Ahora vayamos juntos a ser felices

Llora Scaloni en la tele, llora gente grande que pasa caminando de la mano de sus hijos por la vereda para sumarse a los festejos, haciendo ruido. Llora Lautaro, llora el Dibu, lloramos todos. Llora el pueblo sufrido que copa el obelisco y el Monumento a la bandera en Rosario, en cuestión de segundos. De Ushuaia a la Quiaca se llora de felicidad. En cada rincón de nuestro sufrido país, el desahogo es enorme. Por lo que fue el Mundial y por lo que fue la increíble final frente a los franceses. Messi no. Messi se ríe. El partido ya hace un rato que terminó y parece que el pequeño gigante no puede hacer catarsis aún. Es como si no pudiera creer él, justo él, lo que acaba de suceder. Ya va a poder.

El joven DT, ahora respetado por todos lo que lo cuestionaban hasta hace un puñado de meses, en los últimos días había pedido que disfrutemos. Que pasara lo que pasara, disfrutemos. Llegó la hora de hacerle caso. Parece mentira. Es nuestro momento, el de todos. Porque los jugadores juegan, los entrenadores guían. Los dirigentes sacan los pasajes de avión. Pero todos somos parte. El fútbol no es sólo fútbol en Argentina y es posible que lo mismo suceda en otras partes del planeta. Pero, por lo menos para nosotros, para nuestra cultura, para nuestra idiosincrasia, el fútbol es mucho. Para el pueblo argentino no se trata de un deporte más.

Ni siquiera el hecho de creernos y, ahora, de sabernos los mejores del mundo. No es eso el fútbol... Hay que entenderlo. Es mucho más. Se trata de un juego que nos hermana, que nos describe casi a la perfección. Jugamos como vivimos, dice el dicho. Solidarios, egoístas, sacrificados, holgazanes. La pelota nos une en todas nuestras facetas. Aunque parezca una metáfora romántica y hasta estúpida o inocente, nuestras fuerzas nacen cuando nos juntamos y vamos para el mismo lado. Andá pa allá, bobo. Quizá podamos aprovechar la frase que se le escapó al 10, si le damos otro sentido.

Argentina se levantó mil veces, de miles de crisis. Toca el barro seguido. Lo toca por estas horas, desde hace largo tiempo. No atravesamos una guerra, no nos falta territorio ni campo para sembrar. Contamos con la materia prima pero la mal gastamos. Tenemos riquezas pero somos pobres. O la usamos mal. Somos víctimas de codicias, de odios, de envidias, vaya a saber uno bien porqué. Y de pronto, este Seleccionado nos representa. O representa nuestros mejores valores.  Actúa como espejo de los que somos como sociedad. O de lo que querríamos ser, porque seguimos en esa búsqueda desde hace años. Es como si tuviéramos a Messi y al Dibu pero no los dejáramos jugar, los mandaramos al banco de suplentes siempre. Sabemos lo que queremos pero no cómo conseguirlo.

Por eso la emoción. Por eso este triunfo, una victoria que costó más de la cuenta, nos explota en los corazones. Porque sirve de estímulo, de mimo al alma, de relax. Todo eso junto pese a que mañana la inflación, la grieta, las pandemias habidas y por haber, nos vuelvan a abrumar. Esos obstáculos del destino van a seguir existiendo siempre, tal vez. Pero la noche del domingo, la llegada de los jugadores a Ezeiza, la Navidad, inéditamente cercana esta vez al epílogo de la Copa del Mundo, nos ponen en un lugar diferente. Mejor. Amable. Soñado. Ser campeones del mundo nos sube a la palestra. A nosotros, a todos. Niños, hombres, mujeres, ancianos. A los 45 millones de argentinos que corrimos detrás de Julián para obligar al arquero rival a sacarla apurado y mal, a todos los que trabamos con Enzo en la mitad de la cancha desde el living de casa contra la pared, a quienes volamos con Dibu para un costado el sillón, en cada penal. No, lo que iba haciendo Messi no podíamos intentarlo, porque nunca lo entenderá nadie.

La frutilla del postre son los chicos. Las caras de los pibes viviendo por primera vez esta experiencia que les contamos tantas veces muchos veteranos a nuestros hijos, sobre las gestas de Mario Kempes en el 78 y de Diego en el 86. Lo más hermoso es ver a los pibes en los colegios hablando serios y a las risas y a los gritos de sus héroes. Son lo más lindo que se vio y se verá por estos días. Todos disfrazados de Messi durante un mes largo. Y durante el o los años que sigan, porque seremos los últimos campeones, por lo menos, hasta 2026.

La sonrisa de los más chiquitos, el grito finito de los nenes y nenas que son todo inocencia y, sin dudas, construirán un país mejor que el que les vamos dejando. Eso lo paga todo. Quedará en sus recuerdos por la eternidad este título jugado en la insólita Qatar de los estadios desmontables. Quedarán como fotos grabadas en sus corazones las imágenes de los jugadores argentinos levantando la Copa del Mundo. Serán festejos para siempre.