nueva Federación Rusa.
Pero las cosas no quedaron allí: muchos en Occidente creyeron encontrarse ante un triunfo definitivo y universal del sistema republicano y la libertad de mercado, un mundo unificado por el estallido simultáneo de la tecnología de las comunicaciones y el transporte, un mundo donde la historia, entendida como un eterno conflicto de intereses, había llegado a su fin.
ALIANZA INFAME
Los intelectuales marxistas que siempre soñaron con una sociedad universal conducida por una burocracia iluminada y ahora andaban desamparados contrajeron enlace con los plutócratas del mundo, cada vez más incómodos con eso de las soberanías nacionales, y la flamante pareja de neoconservadores y globalistas se consagró a promover con una adecuada combinación de pólvora y lavado de cerebro un nuevo orden mundial, un orden unipolar planificado desde Washington y con la OTAN como instrumento ofensivo.
Todo este siglo en el que estamos viviendo ha sido testigo de las catastróficas consecuencias arrojadas por la intervención de los Estados Unidos y sus aliados circunstanciales cada vez que intentaron acelerar la historia, inducir “cambios de régimen”, e imponer la libertad de mercado y el sistema republicano a fuerza de misiles y asesinatos selectivos: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, Siria y ahora Ucrania son testimonios dolorosos de esa arrogante pretensión totalitaria.
Como en la década de 1950, las pretensiones hegemónicas encuentran resistencia. En el último cuarto de siglo las cosas han cambiado mucho en el mundo, en gran medida como consecuencia de las revoluciones tecnológicas gestadas en Occidente, y hay nuevos polos de poder que reclaman ser reconocidos como tales, en primer lugar China, pero también Rusia y la India, que son todas potencias nucleares. E integrantes del BRICS, el grupo de países heredero de la “tercera posición” del siglo pasado.
“¡Y con nosotros, nada de mundo multipolar, nada de eso! ¡Nosotros con Occidente!”, se ufanó un aspirante presidencial argentino ante las cámaras de televisión, aguerrido aunque tardío halcón de una configuración geopolítica nacida en la posguerra y agotada tras el colapso soviético, de la que nunca nos beneficiamos y cuyos coletazos sufrimos en Malvinas. “Nosotros con Occidente”, dijo el candidato. ¿Contra quién? La jefa del comando sur estadounidense Laura Richardson primero, y últimamente la número dos del Departamento de Estado Wendy Sherman vinieron a Buenos Aires para advertir al gobierno argentino sobre los riesgos de seguridad inherentes a la creciente presencia china en el país. Pero ¿qué seguridad ofrecen los Estados Unidos a la Argentina? ¿La misma que le brindaron a Europa volándole el gasoducto que les iba a asegurar el suministro constante y barato de energía, sólo porque provenía de Rusia?
En menos de un mes, de este mes, las primeras planas de los diarios del mundo registraron hechos sorprendentes: dos antiguos enemigos del medio oriente, Arabia Saudí e Irán, separados por diferencias religiosas, políticas y estratégicas, enfrentados con las armas en terceros países, quebraron esa antigua enemistad para emprender un inesperado camino de distensión y entendimiento; el presidente de Francia, Emmanuel Macron, hasta hoy un firme aliado de la Alianza Atlántica, se animó a poner en duda la conveniencia de la sumisión de Europa a los designios geopolíticos estadounidenses; el presidente de Brasil, Lula da Silva, colocó a su discípula Dilma Rousseff al frente del Nuevo Banco de Desarrollo, una entidad creada por las naciones del BRICS ahora orientada a independizarlas del dólar como moneda de intercambio, entonando una elegía fúnebre para los acuerdos de Bretton Woods y sus modificaciones.
Malversando a T. S. Eliot, podría decirse que este año ha sido un mes muy cruel para el globalismo y los neoconservadores.