Testimonio de una herida abierta

Sergio, clandestino en la ESMA­

Por Daniel Tarnopolsky­

El País de Nomeolvides. 240 páginas­

Las heridas del conflicto armado de los años '70 en la Argentina no terminan de cerrarse, en gran medida por la decisión de una de las partes combatientes de mantenerlas abiertas con la excusa de buscar memoria, verdad y justicia. Ese proceso, que cuenta con la complicidad interesada o intimidada de buena parte de la clase política, mediática y judicial, no da señales de agotarse. La única piedra en su camino es que, muy de vez en cuando, choca con sus propios límites y exhibe algunas de las contradicciones internas que lo desgarran.

Uno de esos casos queda expuesto en Sergio, clandestino en la ESMA, el segundo libro de Daniel Tarnopolsky (Buenos Aires, 1957). Su historia perturba en varios planos porque refleja un drama hondamente personal que al mismo tiempo es una muestra de la tragedia que se abatió sobre el país cinco décadas atrás.

El autor imagina en sus páginas un diálogo de ultratumba con sus familiares muertos o desaparecidos: con sus padres, con su cuñada y, muy especialmente, con su hermano dos años mayor, el Sergio del título. A mediados de 1976 este joven cumplía el servicio militar en la Escuela de Mecánica de la Armada. Era un conscripto apreciado por sus superiores y cumplía tareas que no se confiaban a otros reclutas.

Pero Sergio Tarnopolsky también formaba parte de la banda guerrillera Montoneros. Luego del golpe de marzo de 1976 recibió el encargo de sus jefes revolucionarios de pasar información sobre lo que sucedía dentro de la ESMA: nombres de oficiales y suboficiales, vehículos operativos con sus patentes, organigramas y estructuras de la Armada destinadas a la lucha contrainsurgente. Montoneros se proponía utilizar esos datos como información de inteligencia y material de denuncia y propaganda contra el accionar naval (ambas operaciones estaban bajo la órbita del periodista Rodolfo Walsh).

En el mes de julio de 1976 los comandantes montoneros encargaron a Sergio Tarnopolsky una misión mucho más arriesgada: colocar una bomba dentro de la Escuela. Militante convencido y obediente, se dispuso a cumplir con la tarea. Consiguió ingresar desarmadas las piezas del explosivo, lo preparó y alcanzó a ocultarlo de manera deficiente. Cuando los marinos lo descubrieron de inmediato sospecharon de él y de otros conscriptos luego liberados. De Sergio nada se supo a partir de entonces. Tenía 21 años.

La respuesta naval al fallido atentado no terminó ahí. Fueron atrapados la esposa de Sergio, Laura del Duca, también montonera; los padres de él y su hermana menor, Betina, de 15 años, que poco antes había empezado a militar por sugerencia de Laura. Sólo Daniel logró escapar protegido por su abuela, y más tarde partió hacia el exilio en Israel y Francia.

El libro revive esa historia en las conversaciones que Daniel mantiene con sus muertos. No son intercambios plácidos. En las charlas, que semejan parlamentos teatrales, se filtran reproches, reclamos, preguntas, dudas y cuestionamientos. Hay ajustes de cuentas personales, recuerdos íntimos dolorosos. Pero sobre todo persiste, casi hasta el final del singular trabajo, la inquietud de si la tragedia que se ensañó sobre los Tarnopolsky fue la consecuencia de las acciones de Sergio, de su ciego compromiso militante y de su decisión de llevar adelante un audaz atentado que dirigió contra él y su familia las previsibles represalias de los marinos.

Daniel Tarnopolsky no oculta que semejante planteo perturba al sector que reivindica la lucha revolucionaria a la vez que se escuda en la defensa de los derechos humanos. "Ojalá pudiera ser como esas madres o esos muchachos de hijos y de nietos, que no parecen dudar nunca -escribe-. Ellos honran a sus muertos, los levantan siempre como bandera sin ponerlos nunca en tela de juicio. Al menos en público, la verdad es que no sé mucho lo que les pasa por dentro. Para mí no es tan fácil...".

Aunque no tenga un gran valor literario y por momentos se pierda en alusiones ajenas al lector, la obra, que completa un trabajo previo de Tarnopolsky, Betina sin aparecer (2011), constituye de todos modos un testimonio poco común que ayuda a comprender algo del furor y el delirio que desangraron al país en la década maldita.­