El asfixiante aparato burocrático

La rebelión

Por Joseph Roth

Ediciones Godot. 107 páginas

Si tuviéramos que graficar el alcance del aparato burocrático del Estado con una imagen, tal vez la foto de un pulpo sería la que mejor resumiría su naturaleza y esencia. Una criatura repleta de tentáculos que obstruyen, detienen, aferran y no sueltan. Y terminan por devorar.

Eso es lo que Joseph Roth pinta con singular maestría en La rebelión. Por eso que llamamos destino, los vientos de la guerra y las vicisitudes de la geopolítica borraron sus huellas de origen: nació en un pueblo de la actual Ucrania, que por entonces formaba parte del Imperio Austrohúngaro (1).

Soldado del Ejército austríaco durante la Gran Guerra, vivió y cosechó suficientes experiencias como para saber de los estragos de la batalla, del abandono y el desamparo al que se exponen postconflicto quienes arriesgaron su piel por la patria.

Hacia 1924 vio la luz la primera versión de La rebelión. Una historia lineal, falazmente sencilla. Esconde entre sus párrafos la denuncia de un Estado que usa y tira, descarta, desecha a sus mejores hombres, lacerados en el combate. Andreas Pum es uno de ellos.

Podría decirse que Pum es funcional al sistema, aunque lo ignora. Lo domina el deber ser, el respeto a las instituciones. Ha perdido una pierna en la guerra pero ganó una medalla. El Gobierno lo premia con una licencia para tocar un organito por las calles. Está feliz.

Pobre de toda pobreza, lo salva su fidelidad al Estado germano, o a lo que queda de él. La posguerra es dura. Todavía se barren los escombros, se apuntala el magullado orgullo prusiano, y en las urbes deambulan los mendigos.

Todo estará bien mientras no se ponga al Estado en tela de juicio. Pero hay un día, una hora, un momento inesperado, en que Andreas Pum se rebela. Ni siquiera es consciente de que lo está haciendo, pero ese será el principio del fin. Perderá lo poco que había conseguido, su exiguo capital material, su esmirriado amor de compromiso con una mujer que lo rechaza.

La primera señal del aparato burocrático se la da un médico que lo considera loco: “No hay que pensar, hay que creer”, le dice mientras lo palmea en la espalda. Algo, sin embargo, se resquebraja en el interior del pequeño hombre. Está dejando de creer.

No habrá, entonces, perdón para él. Cometió el peor de los pecados: desconfía de la patria y sus valores. El aparato legal, como una enredadera, comenzará a someterlo, a asfixiarlo sin prisa ni pausa.

Se vuelve un habitante de los márgenes, una pieza útil de la organización delictiva. Lo acosa la ley, lo exprime el hampa. Atrapado entre dos fuegos, como en la guerra, acomete su alegato ante Dios, la representación celestial del poder y el Estado. Será la última batalla de una contienda que ya hace tiempo tiene perdida.

 

(1) https://http://www.laprensa.com.ar/527615-El-rescate-del-sublime-bebedor.note.aspx