Los comienzos de una gran escritora

La palabra heredada

Por Eudora Welty
Impedimenta. 188 páginas


Apenas conocida en el mundo hispano hasta hace pocos años, Eudora Welty fue una figura legendaria de las letras americanas. Formó parte de la descollante generación de escritores sureños que incluyó a autores como William Faulkner, Carson McCullers, Flannery O"Connor, Tennessee Williams y Robert Penn Warren. El descubrimiento de su figura en estas latitudes debe mucho a la editorial Impedimenta, que en 2009 publicó La hija del optimista y al año siguiente reincidió con Las batallas perdidas, dos libros que ya son considerados clásicos de la literatura moderna americana. La misma editorial acaba de traducir ahora La palabra heredada, libro de memorias que redactó cuando tenía ya 75 años.

Welty (Jackson, Mississippi, 1909-2001) concibió inicialmente su escrito para tres conferencias que pronunció en la Universidad de Harvard en 1983, luego reunidas en una obra que llegó a ser un best seller. Podría decirse que es una relación de sus comienzos como escritora, algo que en verdad es, aunque sería justo reconocer también que hay allí un aliento mayor.

Lo que Welty compone es una hermosa autobiografía, que se remonta a su niñez. Al rumbo y al tono de las tres conferencias, que dieron lugar a los tres capítulos del presente libro, se debe en buena medida el acierto de estas memorias. Algo que, según la propia autora, le fue sugerido por el escritor Daniel Aaron.

Las tres partes pretenden señalar enseñanzas que le resultaron útiles para la escritura y que ella bebió de pequeña: escuchar, aprender a ver y encontrar una voz propia. Claro que esto último, que es el verdadero encanto con que todo esto es contado, sale de la diestra mano de esta "maestra del relato corto".

La mayor prueba de esa destreza es la vivaz recreación de una atmósfera en particular, que es la de principios del siglo pasado. Un tiempo ya lejano -incluso para el momento en que ella escribió estas memorias-, cuando se vivía con menos prisas y en su hogar se podían oír las campanas del reloj cucú recortadas sobre el silencio.

Es de aquel tiempo, cuando era muy niña, su primer recuerdo relacionado con los libros, que su madre le leía en voz alta y ella le pedía sin cesar, hasta cuando su madre batía la mantequilla. Así fue como, según admite, se fue acostumbrando su oído no solo a la cadencia de las palabras, sino a reconocer "el sentimiento que reside en la palabra impresa". Un comentario que puede dar una buena idea de la agudeza de su mirada.

Los recuerdos entrañables se suceden y van enhebrando su vida hogareña con el rígido colegio al que concurrió, las clases de coro en las celebraciones episcopalianas a las que asistía, o los viajes en automóvil y tren a Ohio y a las montañas de Virginia Occidental, de donde eran oriundos su padre y su madre. Travesías duras, esforzadas, que son apenas una muestra de ese tiempo ya ido, como lo son también sus apuntes sobre la amplia vida interior que aprendían a cultivar entonces o el dominio de sí mismos.

Todas estas peripecias, que describe con una singular belleza, sin esquivar dolores y risas, las evoca en su madurez porque con el paso del tiempo las ve como auténticos relatos que contenían una revelación para su escritura.

En ellas se alternan personajes que ayudan a dar vida a la narración. Así, aparecen Fannie, la vieja costurera negra y sus cotilleos, o aquella amiga de su madre cuyos relatos tanto la admiraban porque transcurrían en escenas pobladas de diálogos.

En esas ocasiones, el oído de la tímida Eudora también se entrenaba con picardía, según cuenta, escuchando las conversaciones de los adultos que le estaban vedadas y que tanto excitaban su curiosidad. Esto la llevó con el tiempo a aprender a escuchar lo que se dice y lo que no se dice también.
Y es este otro rasgo que sobresale en las memorias: la extraordinaria pintura de personajes que logra con apenas unos trazos. Como la rígida maestra Miss Duling, la temida bibliotecaria Mrs Calloway, la animada directora del coro Miss Hattie, pero también sus propios padres y abuelos.

Salpicada de cálidas y penetrantes observaciones, la narración fluye para dar paso a esa joven que haría sus primeras armas como reportera en el periódico de la universidad, y que luego se volcaría a la fotografía en los años 30, donde también dejaría una huella. No es hasta este momento, casi en las páginas finales, que Welty entra de lleno en su faceta literaria, que comenzó en 1936 con la publicación de su primer relato, "Muerte de un viajante".
La palabra heredada, que incluye preciosas imágenes familiares, suma en este último tramo nuevas introspecciones sobre la elección del encuadre y la estructura de sus relatos, el comienzo o la creación de personajes. Es por esta posibilidad de asomarse a la cocina de la escritura de algunas de sus obras, que incluyen clásicos como Boda en el Delta (1946), El corazón de los Ponder (1954), Las batallas perdidas (1970), finalista del National Book Award, y La hija del optimista (1973), y por el deleite con que se sigue la evocación de su vida, que no cuesta demasiado entender por qué a este libro se lo presenta como una auténtica joya del género biográfico.