Con honesta justicia histórica se ha llamado al Gral. Juan Gualberto Gregorio de Las Heras (1780/1866), el Héroe Invicto de las Guerras de la Independencia. Militar de destreza singular, persona clave al salvar a todos los hombres a su mando en el desastre de Cancha Rayada, relevante político y diestro diplomático cuando fue gobernador de la provincia de Buenos Aires. Ante las luchas internas que se daban en estas tierras, al igual que lo hizo el Libertador José de San Martín, decidió irse. Se instaló en Chile.
Ya del otro lado de la Cordillera de los Andes, la familia ha sido una de sus grandes preocupaciones. En especial tras la muerte de su esposa. Sus sueldos no son lo suficientemente elevados ni están a la altura de su jerarquía militar. Sin embargo, nunca ha exaltado esta carencia a menos que alguna situación forzosa lo llevase a hacerlo. Es curioso, al leer sus cartas, con qué fidelidad expresa los sucesos que hoy son considerados como históricos. Quien se detenga en aquella correspondencia le será posible presenciar – a través de la imaginación – escenas y situaciones tal como si estuvieran aconteciendo. No es casual su resistencia a dar a conocer sus memorias, no lo es porque teme que sus palabras no representen su lucha. Ha tenido ya varias decepciones por las que su vida se ha visto forzada a cambiar de rumbo, desilusionado y no recompensado tal como debiera haber sido. Por eso ha elegido retirarse a su casona en Santiago de Chile.
Hombre longevo, para aquellos tiempos y habida cuenta de la existencia intensa y ajetreada que ha llevado – tiene 85 años de edad – la enfermedad lo fue debilitando, pero su recuerdo le permite aún pensar en aquellos incansables días de gloriosas batallas. Sus amigos reconocen en él al ciudadano joven que decidió, en algún momento, acompañar la lucha por la Independencia.
La falta de fuerzas no le ha de permitir continuar con la cotidiana correspondencia que mantenía. Pasa los días encerrado en su habitación, cuando no postrado por sus dolencias en el riñón, se traslada con dificultad y descansa observando los árboles de su inmensa casa. Su enfermedad ha alcanzado su etapa final, y por esta lamentable razón, Las Heras – siempre racional, reflexivo, aplomado – ha llamado a uno de sus hijos para decirle:
“Hijo mío, el momento supremo ha llegado para mí..., pero la muerte del cristiano es ya el principio de la vida... Cuando yo haya dejado de existir enviará una sentida nota al ministro de Guerra de la República Argentina agradeciéndole las ultimas distinciones con que he sido honrado, y cuando sea posible, procuren mis hijos que cubra mis restos la misma tierra que me vio nacer.”
Aquella aldea
Las Heras había nacido un 11 de julio de 1780 en aquella aldea de Buenos Aires. Deseaba que sus restos mortales reposaran allí para la eternidad. Volver a su tierra ha de ser su última voluntad y será cumplida años después.
Eran las dos de la tarde del día 6 de febrero de 1866. Su última jornada en esta tierra. El hijo de mayor edad, Juan Martín, es quien ha escuchado las últimas palabras en las que le ha sido solicitado ese deseo profundo. A través de este ha demostrado el enorme dolor que le fue causado al tener que alejarse de su lugar natal. Si bien en Chile ha sido reconocido y apreciado por muchos de sus amigos y compañeros de batalla, la soledad que ha vivido en silencio durante todos esos años en que se alejara de la Argentina, siguió acompañándole hasta el momento de morir.
Su cuerpo fue trasladado a la Catedral de Santiago de Chile el 7 de febrero de 1866 a las siete de la tarde, oficiándose una misa de despedida el día 8 del mismo mes. Las filas militares se formaron en columnas en la plaza principal de Santiago de Chile, rindiendo un homenaje a quien les diera, junto al General San Martín, la Independencia como nación.
Antes de morir, con plena consciencia, redactó su testamento en el que expresó:
“Que se pague la cantidad que dispone la ley en razón de mandos forzosos, que el entierro de su cadáver se haga sin pompas ni aparatos, dispensando, sin embargo, a todas las personas que quieran acompañarlo, las atenciones de costumbre; que se den 206 pesos al mayordomo José Orrego, 100 a Martín Flores, que le sirve a la mano, y el sueldo de un mes a la cocinera Elena Salinas, lavandera Carmen Cerda y cochero José Flores.”
La repatriación de sus restos se concretó 40 años después de su deceso, si bien la autorización para la repatriación fue dada el 5 de mayo de 1897 – por sus hijos– al doctor Norberto Piñero, representante argentino en Chile.
El 20 de octubre de 1906, el crucero de la Armada Argentina 25 de Mayo, trajo al puerto de Buenos Aires la urna conteniendo los despojos mortales del General Juan Gualberto Gregorio de Las Heras. Aguardaban miles de personas que llegaron a agruparse en todas las plataformas cercanas al desembarco: dársena Norte, Viamonte, Maipú, Plaza San Martín y Florida. La ciudad fue preparada de manera especial para la recepción de los restos de quien fuera el máxime colaborador del General San Martín, en la lucha por la Independencia de América: Banderas de Chile, Argentina y Perú adornaron los edificios. La Plaza de Mayo y la Pirámide fueron testigos de su llegada.
Su última voluntad había sido cumplida.
A más, pronto el Libertador al igual que el Gral. Tomás Guido estarían acompañándolo… De nuevo, los tres reunidos.