UNA CONMOVEDORA HISTORIA DE CONVERSION, RELATADA EN PRIMERA PERSONA

Aquel rosario de cuentas blancas

POR NOMI PENDZIK *

Una tarde de aquel primer año del secundario, dispuesta a ayudarme para que yo no desbarrancara bajo las garras del profesor de Matemática, mi compañera de banco me invitó a su casa. La recuerdo como una chica educada y prolija, que hablaba en voz muy baja y siempre llevaba al cuello un rosario de plástico. Pasado más de medio siglo, ya ni me acuerdo de dónde quedaba aquella casa. No bien entré, me di cuenta de que los mayores lujos eran la inteligencia de la chica ―un bocho, como decíamos ayer― y un altar con imágenes de la Virgen o de alguna santa: de origen judío, yo de eso no tenía la menor idea. Pero ese altar no estaba ahí por casualidad ni pasaba inadvertido; al contrario: me arropaba de alguna manera. Mientras mi compañera me explicaba Matemática, su morena y sonriente mamá nos convidaba mate cocido y pan con paté. Tampoco recuerdo cuál era el tema, ni siquiera el resultado del examen. Lo que sí sentí fue como un cimbronazo, una revelación. Una epifanía que no entendí hasta mucho tiempo después: había algo misterioso que me llamaba a un plano insospechado. No sé bien por qué, pero ahí estaba la espiritualidad a flor de piel. De haber sido consciente en ese momento de aquel atisbo de trascendencia, me habría dado cuenta de que necesitaba a alguien que me ayudara a volar más lejos.

Nací y crecí en una familia no demasiado religiosa, pero sí observante: el Año Nuevo, el Día del Perdón, las reuniones de Pesaj solían celebrarse en mi casa, porque era la más grande, y porque mamá cocinaba el guefilte fish como ninguna. El único verdaderamente religioso, que iba al templo los sábados, era mi abuelo materno, un hombre dulce y culto, un sobreviviente que había huido a tiempo del gueto de Vilna con su madre y hermanos, y que se había injertado muy bien en nuestras pampas. Lejos de ser un gaucho judío, nunca aprendió a montar, pero supo cebar los mejores mates que tomé en mi vida. Hizo de todo para mantener a su familia, hasta trabajó de claque para un cómico que representaba obras en idisch. Me llevaba al zoológico, al cine Los Ángeles, al circo. Alguna vez lo acompañé al templo. Y en muchas tardes en que los demás dormían la siesta, mi abuelo y yo conversábamos sobre la Biblia y sus interpretaciones.

UNIVERSO AJENO

Hice la primaria y la secundaria en un colegio del Estado por la mañana, y en una escuela judía por la tarde. En el schule aprendí montones de cosas que después me servirían para la vida, o para el tan insospechado camino que Dios me tenía preparado. En la escuela laica conviví con toda clase de personas. Tenía algunos compañeros judíos. Con los no-judíos me asomé a un universo totalmente ajeno. Mis compañeras rezaban o se hacían la señal de la cruz antes de los exámenes. ¿Por qué lo hacían? Jamás me atreví a preguntarles.

Y entonces llegó la segunda revelación. Una de las cosas que más me gustaba hacer era cantar, y eran los años de La Biblia, de Vox Dei, y Cristo Rock, de Raúl Porchetto. Mi alma se alimentaba con esas letras y esas frases bíblicas como si hubiera estado siempre muerta de sed y sin saber que existía el agua. Yo cantaba “Aquí está el camino / para el que quiere ver…”, y no podía explicarme por qué se me saltaban las lágrimas. Pero a ninguno de mis amigos les contaba: la vergüenza y la culpa me impedían hablar, o siquiera permitirme pensar que había algo más allá de mi mundo circundante, y que ese algo me estaba llamando. Un confidente me preguntó hace poco si Dios estaba en mi vida en aquel tiempo. Y la respuesta es que sí estaba en mi vida. Sólo que yo no quería darme cuenta.

“Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar”, dice el narrador en el comienzo de la brillante novela El cuerpo, de Stephen King. “Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural.” Esas palabras me ayudan a entender por qué esta es la primera vez que hablo públicamente de estas cuestiones. Porque es casi imposible poner en palabras lo inefable. Porque cuesta. Porque duele.

Con el tiempo fui alejándome de mis círculos de amigos y de parientes, y conociendo a otras gentes y otros ámbitos. Trabajaba, estudiaba, cocinaba, leía, escribía, salía con los amigos, me preocupaba por comprar libros, discos, ropa. Y cuando me daba un momento para reflexionar, pensaba: ¿la vida es esto, únicamente? ¿Cuál es la meta, el objetivo final? Yo seguía buscando, y nada me conformaba. Pero ese bullir inquietante seguía secreto dentro de mí, aunque no me atrevía a mostrarlo. Jamás había oído la palabra “conversión”, en términos religiosos, y ni se me ocurría que eso pudiera existir.

AUTORES CRISTIANOS

El profesorado en Letras me trajo la sospecha de que la trascendencia estaba en Gonzalo de Berceo, en San Juan de la Cruz, en Dante. Esos autores cristianos me mostraron un mundo nuevo, inesperado, sorprendente. Ahí conocí también a Jacobo Fijman, camuflado bajo la inolvidable figura del filósofo Samuel Tesler, en Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal ––una novela que me partió la cabeza en aquel tiempo––. Pero del verdadero Fijman, de su intensa poesía y de su conversión, me enteré después. Hace unos días, revisando papeles, descubrí que uno de los primeros ejercicios de Griego que nos propusieron fue traducir nada menos que el prólogo del Evangelio de San Juan. En aquella época, para mí eran palabras vacías. Pero mientras escribo esto se me estruja el corazón al pensar que todas las respuestas a mis preguntas estaban ahí, al alcance de la mano.

También conocí en el Profesorado a Marcelo di Marco, quien me deslumbró con su amplísimo saber y su vitalidad. Al principio no éramos más que amigos: yo estaba casada, y sólo empezamos a salir después de mi separación. Y nos casamos. Marcelo había sido bautizado y estudió en un colegio religioso; pero para ese momento los dos nos declarábamos ateos, y estábamos supercómodos así. No sabíamos que Dios es insistente, y no tardó en darle a Marcelo señales inequívocas que lo llevaron a la conversión. Casi nos separamos.

Recuerdo ese tiempo como una continua batalla entre mi obstinación y mi necesidad de conocer a Dios, de seguir a mi amor, de dar rienda suelta a esas difusas ansias que me partían el alma. Y a pesar de que Marcelo me demostraba constantemente, con sus actitudes y sus palabras, un camino posible para vivir en paz, yo no quería dejarme vencer ni convencer. Sabía que Alguien venía llamándome, pero me emperraba en no aceptarlo. Sabía que había algo más que el universo de lo natural ―me lo enseñó la literatura―, pero en mi mundo arrinconaba lo sobrenatural, relegándolo a las ficciones de la narrativa y del cine.

Mientras tanto, la vida seguía su curso. Pero le faltaba consistencia, le faltaba sustento: al final, todo resultaba gris o pálido, sin relieve, soso, insuficiente. Vivía como dentro de un vendaval, ensordecida y sin ver más allá, limitada y a merced de ese viento.

LUCHA INUTIL

Y mientras la vida continuaba, seguía luchando contra no sabía muy bien qué. Discutía a cada rato con Marcelo: ¿cómo un tipo inteligente, que se leyó todo y que sabe tanto, podía creer en esas cosas? ―por aquellos años, yo todavía ignoraba que un escritor de los quilates de mi amado J. R. R. Tolkien era un católico de comunión diaria―. En mi resistencia, intentaba refutar cada argumento que escuchaba o leía a favor de la existencia de Dios, me reía de los milagros y del poder de la oración y “esas cosas”.

Pero cuando se hacía el silencio dentro de mi alma reseca, se me caían las máscaras, y los razonamientos se me diluían. Sin buscarlo, reverberaban en mí aquellos versos de Fijman dedicados a la Virgen, versos que alguna vez me habían sonado crípticos: “Una escondida estrella arrima su sosiego. (...) / Siento en mis manos venir la estrella de la mañana”. Entonces supe que no estaba sola.

Una noche, el viento que me rodeaba amainó: logré sincerarme conmigo misma, y vislumbrar algo diferente. A partir de entonces empecé a abandonarme a las cosas que me llegaban de Cristo, sin rechazarlas de plano. Y así me fui deslizando hacia un rincón acogedor, profundo, amoroso. Me fui dejando guiar, y ahí descubrí las maravillas que me venía perdiendo y, en vez de desestimarlas, las atesoré. Cuántas veces, acompañando a mi marido a una misa, escuché homilías que parecían directamente dirigidas a mí en ese preciso momento de mi vida. Cuántas veces encontré palabras de aliento o de cariño, dulces consuelos que me caldeaban el alma, como aquel domingo en que el cura, enterado de que mis mellizas recién nacidas estaban en la incubadora, desde el púlpito le pidió a la comunidad oraciones para ellas y para mí. Y ahí pude vivir la emocionante sorpresa de ver a toda esa gente rezando por nosotras, sin conocernos. Una tarde, en Mar del Plata, encontramos en una expo navideña de la Villa Ortiz Basualdo una cerámica con San José, María y el Niño. Nunca había visto un pesebre como ese; una escena, mejor dicho, tan apacible y tierna. No pude negarme a comprarla, y hoy no falta jamás en nuestra Navidad.

Así, se fue convirtiendo en una alegría armar el arbolito cada 8 de diciembre con mis hijas, hablar sobre Dios, abrir mis lecturas a inesperados rumbos. Conocí a personas con las que aprendí a andar por este nuevo camino. Un santo sacerdote ―que en paz descanse― me ayudó a revivir las enseñanzas de mi abuelo, me recordó cosas de la historia divina que yo suponía olvidadas, y me iluminó acerca de la lógica continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Supe de otras experiencias de conversión, como la del gran rabino de Roma, Eugenio Zolli, o la impresionante vida de Edith Stein, mártir en Auschwitz, hoy santa y copatrona de Europa. Decía aquella filósofa: “Lo más íntimo del alma es un recipiente en el que fluye a raudales el Espíritu de Dios, si el hombre se abre libremente a Él”.

Y un día dejé de luchar y me abrí así, libremente. Qué inmensa paz, qué brisa acariciante, qué descanso fue ese final de las batallas, esa decisión de rendirme. Qué fácil, qué claro se volvió todo. Ya no existía el vendaval. Y la vida tenía una significación que iba mucho más allá de las meras cuestiones materiales, biológicas o sociales, o incluso culturales. Esas cuestiones adquirían un sentido, una orientación.

Hoy aprendo cada día a ponerme en el lugar del otro, a arrepentirme de los errores, a saber que puedo volver a encarrilarme. Y entiendo que al mundo conviene verlo con una mirada trascendente. Dios sabe lo que hace.

No he hablado mucho con mi familia de origen acerca de este asunto esencial, ni siquiera con mi madre ―en sus últimos años, lamentablemente no fuimos muy íntimas―. No sé qué opinaría mi abuelo sobre mi cristianismo, aunque intuyo su comprensión porque era un hombre a quien hoy podríamos llamar inclusivo: recuerdo con qué placer conversaba con Marcelo de música clásica, religión y literatura. En cuanto a mi papá, hoy no vacila en reconocer los efectos que la conversión trajo a mi matrimonio. Y recientemente lo manifestó en público, pidiendo de participar en el bautismo de mi primer nieto, cosa que hizo con gran alegría, según lo testimonian las sinceras fotos familiares tomadas esa tarde. Desde bebés, mis hijas y mis nietos lo llaman Zeide ―como si Abuelo fuese un nombre propio―, y está todo bien.

Cada tanto pienso qué habrá sido de aquella entrañable compañera que me explicaba Matemática: tuvo que dejar la escuela al año siguiente, y jamás volví a verla. Pero más de una vez la imagino frente al altar adornado con flores silvestres, con su rosario de cuentas blancas, rezando por mí.

 

* Escritora y profesora de Lengua y Literatura